XI - UNA OSCURA PROPUESTA

Gran Hotel, Cantaloa.
Diciembre de 1869

El día en que el Gran Hotel celebraba la Nochebuena, Lucía cumplía siete meses de encierro. Después de haber pasado toda la madrugada insomne, la joven vagaba por la habitación.

Hacía unos días, Ángela había bajado varios candiles que estaban en desuso y, gracias a estos, la luz se proyectaba desde todos los rincones de la habitación aportando mayor claridad. Colocado en una esquina, el espejo de pie de marco dorado que Lucía había pedido —fue el único capricho desde que comenzó el encierro— daba la falsa apariencia de que la habitación era más grande de lo que realmente era. Aquel espejo —el mismo frente al que Ángela y Carlos se habían besado por primera vez en verano— tardó meses en ser bajado al sótano, los mismos en los que una joven clienta permaneció alojada en la habitación donde había sido guardado desde que lo trajeran de París. Gracias a la nueva luz, Lucía podía examinar milimétricamente las puntas de su cabello y decidir si merecían ser repasadas con unas tijeras. Se sentó en el borde de la cama para iniciar la minuciosa tarea, pero enseguida se aburrió. Últimamente todo le aburría. Hasta escribir.

Su aspecto había empeorado considerablemente. La palidez, que había neutralizado el rosa de sus mejillas en las primeras semanas, se había convertido en una fina máscara amarillenta, que teñía su hermosa cara enfebrecida. No había rastro de la resplandeciente frescura con la que había sido recluida. Tampoco de la fragancia de pureza que su piel había desprendido desde niña.

Con el sesgo que habían ido tomando las cosas, Lucía comenzó a desesperarse. Hacía un mes que el doctor Brönn había regresado a Viena, donde era profesor titular de la universidad. Uno de sus discípulos había iniciado un estudio fascinante sobre la histeria, que el doctor quería revisar en primera persona.

La noticia de su marcha no le había afectado lo más mínimo. Lucía estaba convencida de que, si había aceptado sus periódicas visitas, solo era en consideración a sus padres. En realidad, había llegado a aborrecer su mirada escrutadora y la facilidad que tenía el austríaco para preguntarle más cosas de las que ella estaba dispuesta a contestar. Para una joven bien educada, tener a un desconocido al lado —el doctor Brönn nunca habría alcanzado con ella la categoría de amigo— era un motivo de temor. Nunca terminó de sentirse cómoda en su presencia. Y ahora que se había marchado, sin embargo, ese temor se había transformado en hastío.

La soledad había hecho surgir en ella una serie de supersticiones que la llevaron a realizar cada día su corta lista de obligaciones con un meticuloso ritual. Y fue de esa manera, en el más absoluto aislamiento, cuando Lucía fue consciente de que su familia había dejado de visitarla casi por completo. Carlos, por contra, seguía siendo el que más veces se sentaba a su lado por el placer de escucharla o, simplemente, por el de estar cerca de ella. Desde los primeros días de encierro, el mayor de los Alarcón había echado de menos verla sentada al pie del alfeizar de la ventana leyendo una novela que al día siguiente le detallaría con esa visión bucólica e inocente que tenía del mundo. A menudo Carlos trataba de persuadir a sus padres, alegando que Lucía estaba «triste, pero mejor», con el firme propósito de que la hicieran subir a la parte alta del hotel. Pero don Fernando y doña Consuelo estaban convencidos de que mantenerla alejada de los asuntos internos era la mejor de las decisiones. Por lo menos hasta que el doctor Brönn regresara en unos meses y le diera el alta médica. No podían arriesgarse a que la presencia de Lucía en el hotel, exponerla a la clientela, desmantelara una vida que habían tardado tantos años en edificar. Lucía no estaba bien, por mucho que Carlos insistiera.

—Padre, ¿usted cree que estoy loca? —le había preguntado Lucía en una ocasión.

—Tienes una enfermedad que te hace decir locuras, pero no estás loca.

