IX - TIERNA OBSESIÓN

Era uno de esos días de calor insoportable en los que el tiempo parece detenerse. Los abanicos, que las damas alojadas en el hotel blandían, servían de poco, salvo para remover el aire caliente, teniendo que soportar las altas temperaturas embutidas en sus ceñidos corsés.

Hicieron a caballo el camino hasta el lugar donde se habían iniciado las obras del ferrocarril. Don Fernando y doña Consuelo montaban el mismo purasangre, mientras Carlos, Ricardo y Mr. Graham iban sentados en sus respectivos caballos. A Carlos hacía un rato que le zumbaban los oídos por el sonido de las cigarras. Evocó el verano pasado. El último en París. Había sido un verano insólitamente caluroso, pero no alcanzó, ni por asomo, las temperaturas que Cantaloa estaba soportando estos días.

Montones de escombros daban la bienvenida a las obras de la línea ferroviaria Santander-Cantaloa. El aire estaba lleno de ruidos de palas, martillos y herramientas de albañilería. Decenas de hombres trabajaban colocando estacas de madera en el lugar donde iban a implantarse las vías del tren. A pesar del bochorno, los mozos cargaban, de dos en dos, las maderas con gran entereza. Todos permanecieron subidos en sus caballos. Todos excepto doña Consuelo, que bajó de él con una elegancia inusitada y caminó varios metros hasta colocarse, estratégicamente, bajo la sombra de un olmo.

Una multitud de mosquitos anegaba el aire.

—Hijo, saca el vinagre de sidra. Esto no hay quien lo aguante —ordenó don Fernando a Ricardo mientras aplastaba un mosquito sobre su pierna.

Entre los meses de junio y septiembre, los mosquitos eran los dueños de la costa. En verano, en cuanto dejaba de soplar la brisa del mar, lo invadían todo. El vinagre de sidra era la única loción que aliviaba el dolor de las picaduras.

Ricardo hurgó en las alforjas que colgaban del caballo sin éxito.

—Padre, creo que he olvidado la botella en las cuadras.

—Lo extraño es que no hayas olvidado la cabeza —dijo don Fernando en evidente tono de burla.

Carlos ni se inmutó. Contemplaba las obras, orgulloso, como si fuera el director de una gran empresa internacional. El esfuerzo estaba mereciendo la pena, aunque la propuesta no fuera aceptada por el gobierno local desde el principio, ni por su propio padre. Varios políticos la habían tildado de locura y se burlaron de lo que consideraron un «ferrocarril a ninguna parte». No obstante, Mr. Graham y Carlos acabaron convenciendo a don Fernando de las ventajas del negocio y juntos presentaron una nueva propuesta en la que instaban a los empresarios a participar en el proyecto. El negocio ferroviario era una aventura mayúscula. Una oportunidad de negocio para transformar la economía de la zona, perfeccionando la industria de hierro para la creación de las vías.

Tras la presentación de esta nueva propuesta, no hubo objeciones. Los gobernadores se habían dejado convencer ante el ímpetu de Carlos y la vasta experiencia de Mr. Graham. El tándem anglo-español había surtido efecto. Mientras Mr. Graham negociaba las inversiones, Carlos supervisaba las obras.

Don Fernando sentía que había dado un paso de gigante al aceptar hacer negocios con el inglés. Algunas veces, mientras meditaba en soledad, un súbito miedo al fracaso le recorría todo el cuerpo. Había invertido mucho dinero en aquel proyecto y nada podía salir mal. Cuando eso ocurría, la única manera que tenía de tranquilizarse era persuadiendo a su conciencia de que había tomado las decisiones correctas. Después recordaba las cartas que había recibido del rector de la universidad parisina, en las que alababa a Carlos, al que calificaba como «l’élève qui promet le plus de toute l’Université»[3]. Ese pensamiento, quizá, era el que mejor sosegaba su inquietud. Si Carlos, el heredero, con su brillante inteligencia, había decidido implantar el ferrocarril como una apuesta para el futuro con tal convicción, don Fernando no tenía por qué sentirse inseguro.

—La rapidez con la que están avanzando las obras es sencillamente fascinante —dijo el inglés.

—¿Cómo será finalmente el ancho de las vías? —preguntó don Fernando.

