X - EL CUMPLEAÑOS DE ALICIA

Gran Hotel, Cantaloa, 1906

—¿Seguro que es por aquí? —susurró Alicia.

—No hay otro camino —dijo Julio.

Los jóvenes avanzaban por el oscuro pasillo del sótano con tímidos pasos, sosteniendo una vela en alto. Permanecer pegado el uno al otro era la única manera de aprovechar la escasa luz con la que contaban y evitar tropezones innecesarios. Julio agarraba delicadamente la cintura de Alicia, mientras esta le golpeaba suavemente contra su cadera.

—Cuéntame algo —dijo Alicia.

—Algo, ¿cómo qué?

—Algo que no me haga pensar que va a aparecer alguien en cualquier momento.

—Tranquila. Estamos solos.

—Da igual. Cuéntame algo.

Se hizo el silencio, solo resaltado por el sonido de una gotera.

—Diego te está preparando una fiesta de cumpleaños.

Alicia giró el cuello con brusquedad hacia el camarero.

—No sé si deberías habérmelo dicho.

—Querías que te contara algo.

—Algo que pudiera saber. Ahora tendré que fingir.

—¿Y qué problema hay? A las mujeres se os da de maravilla.

La leve ironía de él fue recibida con un palpable silencio por parte de ella. Si Alicia le concedía la menor beligerancia, se enzarzarían en una discusión innecesaria, así que prefirió tomárselo con indulgente buen humor.

—¿Y cómo va a ser la fiesta? —preguntó Alicia con curiosidad.

—No deberías saberlo.

—Ya sé que hay una sorpresa, ¿qué más da saber cómo va a ser?

—Lo siento, señora Murquía, voy a guardar el secreto.

—Los camareros no sabéis guardar secretos. Se os da mejor cuchichear que servir mesas.

A pesar de que Julio no le dio mayor importancia al comentario, Alicia enseguida entendió que acababa de soltar una impertinencia y que tenía que retractarse.

—Disculpa. No quería sonar brusca —dijo Alicia diplomática.

—Será un concierto de piano.

—¿De piano? Me encanta.

—Me alegra que te guste —replicó Julio para después continuar con la ironía—. Quería pedirte que me llevases a uno, una de estas noches.

—Sabes que lo haría encantada… Si pudiera —matizó la joven.

Acababan de alcanzar la puerta de la misteriosa habitación en la que habían aparecido los huesos. La olorosa humedad provocó en Alicia escalofríos que aguijoneaban todo su cuerpo. El chirrido de las bisagras los ensordeció un instante. La joven comenzó a toser.

—Esta habitación está llena de polvo.

—Lleva demasiados años cerrada.

Una corriente invisible hizo temblar el pabilo de la vela. A Alicia le invadió un repentino sentimiento de angustia. Su tía Lucía había pasado tantos días confinada en aquel cuarto tenebroso que era imposible no sentirse turbada y palidecer hasta el borde del desmayo. Julio se percató del malestar de Alicia cuando esta se llevó una mano al pecho.

El camarero acompañó a Alicia hasta una silla y la ayudó a sentarse caballerosamente.

—Aquí estarás mejor.

Ayala había retirado las sábanas que cubrían todos los muebles y, a pesar de la escasa luz que los acompañaba, se podía distinguir el armazón de un camastro, una mesilla de noche, un escritorio, una silla y un espejo de pie.

El joven acercó la vela a todos los rincones del cuarto, desafiando a las sombras a salir de su escondrijo. Aparentemente la habitación no albergaba más que muebles y polvo. Con esa luz tibia, era difícil encontrar alguna pista más que no hubiera sido hallada anteriormente por Ayala.