—¿Y no es lo mismo «estar loca» que «decir locuras»?

—No es lo mismo, hija querida. Lo primero no se cura.

Después la besó con tal ternura en sus mejillas que Lucía no pudo evitar echarse a llorar. En cambio, las visitas de doña Consuelo cada vez le importunaban más. Solo bajaba al sótano junto a Ricardo y este actuaba siempre siguiendo el mismo patrón: su mirada recorría toda la habitación, después detenía los ojos en una oscurecida esquina y, luego, recuperaba la compostura para decir alguna obviedad:

—Ese espejo está mal colocado.

Lucía siempre contestaba de malas maneras y su madre siempre la reprendía:

—Contrólate y reza, querida —era todo lo que doña Consuelo podía aconsejarle.

Si Lucía no se calmaba, doña Consuelo asumía que su hija había empeorado y le suministraba una pequeña dosis de cloral, tal y como había prescrito el doctor Brönn.

—¡No tiene ni idea de lo difícil que resulta estar aquí encerrada! ¿Por qué no me saca?

—Me asusta que algún día puedas cometer un acto terrible que destroce nuestras vidas. Eso es todo.

—No lo haré nunca. Lo prometo.

—Todos tenemos tentaciones, hija mía. Incluso yo las tengo.

—¿Usted? ¿Qué tipo de tentaciones?

—Yo también tengo mal carácter, pero he aprendido a no mostrarlo.

—Pero, madre, cuando monto en cólera, soy incapaz de dominarme.

—Algún día lo harás. Ese será el momento en el que te saque de aquí.

Que su madre la animara a curarse no le tranquilizaba lo más mínimo. Doña Consuelo no podía evitar sentir un hálito de resentimiento en sus palabras cada vez que abría la boca. Como si llevara tiempo arrepintiéndose de no haberse conformado con parir dos hijos varones. Lucía siempre percibía esa inquina y eso le desesperaba.

Con el tiempo, la joven había perdido todo el interés por el hotel a cambio de un ferviente interés por sí misma. Había tantas razones para no sentir la más mínima curiosidad por el negocio familiar que era excusable su indiferencia. Daba igual que sus seres queridos pasaran tiempo a su lado informándola de algún asunto del hotel, Lucía solo esperaba a que su interlocutor callara para que ella pudiera hablar de su estado de ánimo. Sentía lo mismo que una niña castigada en un rincón de la casa, en una época en la que el futuro se extendía radiante frente a ella.

Y aun siendo desesperanzadora su situación, dos fuerzas opuestas luchaban dentro de ella. Por un lado, Lucía confiaba en salir pronto de allí; por otro, no podía evitar un leve sentimiento de rendición.

Desde que la conociera, Benjamín no había dejado un solo día de bajar a verla. Nadie sabía de estas visitas. Nadie excepto Ángela.

Los dos jóvenes se habían enamorado casi sin quererlo. No era mucho el tiempo que pasaban juntos, pero se veían todos los días, y eso había propiciado que se amaran y que ese sentimiento se negara a abandonarlos. A Lucía le encantaba que Benjamín le contara anécdotas del pasado porque nada tenía que ver con el suyo propio. Sin embargo, cuando le llegaba el turno a ella, sentía como se desinflaban sus hombros y hasta su propia alma. Saber que algún día había sido libre le reconfortaba y le entristecía a partes iguales. Era el momento en que Benjamín la abrazaba con tanta dulzura que parecía tener en brazos a su hija en vez de a su amada. El camarero no se marchaba hasta tranquilizarla y la dejaba tumbada, encima de la cama, porque así era como la había visto por primera vez.

Que Lucía no estaba bien era algo que Benjamín no se había negado nunca. Sus constantes cambios de humor le confundían, pero a la vez le estimulaban a seguir amándola. Creía reconocer en su cara todo lo que se le pasaba por la cabeza y aun así, siempre había sorpresas. A Benjamín le encantaban las sorpresas, lo repentino de ellas. Por eso, adoraba a Lucía.