—Tendrá la medida europea —indicó Carlos—. Hay que pensar en el futuro. Este tren podría llegar a Francia.

—Esté tranquilo, don Fernando —dijo Mr. Graham—. Cantaloa no va a tener nada que envidiar a Norteamérica.

Don Fernando le dedicó una bonita sonrisa a su esposa, que se la devolvió, complacida de sí misma por tenerlo como marido. Después, dirigió la mirada a un grupo de mozos que cavaban un agujero en la tierra al lado de un riachuelo. Uno de ellos, rudo, corpulento, con más aspecto de líder que el resto, discutía acerca de la organización del trabajo mientras sostenía una pala de gran tamaño.

—¿Qué hacen esos hombres? —preguntó don Fernando.

—Están cavando un pozo para el suministro de agua —explicó Carlos.

—¿Tan cerca de las obras?

—Prefiero que beban aquí a que tengan que caminar hasta el arroyo.

—Pues no parecen muy contentos…

—¡Eh! ¡Tú! ¡Ven aquí! —gritó Carlos al hombre rudo.

Como el hombre no se inmutó, Carlos silbó algo desafinado y lo hizo acercarse con un gesto. El peón tiró la pala en el hoyo cavado y caminó hacia el joven, dejando una polvareda tras sus pisadas.

—¿Qué les dices? —preguntó Carlos.

—Buenos días, señores —dijo el hombre mientras retiraba la gorra sudada de su calva—. Quiero que caven más rápido. El pozo ya debería estar terminado.

—¿Y por qué no lo está? ¿No basta con los que sois?

—Acabaríamos antes con un par de hombres más, señorito Carlos.

Carlos alzó una ceja ante la propuesta velada que el trabajador acababa de hacer.

—Si quieres dos hombres más, tendría que sacarlos del trabajo en las vías —intervino Mr. Graham.

—También podría cogerlos del pueblo, señor —informó el trabajador—. En Cantaloa todavía hay mozos que están esperando a que los llamen.

—No quiero pagar un solo jornal más.

—Entonces el pozo no estará terminado a tiempo.

La insistencia de aquel hombre endureció el rostro de Mr. Graham. Ricardo, que llevaba un buen rato examinando sus gestos, malinterpretó la mueca de reserva del inglés y dio por hecho que se trataba de una muestra de exasperación, en vez de un gesto reflexivo.

—No deberíamos discutir esto ahora. Estamos frenando el ritmo de trabajo —afirmó Mr. Graham.

—Más se frenará si no reunimos a los hombres necesarios, señor —insistió el trabajador.

—¿Cómo se atreve a hablar así a Mr. Graham? ¿No teme usted las consecuencias? —intervino Ricardo.

Acto seguido le arreó un puntapié en la cara y lo tiró al suelo. Todos los operarios volvieron la vista hacia los protagonistas de aquella violenta escena.

—¡Apártate, escoria! —gritó Ricardo.

Al sofocante calor del ambiente, se unió el calor corporal que Carlos sintió, repentinamente, por la desafortunada actitud de su hermano. El joven amarró con tanta rabia las bridas del caballo que este comenzó a removerse. Don Fernando y doña Consuelo intercambiaron una fugaz mirada de desconcierto.

—¿Estás loco? ¿Por qué has hecho eso? —preguntó Carlos.

—Le estaba perdiendo el respeto a Mr. Graham.

—Solo estábamos charlando —aclaró el inglés.

La sentencia del inglés derivó en un rubor inmediato en las mejillas de Ricardo. Una vez más, acababa de fracasar en sus intenciones.

—Disculpe, señor —dijo Carlos al trabajador—. Mañana tendrá dos hombres más para que pueda avanzar.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

El hombre se levantó del suelo y pasó su mano polvorienta por la herida que Ricardo le había abierto en el labio.

—No traes el vinagre, nos haces quedar en ridículo delante de todos estos trabajadores. ¿A qué has venido? —espetó don Fernando.

—Disculpe, padre…

—¡Cállate! —estalló Carlos con un grito—. No quiero volver a verte cerca de aquí.

Carlos dio las instrucciones precisas a su caballo para darse media vuelta. No quería estar cerca de su hermano hasta que no se le pasara el enfado.