La conversación que Alicia había mantenido con Ángela la había ayudado a conocer mejor a su tía Lucía, pero seguía teniendo dudas acerca de su desaparición. Hacía dos días que Ayala había aportado unos tímidos datos sobre los huesos encontrados: pertenecían a una mujer de entre veinte y treinta años y, por la fractura del cráneo, sabía que esta había sido golpeada con fuerza. Julio y Alicia habían decidido bajar al sótano en busca de alguna pista que los llevara a confirmar la información del detective. Aunque después de respirar aquella asfixiante atmósfera, Alicia se replanteaba vagamente la teoría del suicidio.

—Aquí hay algo —informó Julio pasando sus dedos por la rugosa pared detrás del escritorio.

—¿Qué es?

—Parece una inscripción.

—Agárrame. Quiero verla.

Julio le estrechó la mano para conducirla hasta el hallazgo. Durante un instante Julio y Alicia permanecieron ausentes. A punto estuvieron sus mentes de olvidar el motivo que los había llevado hasta el sótano y ponerse a soñar con el otro. El roce de sus manos estaba cargado de intenciones. Todas ellas salpicadas de pensamientos reprimidos. No era la primera ocasión en la que se confesaban lo que sentían, pero hacía mucho tiempo de la última vez. Finalmente, prefirieron fingir insensibilidad como otras tantas veces.

—No veo. Acerca más la vela —pidió Alicia.

Por la escasa profundidad del surco de la inscripción, esta podía haberse realizado con la punta de una pluma estilográfica.

—Lucía —leyó Julio—. Y Benjamín.

—Ángela me dijo que él bajaba a verla todos los días. Debieron de hacerse muy amigos.

—Parece que fueron algo más. Mira aquí. —Julio señaló otra inscripción—. ¿Esto es un corazón?

—Eso parece.

Alicia clavó la mirada en Julio y un sudor frío recorrió su frente.

—¿Estás bien?

—El asesino del cuchillo de oro y mi tía estaban enamorados, ¿cómo quieres que esté?

—¿Crees que él la mató?

La joven se encogió de hombros. Se había quedado sin palabras.

—Eso confirmaría que los huesos son suyos.

—Y que no se suicidó —puntualizó Alicia. Después hizo una pausa larga para poner sus pensamientos en orden—. Vamos. Me da miedo estar aquí.

Alicia hubiese salido de aquel cuartucho con paso decidido de no ser porque la puntilla del bajo del vestido se había quedado enganchada en una especie de alcayata al lado de la inscripción de la pared. El tirón desgarró el bordado además de ensuciarlo. Julio se agachó para desprender el vestido de la alcayata y, al tirar, se dio cuenta de que aquel trozo de pared podía desprenderse sin problemas.

—Espera —dijo Julio.

Acababan de encontrar la pista que, inconscientemente, estaban buscando.

* * *

Era casi de noche cuando Julio y Alicia pudieron encontrarse de nuevo en la habitación de este. Julio sacó el fajo de escritos de Lucía que habían encontrado oculto tras la pared del sótano y los dos comenzaron a leer. Entonces, hubo un fuerte golpe en la puerta y se apresuraron a guardar los papeles debajo de la cama del camarero. Pronto se dieron cuenta de que el susto había sido innecesario: era Andrés.

—¿Qué es eso tan importante que me tenéis que enseñar?

—Ayúdanos a leer esto —ordenó Julio, sacando de nuevo los papeles de debajo de la cama.

—¿Qué es? —preguntó Andrés.

—Cosas que escribió mi tía durante su encierro.

Hacía días que habían puesto a Andrés al corriente de toda la información de la que disponían sobre Lucía y el misterioso cadáver del sótano.

—Entre los tres acabaremos antes —puntualizó Julio.

—¿Por dónde empiezo?

Alicia le entregó un montón de papeles y cada uno buscó un rincón en la habitación para usarlo como punto de lectura. Tras media hora de retiro silencioso, Andrés fue el primero en abrir la boca.

—No entiendo la mitad de lo que hay escrito. Está desordenado.

—Es difícil de seguir. Parece un diario —comentó Julio.

—Es una novela —puntualizó Alicia—. Le encantaba escribir.