—Ven aquí, mi vida —dijo Lucía al verlo aquella mañana de Nochebuena.

Benjamín se dejó abrazar mientras sujetaba un trozo de papel con manchas de grasa.

—He cogido algo de carne para esta noche.

—Tenía ganas de verte.

—No es mucho, pero por lo menos cenarás lo mismo que ellos —explicó el camarero—. Yo también tenía ganas de verte.

—Me gusta cómo hueles hoy.

—¿A carne?

—A lo que sea. Bésame.

Benjamín dejó la comida encima del escritorio y selló sus labios con un beso.

—¿Y el medallón? —preguntó el camarero—. ¿Hoy no lo llevas puesto?

—Me da pena ver sufrir a esa mujer.

—¿Crees que está triste?

Lucía asintió tímidamente.

—Se parece a mí.

—Tú eres más hermosa.

Lucía no se ruborizó No era la primera vez que se lo decía.

—Me encanta pensar en ella y en el faro que tiene detrás. Adoraría vivir en un faro. Contigo —dijo Lucía en un arranque de espontaneidad.

—¿En un faro? Si es por vivir en lo alto, preferiría el torreón de un castillo.

—Demasiado obvio. Cualquier romántico viviría con su amada en un castillo. —Lucía le agarró de la mano y lo llevó hasta la cama—. Pero dime, ¿quién te ha dicho alguna vez que viviría contigo en un faro?

—Nadie me había dicho nunca que viviría conmigo.

—Seríamos muy felices. Todos los días alumbrados por su luz.

—La luz alumbra el mar, nosotros estaríamos en penumbra. Casi como aquí.

—Por lo menos vería el mar —indicó Lucía con un dejo de tristeza.

—Y estaríamos juntos todo el día.

Benjamín trató de besar a la joven, pero esta colocó su dedo índice en sus labios, de una manera muy sutil.

—Deja que te bese —dijo Benjamín—. Hoy no he dejado de pensar en ti. Eres casi como una obsesión.

—Puedo desnudarme si quieres, pero ten cuidado de no dejarme encinta.

—Me conformo con tenerte cerca. —Le pasó una mano por la cabeza—. Tocar tu pelo ya me excita.

—En el faro estaríamos siempre desnudos. ¡Nadie nos vería!

—¿Y quién se encargaría de avisar a los barcos cuando haya una tormenta?

La carcajada que soltó Lucía bien podría haberse escuchado en la planta de arriba. Benjamín contempló su dentadura perfecta y la carnosidad de sus labios, y sintió un deseo irrefrenable de hacer algo tremendamente osado.

—¡Vámonos de aquí! —exclamó Benjamín.

Lucía paró de reírse. «¿Qué habrá querido decir?», pensó.

—Huyamos de aquí —dijo Benjamín mientras apretaba las manos de Lucía—. Quiero estar contigo siempre.

—El frío te está volviendo loco.

—¡Tú me estás volviendo loco!

Lucía esperó un tiempo prudencial para que Benjamín le confesara que todo había sido un arranque de espontaneidad, pero ese momento no llegó.

—Nunca podría salir de aquí —razonó Lucía.

—Sí, si pensamos la manera de hacerlo. Podríamos huir esta noche. Todo el mundo estará celebrando la Nochebuena.

—Estarán en vela casi toda la noche. Seguro que nos vería alguien.

—Entonces…, ¡de día! ¿Quién esperaría que te fugaras con la luz de la mañana?

—Con la cantidad de personas que hay por los pasillos, no llegaríamos ni a la cocina.

—Entonces, cuando sea, pero huyamos —dijo Benjamín clavando su mirada en Lucía—. Estoy cansado de verte aquí. No te lo mereces. Quiero que seas libre.

—Ni tú ni yo podemos decidir eso.

—¿Qué te retiene aquí?

—Querido, no es tan fácil desprenderte de todo de la noche a la mañana.