Es fácil imaginar en qué estado se encontraba Carlos tras la estupidez que acababa de cometer su hermano. Repetidas veces estiraba de la correa para que su caballo aminorara el paso, mientras refunfuñaba. No estaba dispuesto a volver al hotel hasta que no oscureciera. En aquel momento, en su estado de nervios, estaba completamente convencido de que nunca podría confiar en él para hacer negocios.

La distancia que los separaba era abismal. Que el tren de Cantaloa se iba a construir gracias a Carlos era algo que se sabía hasta en la capital. Pero Ricardo había insistido a don Fernando para que lo dejara participar de los negocios de su hermano a cambio de una profunda sumisión y un inmejorable sentido de la responsabilidad.

Todos lo habían creído. Ricardo tenía veinticinco años, ya no era ningún crío y, a pesar de no haber tenido la excelente formación de Carlos, había demostrado cierta destreza en el trato con la clientela del hotel durante la ausencia de este. En más de una ocasión, doña Consuelo había animado a su marido a incluir a Ricardo en sus reuniones con otros empresarios. Era por todos sabido que el mediano de los hermanos Alarcón no contaba con la facilidad de palabra de Carlos, pero la verborrea de este podía compensarse tibiamente con el saber hacer de Ricardo.

El golpe que su hermano había asestado a aquel pobre hombre les podía costar caro. La prensa andaba detrás de cada paso de la construcción del ferrocarril y, con frecuencia, solían aparecer columnas en las que se detallaban las anécdotas de aquella ambiciosa obra. Carlos pensó que, quizá, deberían haber pagado a aquel peón para que mantuviera la boca cerrada, pero desechó la idea tan pronto como entendió que pagarle supondría un escándalo mayor.

Esperó un buen rato sentado en su caballo y los minutos se llevaron parte de su irritación. El sol ahora calentaba sus rodillas. Un gato flaco se plantó delante de él impidiéndole el paso. El animal extendió las patas delanteras y fijó la mirada en Carlos con actitud desafiante. Después dio un salto en un prolongado movimiento y desapareció tras los arbustos. Carlos había seguido con la vista al felino hasta que este se había ocultado entre la vegetación. El maullido con el que se había despedido el animal se fundió, repentinamente, con un gritito femenino al otro lado de la espesa arboleda que flanqueaba al joven. No tenía prisa por volver al hotel y, además, sentía una gran curiosidad por saber de dónde provenía aquella voz.

El joven avanzó lentamente con el caballo y penetró en el bosque en busca de una pista que le indicara la dirección del sonido. El sol cegó por un momento sus ojos, como un resplandor fugaz en la oscuridad, y Carlos recobró la visión adivinando, a escasos metros de él, la figura semidesnuda de Ángela a la orilla de un arroyuelo. Si alguien le hubiese preguntado alguna vez por la grata sensación que inundó su cuerpo en ese momento, Carlos jamás habría podido encontrar las palabras precisas. La imponente imagen que tenía frente a él le había privado hasta de su propia cordura.

Ángela disfrutaba de un agradable baño acompañada de Clarisa, que se secaba al sol encima de una roca sin importarle la incomodidad de sus aristas. El agua resbalaba insonora por el cuerpo de la doncella dejando entrever, a través de la blancura de las enaguas y del corsé, su preciosa silueta femenina. Carlos sintió que cruzar aquellos arbustos sería como traspasar la frontera a otro mundo.

—¡Cógela! —gritó Clarisa, lanzando una piedra al agua.

—¡Estás loca! ¿Cómo voy a saber cuál es? Aquí hay millones de piedras.

—Pero no todas son iguales.

Ángela contuvo la respiración y se sumergió mientras sus cabellos quedaban desparramados en la superficie. Carlos permaneció quieto y la observó con la admiración con la que se observaría a una ninfa.

Cuando ella emergió unos segundos más tardo con una piedra en la mano, Carlos sintió una punzada en el pecho, señal de aquella muchacha le importaba más de lo que él creía. Eran ya muchas las noches que Carlos había soñado con sus ojos negros que se fundían en la oscuridad circundante. Y cuando esos pensamientos tontos y románticos asolaban su mente, Carlos intentaba reprimir en vano cualquier intento de fantasear con una doncella.