—Pues menos mal que no llegó a publicarse.

Julio reprendió a Andrés con la mirada.

—Lo siento, es que no entiendo nada.

—En esta parte no habla más que del faro del acantilado y de lo que le gustaría vivir en él —dijo Julio-No hay mucho donde rascar.

—Aquí habla de su familia. Creo —afirmó Andrés.

—¿Cómo pudieron encerrarla en ese sótano? —preguntó Julio.

—Tenía que ser muy angustioso saber que unos metros por encima de tu cabeza la vida seguía como si nada —pronunció Alicia con la mirada distante.

La joven arrugó la frente y siguió leyendo. Julio y Andrés la imitaron casi al instante.

—Un momento, aquí hay una carta para Benjamín —dijo Andrés, incorporándose como un resorte.

—Léela —ordenó Alicia.

Querido Benjamín:

He decidido escribirte esta carta para entregártela cuando vengas a verme. La escribo con el firme propósito de pedirte perdón, que nunca está de más en estas fechas tan cristianas.

Siento haberme comportado como una niña caprichosa cuando te pedí aquel urgentísimo favor. Entiéndeme que jamás te habría insultado si hubieses accedido desde el principio, pero si hay algo que no soporto en ti, es tu tozudez. Estarás pensando que eso no es excusa para difamarte como lo hice. Tienes razón, vida mía. Te ruego aceptes mis disculpas desde el momento en el que termines de leer estas líneas.

Asimismo, te invito a que reflexiones de nuevo sobre mi petición. Sé que al principio puede parecer una locura, pero créeme cuando te digo que es la única solución para poner fin a tantos días de tortura. Entiende también que jamás huiría contigo, como tanto deseas, si no accedes a mi propuesta.

Me prometiste hacer todo lo que estuviera en tus manos para verme feliz. No hay nada en el mundo que me haga más feliz que digas que sí.

Sueño todos y cada uno de los oscuros días contigo. Pienso en ti a cada segundo que pasa en el reloj imaginario de mi cabeza. Siento que estamos hechos el uno para el otro como nadie jamás lo había estado antes.

Te lo suplico, acepta todo cuanto te digo.

Te ama, te quiere y te respeta,

Lucía Alarcón

P. D.: Puedes quedarte el medallón los días que quieras. Me siento segura sabiendo que está en buenas manos.

—¿A qué se refiere? ¿Cuál sería ese favor? —preguntó Julio con gran inquietud.

—No lo sé, pero debía de ser muy importante que Benjamín la ayudara —contestó Alicia.

—Aquí hay una fecha. Veinticinco de diciembre de mil ochocientos sesenta y nueve —comentó Andrés.

—Tan solo unos días antes de su desaparición —matizó Julio.

—Lo que le pidió estaba fuera de su alcance —murmuró Alicia, ensimismada.

Los tres jóvenes intercambiaron miradas dubitativas. No disponían de mucho más tiempo para iniciar un debate. El día comenzaba a declinar y había que servir la cena.

* * *

—Echa un vistazo en Santander, querida. Busca otra tela para el otoño.

Doña Teresa soltó sobre la cama el muestrario de telas que una modista de mediana edad le había traído desde Cantaloa.

—Pensé que el amarillo sería más adecuado para el otoño, señora.

—Unas cortinas de este color es como tener a alguien chillándome al oído todo el santo día.

La modista, mujer de mano hábil pero dudoso gusto, obedeció y salió de la habitación de doña Teresa con el ceño fruncido. En el quicio de la puerta se cruzó con Alicia, que iba vestida con un elegante traje de fiesta color malva. La modista la examinó de arriba abajo y se preguntó si ese sería el color adecuado para el otoño, tal y como le había indicado doña Teresa. Después se marchó.

—¡Madre! ¡Ya ha vuelto!

Y corrió a abrazar a doña Teresa.

—¿Qué tal, hija? ¿Cómo ha ido todo sin mí?

—Buscas que te diga que todo ha sido un desastre.