—¿Por qué? Dime un solo motivo que te haga dormir una noche más en esta cama.

—Confío en que me sacarán pronto.

—Eso lo piensas cada día, pero nunca se cumple tu deseo.

La joven bajó la mirada para que Benjamín no viera sus ojos llorosos.

—Solamente tengo que esperar a que vuelva el doctor y vea que estoy mejor.

—No estás mejor, Lucía. ¿Es que no lo entiendes? ¡No te van a sacar nunca de aquí!

Lucía plantó la palma de su mano en la mejilla del camarero con un sonoro bofetón y después lo besó. Tras mirarse un instante, en silencio, le pidió que se marchara. Estaba confundida. No sabía hasta dónde estaba dispuesta a llegar.

* * *

No solía rezar desde que había sido encerrada, excepto con las visitas dominicales del padre Braulio, pero aquella noche lo hizo. Yacía de espaldas en la cama cuando un fuerte estruendo interrumpió su sueño. A Lucía le brotó de la boca un grito y permaneció inmóvil un rato. La pared que estaba pegada a los pies de su cama había sufrido un resquebrajamiento y un trozo de la misma se había desplomado en el suelo. Horas antes había sentido un ligero temblor en la habitación y había avisado a su padre —el único miembro de su familia que la había visitado esa tarde— del temor a que se le viniera la pared encima.

Don Fernando le había prometido mandar a algún mozo para que reforzara la pared con mortero, pero este nunca llegó. Lucía se había metido en la cama con más resignación que ira y mantuvo una actitud escéptica hasta que pudo conciliar el sueño. Tenía motivos para mostrarse desconfiada: hacía unas semanas se había desprendido un pequeño trozo de pared oculto detrás de su escritorio. Sin embargo, esa vez no había querido avisar a nadie para poder colocar metódicamente sus escritos en el hueco resultante. Le pareció el mejor escondite donde guardar palabras tan íntimas.

Impaciente porque Ángela viniera esa mañana con el desayuno, intentó distraerse recitando pasajes de la Biblia que se habían grabado a fuego en su mente desde niña. Que el derrumbe se hubiese producido a los pies de la cama y no sobre su cabeza despertó una actitud cristiana que dormía dentro de ella desde hacía mucho tiempo. Ángela entró y lo primero en lo que se fijó fue en el agujero.

—¡Cielo santo! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Está bien, señorita?

Habían pasado varias semanas hasta que Ángela pudo incorporarse al séquito de doncellas después de superar el cólera. Permanecer tanto tiempo en cama había desmejorado notablemente el aspecto de la joven, aunque su innata fortaleza interior contribuyó a una vertiginosa recuperación.

La enfermedad había cortado de forma abrupta la enfermiza dependencia que Lucía tenía en ella. Con doña Mercedes solo podía hablar de cosas nimias y eso la sacaba de quicio. Durante la ausencia de la doncella, la joven había magullado sus brazos y parte de su cara con mayor asiduidad. La vuelta de Ángela la salvó de asestarse heridas más profundas. La había echado enormemente de menos a pesar de que ahora que la volvía a tener cerca había notado un leve distanciamiento en ella.

—Gracias a Dios, no me ha aplastado la cabeza. Dile a mi padre que mande a alguien para tapar el agujero. Me da escalofríos solo de pensar que está ahí.

La doncella no se inmutó. Dejó la bandeja de desayuno sobre la mesa, absorta en algún pensamiento no expresado. Aquel silencio sirvió para que Lucía la examinara a conciencia.

—¿Cómo se llama? —preguntó Lucía.

—¿Quién?

—El hombre del que estás enamorada.

—Siento decepcionarla, pero no hay ningún hombre.

—Entonces, ¿por qué se pondría guapa una criada un día cualquiera?

—Hoy no es un día cualquiera: es Navidad. Y no me he puesto guapa. Me he recogido el pelo de otra forma. Eso es todo.

—No te hagas de rogar y dime quién es ese hombre —insistió Lucía con la tozudez que la caracterizaba.