—¿Es esta? —preguntó Ángela, mostrando la piedra a Clarisa.

—Déjame ver.

Ángela salió del agua. Mojada. Con paso lento, pisó con gracia la escasa hierba y se dirigió hacia la roca donde estaba tumbada Clarisa. Carlos la observó toda de una vez, para detenerse después en el chorro de agua que emanaba de la punta de su cabello azabache hacia el hueco de sus nalgas. La imagen se grabó en su retina como el destello impactante de un eclipse de sol.

La excitación de Carlos era una evidencia. Sus pensamientos comenzaron a caldear el ambiente —más si cabe— y se consintió una fantasía: Ángela avanzaba, desnuda, hacia él en la oscuridad de su cuarto; él apretaba con fuerza sus firmes senos atrayéndola hacia su cuerpo. Carlos volvió en sí y sintió un deseo irrefrenable de poseerla en aquel mismo momento, aun cuando una voz interna insistía en que no fuera más allá. Daba igual. Ángela era para él algo más que una simple atracción y había tenido que verla prácticamente desnuda para darse cuenta de ello.

El sol seguía apretando con tanta fuerza que el caballo emitió un rebufo tan quejumbroso como inoportuno. Ángela se dio media vuelta y vio la figura de un hombre a caballo. La doncella se cubrió los pechos y el pubis con la elegancia de una Venus púdica esculpida con finura: «¿Quién era aquel hombre que miraba con tanto descaro?».

La doncella aguzó la vista hasta reconocer la figura de Carlos. Ciertas miradas que duran un instante de más pueden activar un sentimiento prohibido. Él se encogió glacialmente y azotó a su caballo para huir de allí. Ella observó su marcha, deseosa de saber el efecto que había causado en él.

El corazón le aporreaba fatigosamente el pecho. Llevaba varias horas intentando dormir, pero no era capaz de conciliar el sueño. Ángela prefirió salir de la habitación e ir a la cocina a por una infusión antes que despertar a Clarisa, con la que dormía en la misma cama.

La doncella se deslizó sigilosamente por la cama hasta poner los pies desnudos en el suelo, donde la madera crujió caprichosamente. Clarisa agarró un extremo de la almohada y lo dobló, colocándolo encima de su oreja. Solía hacerlo de una manera inconsciente cada vez que un sonido amenazaba con perturbar su sueño. Ángela se atrevió a dar otro pasito al frente y este fue seguido de varios más rápidos hasta alcanzar la puerta. Una vez allí, se dio cuenta de que acababa de cometer una torpeza: había olvidado coger el candil, que estaba encima de la mesilla de noche. Consideró que era demasiado arriesgado deshacer sus pasos y prefirió orientarse con las tímidas velas que quedaban encendidas de noche para la comodidad de los clientes.

Hacía días que notaba un agudo dolor en su cabeza que de noche se acrecentaba. Doña Mercedes le había dado de beber unas hierbas derivadas de algún opiáceo y, aunque notaba una instantánea mejoría, el dolor reaparecía con mayor intensidad cuando se pasaba su efecto narcotizante. Se había convencido de que la tarde libre que disfrutó junto a Clarisa en el arroyo hacía una semana había sido exageradamente calurosa y, quizá, tomó más sol del que debía. No obstante, el dolor era cada vez más fastidioso y parecía lejos de querer remitir.

Ángela avanzó por el pasillo hacia un candil que estaba estratégicamente colocado encima de una consola de pino pulimentado, situada en el corredor que conducía a las habitaciones de los clientes. El acto de acercarse hasta la zona de huéspedes para recoger el candil le amilanó y, por un segundo, no se atrevió a continuar con sus pasos. El silencio de la oscuridad del hotel era apabullante. Los pasillos, que de día eran un escenario radiante en el que los clientes sacaban a paseo su fanfarronería, de noche se tornaban tenebrosos.