—Y sé que lo ha sido. Ángela me ha puesto al tanto de lo que ha ocurrido en el sótano. —A doña Teresa se le agrió el gesto—. ¡Cielo santo! ¿Cuándo van a dejar de aparecer cadáveres en este hotel?

—Cuando alguien se digne de una vez a desvelar todos los secretos.

—Siento decepcionarte, pero en este caso no hay ningún secreto. Nadie sabe de quién es ese cadáver.

—¿Y si es el de la tía Lucía?

—Tu tía se suicidó. Ya te he contado esa historia mil veces. —Doña Teresa prefirió cambiar de tema no porque ocultara algo, sino porque no le apetecía hablar una vez más del tema—. Estás preciosa, hija.

—Yo también pienso lo mismo —añadió Diego desde la puerta.

Doña Teresa y Alicia se dieron media vuelta. Diego también estaba impecable, ataviado para la ocasión.

—¿Cómo ha ido el viaje? —le preguntó a doña Teresa.

—Aburrido. Cada vez soporto menos esas reuniones de hosteleros.

—Podría haberme enviado a mí.

—Podría…, pero quería que la reunión saliera bien dijo doña Teresa con evidente sarcasmo.

—¿Acaso duda de mi profesionalidad?

—Diego, por favor… A estas alturas todos sabemos que habrías acabado de clubes, disfrutando de la noche de Madrid. Había que trabajar, querido.

—¿Habéis acabado ya? Es mi cumpleaños.

Oír la dulce voz de Alicia, interrumpiendo la conversación como una niña que reclama toda la atención, enterneció a Diego. Después se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo de seda blanco.

—¿Estás preparada?

Alicia conocía perfectamente la sorpresa que le esperaba en el salón, pero fingió desconcierto y nadie sospechó de su actuación:

—Preparada ¿para qué? ¿Qué vas a hacer con ese pañuelo?

—Cierra los ojos —instruyó él.

Alicia se dejó atar el pañuelo sin desdibujar la sonrisa de su boca.

—¿Ves algo?

Negó con la cabeza.

—Estupendo. No quiero que veas nada hasta que no lleguemos al salón.

El camino de la habitación de doña Teresa hasta el salón transcurrió sin sobresaltos. Varias doncellas se habían cruzado con ellos y se habían reído puerilmente, sabedoras de la sorpresa que le esperaría a la joven en la planta baja. Diego condujo hábilmente a Alicia por las escaleras hasta llegar al balcón que presidía el salón. Le quitó la venda de los ojos y lo que Alicia se encontró frente a ella era justo lo que esperaba.

—¡Sorpresa! —gritaron los más de cincuenta invitados al evento.

Alicia recorrió la sala con un vistazo rápido. Vio a Julio, que servía vino a los invitados, y le envió un inarticulado mensaje de gratitud. En el fondo, solía retraerse con este tipo de sorpresas y haberla sabido antes de tiempo le había evitado un mal trago. Después, miró a Diego con cándido asombro y le dio un beso en la mejilla.

—La sorpresa no ha terminado.

Diego chasqueó los dedos a uno de los camareros que tenía a sus espaldas y le dijo algo al oído. El camarero bajó las escaleras con paso decidido y se acercó hasta un señor de mediana edad, algo extravagante en su manera de vestir, que saludó a Alicia con una reverencia y se sentó al piano. Se hizo el silencio y el pianista comenzó a resbalar los dedos por el teclado con maestría dando paso a la Sonata número 23 de Beethoven.

Alicia sabía distinguir una buena melodía de otra mediocre. Su padre, don Carlos, había sido un excelente pianista con un inaudito oído musical. Que Alicia fuera esa noche capaz de afirmar que aquel señor estaba dando una fabulosa lección de piano a todos los presentes era mérito de las horas que había pasado con su padre junto a aquel teclado.

La música dejó de sonar pasadas las diez de la noche. Tras la merecida ovación, Alicia abrió la caja que Lady acababa de entregarle.