—No sé qué quiere que le diga.

—Ya no me cuentas casi nada. Desde que enfermaste, te noto cambiada.

—Doña Mercedes me ha prohibido pasar tanto tiempo aquí.

—Eso, o no quieres admitir que es mi hermano Carlos el hombre del que estás enamorada.

A Lucía le herían profundamente las mentiras. Lamentaba que Ángela hubiese tenido que recurrir a una de ellas para excusarse y había decidido pasar al ataque directo para ver su reacción.

—¿Por qué dice algo así?

Ángela estaba absorta. ¿Cómo era posible que nadie en el hotel, incluso Clarisa, se hubiese percatado de sus sentimientos hacia Carlos y sí lo hubiese hecho una mujer que llevaba meses encerrada bajo tierra?

—Siempre lo he sabido, aunque nunca había tenido ocasión de decírtelo. Llevas diez años interesándote por él. Tendrías que ver tu cara cada vez que su nombre sale en nuestras conversaciones. Finges muy mal y mientes peor.

Era cierto. Pasaban los años y Ángela seguía sin saber mentir.

—Si ha acabado con las impertinencias, preferiría marcharme.

—Eso, vete, ¡desagradecida! —estalló Lucía en un imprevisible arrebato.

—No es necesario que me insulte, señorita Lucía. Comprenda que lo que yo sienta o deje de sentir es algo que no tengo por qué compartir con nadie.

—Algún día te darás cuenta de tu error. Me debes todo. Yo te enseñé a leer y te he hecho más lista. —Hizo una pausa para interpretar la última frase con mayor frivolidad—. Gracias a mí tienes algo de que hablar con mi hermano.

—Si está así porque se ha enterado de la visita de Mrs. Graham, le ruego que modere su carácter.

Aquellas palabras resonaron en la cabeza de Lucía con tal aspereza que fue inútil controlar su ira. El odio que sentía por Mrs. Graham era irracional, autodestructivo.

—¡Vete! ¡Ya no quiero verte!

—Lo siento, señorita Lucía, pensé que lo sabía. No quería alterarla —se excuso Ángela con la voz quebrada, temiendo haber cometido un error imperdonable.

—¡Vete, he dicho! Carlos nunca se enamorará de ti. Eres hermosa, pero solo eso. El uniforme que llevas no se va a transformar de la noche a la mañana en un vestido de princesa. Eso no pasa ni en los cuentos. Ni siquiera en los míos.

La doncella se marchó de allí con un nudo en la garganta y se cruzó en el pasillo con Benjamín. A pesar de la escasa luz, el camarero pudo percibir el brillo de emoción en los ojos de Ángela. A punto estuvo de cortarle el paso para preguntar por la causa de su languidez, pero la doncella avanzó impasible y entendió que no había otro motivo en aquel sótano que no fuera Lucía. Benjamín giró la llave en la cerradura lentamente, temeroso por lo que se iba a encontrar. Lucía corrió a sus brazos en cuanto le vio asomar la cabeza por la puerta.

—¡Benjamín! ¡Has venido! Pensaba que estabas tan enfadado que no volverías nunca. Te ruego que me perdones.

—Te perdono, mi vida. ¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Dios mío! —exclamó Benjamín clavando su vista en el boquete de la pared—. ¿Y este agujero?

—¿Has visto? He estado a punto de morir… ¿No tenías ganas de verme?

—No he dejado de pensar en ti toda la noche. ¿Y tú? ¿Tenías ganas?

—¿Cómo si no podría decirte en este momento que quiero irme de aquí contigo?

Lucía era fantasiosa y soñadora, no había motivos para creer sus palabras.

—¿Estás segura? ¿Lo has pensado bien?

—Te amo. Nadie me haría más feliz que tú. ¿Es necesario que lo piense más?

—Entonces, ¿estás dispuesta a salir de aquí para siempre?