Ángela se envalentonó en el momento en el que sintió una punzada en su cabeza. Si quería acabar con aquel dolor, debía coger el candil y acercarse a la cocina cuanto antes. Sin mayor dilación agarró la lámpara de aceite y la encendió. Con el titileo de la vela, la doncella se sintió segura y sus pasos se ralentizaron ligeramente. La consecuencia inmediata del cambio de velocidad fue que Ángela tomara conciencia de todo cuanto la rodeaba y un espejo de pie con hojas de acanto doradas en el marco, colocado en el rincón de una habitación que estaba abierta, llamó su atención hasta el punto de tentarla para acercarse a él.

La doncella contempló su reflejo como un espíritu nocturno. Si bien no era la primera vez que se veía de pies a cabeza —fue a las pocas semanas de llegar al Gran Hotel en la habitación de doña Consuelo—, sí era la primera ocasión en la que podía examinarse pausadamente. Ángela fue súbitamente consciente del cambio que su cuerpo había experimentado en los últimos años. Debajo de aquel camisón blanco se ocultaba aquello que no había permitido todavía que ningún hombre tocara.

Tras ella, lo que Ángela vio fue el reflejo de sus turbios pensamientos. Carlos la observaba con la admiración de un espectador delante de una obra maestra mientras sonreía feliz de estar allí en el preciso instante en el que ella también había decidido estarlo. La noche se había tornado inútil para el joven. La cena de negocios junto a hosteleros franceses había concluido antes de lo esperado. Sin el menor atisbo de somnolencia, Carlos había preferido vagabundear por los pasillos del hotel hasta que cayera preso del sueño.

El joven se había detenido en seco al ver a Ángela frente a aquel espejo y ahora la miraba exactamente igual que cuando la vio salir del arroyo. La gracia de su espalda volvía a materializarse frente a él. Quería sentirla cerca. Se acercó con paso lento y posó sus cálidos brazos alrededor de la cintura de la doncella. Ambos sintieron un deseo que solo podía acabar en el estallido de la pasión.

—Mírate. Eres preciosa.

Hubiese preferido agradecérselo con alguna palabra, pero Ángela solo pudo mostrarle una sonrisa.

—No sabes cuánto deseaba estar así contigo —susurró Carlos al oído de la doncella.

—No deberíamos estar haciendo esto.

—Todavía no estamos haciendo nada.

—Carlos, yo…

Ambos fueron conscientes de que Ángela acababa de tutearlo, dejando a un lado las formalidades. La doncella quiso rectificar, pero Carlos no se lo permitió.

—Me gusta que me llames así. Me hace sentir más cerca de ti.

—Pero eres un Alarcón. No puedo estar sintiendo esto.

—Dime qué sientes, por favor —dijo Carlos en tono suplicante—. Dime que sientes lo mismo que yo.

—Me siento aturdida en tu presencia. Yo… no sé qué hacer.

Carlos estaba excitado y Ángela lo notó en la curva de su espalda. El joven se sentía libre. No quería reprimir ninguna sensación. Recordó el aire cálido de aquel atardecer estival junto al arroyo y un escalofrío envolvió su cuerpo como un abrazo. Ángela sabía que rendirse a algo tan placentero debía de estar mal. Tenía la misma sensación cuando leía o cuando holgazaneaba en su tiempo libre. La doncella rehuyó a la sutil caricia que Carlos había iniciado con el pulgar de su mano derecha por uno de sus pechos. Ángela se dio media vuelta y retrocedió un paso. Carlos interpretó el movimiento como una estrategia femenina para llevarlo hacia la esquina en penumbra, y avanzó su cuerpo para pegarlo de nuevo al de ella.

—Cuando te marchaste a París, me quedé muy triste —murmuró Ángela—. Pero con el tiempo me di cuenta de que era lo mejor que podía haber pasado.

—Tú sabías esto antes que yo, ¿verdad?

—Lo supe desde la primera vez que te vi, pero nunca pensé que fueras a sentir lo mismo. Soy una doncella.

—Eres mucho más que eso.

Ambos tenían miedo de equivocarse en sus palabras. No querían decir algo con lo que el otro no estuviera de acuerdo. Hasta ahora había sido así.

—¿Por qué estamos perdiendo el tiempo hablando si podemos decirnos lo mismo desnudos? Déjame hacerte el amor —propuso Carlos acercando el rostro de Ángela hacia sus labios.

La doncella se resistió, tímidamente, inclinando la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué no me dejas? —insistió el joven.