—Espero que te guste, hija —dijo Lady con una sonrisa de oreja a oreja.

—Usted siempre acierta.

—No te quites méritos. Con esa hermosura, no hay nada que te siente mal.

Los pendientes de esmeraldas que había dentro de la caja dejaron boquiabiertos a Alicia y Diego. Eran muchos los años —y los regalos— que Lady le había hecho a la joven y siempre conseguía enmudecerla. Esta vez, había decidido regalarle unos pendientes que su difunto marido, lord Wimsey, le hubo entregado a ella poco antes de morir. El valor sentimental de aquella joya era incalculable, y haberle obsequiado a Alicia con ella era una muestra del gran cariño que esta mujer sentía hacia la joven.

Alicia hubiese pasado más rato agradeciéndole el detalle, de no ser porque Ayala y Hernando acababan de asomarse por la puerta. Trató de encontrar una excusa creíble para alejarse del bullicio de la fiesta y convino que la mejor de todas sería la de salir al jardín con la intención de saludar a unos invitados.

—Iré contigo —susurró Julio al pasar al lado de Alicia.

La joven se encontró con Ayala y Hernando en el vestíbulo. Al instante, Julio llegó tras ella.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Alicia a Ayala.

—Cumple usted los años con mucha dignidad. Sentimos interrumpir la celebración.

—Hemos descubierto algo nuevo —informó Hernando.

—¿Hemos? Tu uso del plural mayestático resulta cada vez más irritante —interrumpió Ayala, sarcásticamente.

—Tengo que volver al salón cuanto antes. Les ruego que sean breves —ordenó Alicia con aplomo.

—Me temo que el cadáver no es el de su tía Lucía —informó Ayala.

Alicia y Julio se miraron con incertidumbre.

—Pero todo apuntaba a que era ella y que Benjamín pudo haberla asesinado —añadió Julio.

—No hemos encontrado ninguna incisión que se corresponda con las realizadas por el asesino del cuchillo de oro. Además, una mancha en el fémur derecho nos informa de que la muerta habría pasado una tuberculosis de niña y ese dato nos remite a otra mujer que desapareció por las mismas fechas.

—¿Quién?

—Solo hay dos personas que saben quién es —continuó Ayala con solemnidad—. Y una de ellas es su madre.

—No creo que mi madre quiera colaborar en estos momentos.

—Entonces necesitamos ver a otra persona. —Hizo una pausa para tragar saliva. Esperó a que Hernando continuara la frase, pero este había decidido callar, molesto por la interrupción abrupta que Ayala había hecho al inicio de la conversación—. Llevadnos hasta Ángela.

—Los acompañaré yo —informó Alicia a Julio—. Tú vuelve al salón. Te echarán de menos antes que a mí.

* * *

Encontraron a la gobernanta en el comedor del servicio completando el listado con los turnos de doncellas para el próximo día. Tras preguntarles el motivo de su presencia, Ángela prometió hacer todo el esfuerzo posible por recordar, dispuesta a colaborar. El cariño que sentía por Lucía iba más allá del rechazo que le producían aquellos dos hombres. Llevaba días sin dormir bien, evocando fantasmas del pasado. La gobernanta, más que ninguna de las personas que estaban en ese momento frente a ella, quería poner punto y final a ese inquietante caso.

—Hubo otra desaparición por esas mismas fechas —explicó Ayala—, y esta coincide con el análisis de los huesos que habíamos hecho. Mujer de entre veinte y treinta años, como la señorita Lucía. Pero no es ella.

Ayala levantó el mentón, indicando a Hernando que sacara una foto amarillenta del bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Conoce usted a esta mujer? —preguntó Hernando.

A Ángela no le hizo falta estudiar la fotografía para saber de quién se trataba. Arrugó la frente y se llevó la palma de su mano derecha al pecho.

—Por supuesto que la conozco —sentenció la gobernanta.