—Cuanto antes, mi amor. No soporto estar encerrada en este cuarto que se está viniendo abajo. —Desató el lazo del medallón que colgaba sobre su pecho y se lo entregó—. Quiero que lo tengas unos días hasta que nos vayamos.

—Pero es de Ángela. ¿No deberías devolvérselo?

—No quiero oír hablar de esa desagradecida. Hoy no.

Podría haber indagado sobre el motivo de la discusión con Ángela, pero el camarero prefirió no romper la magia del momento y la abrazó con fuerza. Que le hubiese prestado aquel colgante, teniendo en cuenta el apego que Lucía le tenía, era un gesto muy generoso por su parte.

—Vamos a ser muy felices lejos de aquí —dijo Benjamín.

—¿Has pensado dónde iremos?

—Mi familia tiene una casa cerca de Sacedilla. Podríamos ir allí un tiempo hasta que compremos la nuestra.

—Estamos locos. —Lucía se echó a reír—. Nos buscarán por todas partes.

—Y les diremos que estamos enamorados y que no nos separaremos nunca.

Lucía apartó la vista y respiró hondamente, víctima de un repentino ataque de incongruencia.

—¿Qué te sucede? —preguntó Benjamín.

—He de pedirte un favor antes de irnos.

—Dime. Lo que sea. Estoy dispuesto a hacerlo todo por ti.

La predisposición de Benjamín era necesaria para que Lucía se atreviese a decir lo que su boca estaba a punto de balbucir:

—Quiero que mates a Mrs. Graham.

La cara de Benjamín expresó incomprensión. No había terminado de captar el evidente sentido de las palabras de Lucía.

—Mi amor, ¿te encuentras bien? ¿Sabes lo que estás diciendo?

Que Ángela le hubiese informado minutos antes de la presencia de Mrs. Graham en el hotel había provocado en Lucía un delicado estado emocional. Casi once años desde la boda de Lady y seguía atrapada en los mismos sentimientos de repulsa. Cada vez le resultaba más difícil vivir con esos ataques de ira, que le desfiguraban el rostro como si hubiese tenido el más terrible de los accidentes. «Te odio. Todo lo que quiero es verte muerta». Aquellas frases se repetían en su cabeza desde hacía tiempo. Era la primera vez que se atrevía a decirlas en voz alta. Ahora, con Benjamín frente a ella, era el momento de expulsar verbalmente los demonios que paseaban a sus anchas por su cabeza. El tono suplicante de Lucía certificó que lo que decía era verdad.

—Por supuesto que lo sé. Escúchame, por favor.

—No puedo. No hay nada que escuchar.

—Benjamín, estoy encerrada por culpa de esa maldita mujer.

—Eso no es verdad. Fueron tus padres los que eligieron dejarte aquí.

—¡Porque ella se lo dijo a todos! —Trató de calmarse en vano—. Me muero de angustia solo de pensar que ahora mismo está ahí arriba, pisoteando mi cabeza. Me produce náuseas… ¡La odio! ¡Quiero verla muerta!

—Deja que pase el tiempo.

—Han pasado más de diez años.

—¡Que pasen otros diez más! Estarás a mi lado. Yo te calmaré cada vez que te venga a la mente.

—¿Es que no lo entiendes? —exclamó Lucía con la voz entrecortada—. Si esa mujer no desaparece de mi vida, su sombra me perseguirá allá donde vaya.

—Lo siento, Lucía. No puedo hacerlo.

—¡Eres un necio! ¡Y un estúpido!

—Sería todo eso si aceptara tu propuesta. —Hizo una pausa para acercarse a la puerta—. Si quieres huir de aquí, hazlo porque amas a un hombre, no porque odias a una mujer.

Benjamín salió de la habitación y cerró la puerta con llave como de costumbre. Al otro lado, ella lloraba. El camarero se detuvo e imaginó la escena: Lucía acurrucada en la cama, golpeando el colchón con los puños cerrados. No se equivocaba. Poco después, Lucía cogería la pluma y escribiría una carta de perdón que el camarero nunca leería.