Después pensó que su pregunta había sido un tanto injusta y trató de remediarla con la dulzura de su mirada. Egoístamente, esperó a que fuera ella la que mencionara la dichosa barrera que los separaba.

—No podemos hacerlo. Nunca podremos —suplicó Ángela.

—No tiene por qué saberlo nadie.

—Todo se acaba sabiendo en este hotel…

—Lo negaría —interrumpió Carlos elevando ligeramente la voz—. Diría que jamás podría sentir nada por una doncella…, que son rumores de clientas que no tienen otra cosa que hacer… Me creerían, Ángela. Por supuesto que me creerían.

—¿Y qué pasaría después? Tu familia…, doña Mercedes…, todos estarían pendientes de nosotros.

Obviamente, Ángela hablaba de los inevitables sentimientos que nacerían de un acto tan íntimo. De todas las sensaciones que los torturarían al saber que no podrían volver a acariciarse.

—No pienses en lo que pasaría —dijo Carlos—. Piensa en lo que está a punto de pasar.

Carlos posó sus manos en las nalgas de la doncella. Pensó que ella se acobardaría, pero Ángela clavó su mirada en el joven con determinación. Había decidido callar. Las palabras no ofrecían ninguna salida y era mejor dejarse llevar por la autenticidad del momento.

Después se besaron con ternura y disfrutaron del sabor de sus labios durante un largo instante. Carlos moldeó con sus manos las curvas de Ángela. Ella clavó sus uñas en la espalda del joven con una mezcla de posesión y fogosidad. La tela de su camisón se había convertido en la piel de una serpiente que estaba a punto de ser mudada. Carlos arrugó la prenda en pequeños pliegues a la altura de su espalda, provocando que el camisón ascendiera. No había por qué frenar aquel arrebato juvenil, pero Ángela no se atrevió a seguir adelante. Se separó de Carlos como si estuviera siendo mancillada y huyó de la habitación.

Lo que quedó establecido aquella noche entre ambos es que habían dejado el camino preparado para enamorarse.

* * *

Aquella tarde el ambiente del salón era esencialmente femenino. Doña Consuelo, doña Margarita y Teresa tomaban té mientras cuchicheaban sobre la conversación de las jóvenes de la mesa de al lado en torno a los caballeros que las habían sacado a bailar en la última recepción. Las jóvenes habían dispuesto sobre la mesa sus carnés de baile y comparaban el número de hombres que tenían apuntado en cada uno.

—Nunca me hizo falta tener uno de esos —comentó doña Margarita—. El primer hombre que me sacó a bailar fue mi difunto marido.

—En el último baile que organizó el Gran Hotel, la hija del marqués de Santivedra anotó hasta siete hombres —comentó doña Consuelo con una pizca de frivolidad.

—No tengo el gusto de conocer a esa señorita, pero bailar con siete hombres en la misma noche te convierte en lo opuesto a una dama —intervino Teresa mientras se abanicaba con energía.

—Me tranquiliza saber que no eres una de esas —dijo doña Consuelo—. Y supongo que a Ricardo también.

Madre e hija cruzaron una mirada cómplice que doña Consuelo captó al vuelo.

—¿Hay algo que deba saber?

—Quería comentárselo hoy mismo —explicó doña Margarita—. No creo que mi hija deba casarse con Ricardo.

La noticia no le cogió por sorpresa. La intuición de doña Consuelo estaba por encima de la de todas las damas que había en el salón. Había percibido el gesto de decepción de Teresa el día de la presentación.

—Han pasado muchas semanas desde que anunciamos el compromiso. ¿A qué esperaban para decirlo? ¿Al día antes de la boda? —preguntó doña Consuelo, mostrando su molestia.

—No ha sido una decisión fácil para nosotras. Sinceramente, creo que Ricardo no está a la altura de mi hija.

—Eso lo sabemos todos, pero era el acuerdo al que habíamos llegado. —Apartó la mirada como si la disposición de las cortinas le interesara más que seguir hablando con ellas—. Una pena que no tenga más hijos para ofrecerle.

Doña Margarita hizo ademán de exponer sus intenciones, pero Teresa cerró el abanico con contundencia, interrumpiendo el discurso de su madre.

—Déjeme hablar, madre. —Después miró a doña Consuelo y habló desde la más absoluta sinceridad—. Quiero casarme con su hijo Carlos.

La dueña del hotel se echó a reír sin perder la finura y se balanceó ligeramente en la silla para adoptar una postura mucho más distante.

—Todas queréis casaros con él, pero la lista de candidatas está cerrada desde antes de que volviera de París. Carlos tendrá que elegir una de ellas.

—Eso no puede ser… Yo sería la esposa perfecta. He estudiado…, podría ayudarlo con el hotel…, le querré toda mi vida… y le daré todos los hijos que me pida.

A Teresa le costaba poner sus ideas en orden. Quería casarse con Carlos como fuera. Estaba convencida de que lo amaría con locura y de que no habría mujer que lo hiciera más feliz que ella.

—Ya que estás dispuesta a tener tantos hijos, podrías dárselos a Ricardo —ahora doña Consuelo hablaba desde la compasión. Sabía que a Ricardo le iba a costar asimilar la negativa de Teresa—. Él está enamorado de ti.

—¡Pero yo no lo quiero!

Teresa había elevado el tono más de lo permitido y ahora eran las damas de la mesa de al lado las que cuchicheaban sobre ellas.

—Hija, ya has hablado suficiente. Si no hay nada que hacer, será mejor que pidamos a la gobernanta que envíe a alguien a la habitación para que haga nuestras maletas.

Los ojos de Teresa se humedecieron y pensó en levantarse, de no ser por la oportuna intervención de doña Consuelo.

—A veces, para que el amor prospere debe llenar algo más que los corazones.

Doña Margarita captó la doble intención con la que iba cargada esa frase.

—Si es por dinero, el patrimonio que mi marido dejó en herencia a Teresa sería todo suyo. Con Ricardo no estaba dispuesta a ceder más que una parte.

—Me interesa el dinero, pero también quiero que ceda a mi hijo la residencia de Sintra.

El atrevimiento de doña Consuelo importunó a doña Margarita.

—Es mi residencia de verano. Podrían disfrutar de ella siempre que quisieran, pero no pienso perderla.

—No la perdería, solo que a partir de ahora sería usted la que podría disfrutar de ella siempre que quisiera —afirmó doña Consuelo con ironía.

—Madre, ¡no sea terca! Apenas pisaremos esa casa si tanto le molesta.

Formar parte de la familia Alarcón era algo que doña Margarita llevaba deseando desde hacía tiempo. Sopesó, de un lado, el vínculo sentimental que la unía a la casa de Portugal y, de otro, el prestigio que adquiriría su apellido al unirse de por vida al de aquella familia, y se atrevió a decir:

—De acuerdo. Así se hará.

Ahora sí, doña Consuelo estaba plenamente convencida de que ese matrimonio se debía celebrar. Elevó el mentón sutilmente y un camarero se acercó.

—Dile a mis hijos que vengan.

En el rato que pasó hasta que Carlos y Ricardo entraron al salón ocurrieron varias cosas. En primer lugar, un séquito de doncellas, entre las que se encontraban Ángela —con el rostro más pálido que nunca— y Clarisa, se acercó a la mesa contigua para entregar a las damas un conjunto de mantillas recién planchadas para el paseo vespertino. En segundo lugar, don Fernando, que venía de supervisar las obras del ferrocarril, se había sumado a la tertulia femenina junto a doña Margarita, Teresa y su mujer, y esta le había puesto al tanto del nuevo acuerdo al que había llegado con su futura nuera. Al dueño del hotel no le pareció mal el pacto, aunque temió la reacción de sus dos hijos:

—Lamento decirte, querida, que a ninguno va a agradarle tu propuesta.

—¿Acaso tiene que agradarles? —dijo doña Consuelo con placentera autoridad.

—Pensaba que con Carlos harías una excepción.

—Es demasiado exigente. Nunca encontrará lo que busca.

—Ya están aquí —informó Teresa impaciente.

Resultaba difícil ver a Carlos y a Ricardo caminando hacia ellos, porque un numeroso grupo de caballeros portando diferentes instrumentos musicales se acomodaban en la esquina que los dueños del hotel habían reservado para el recital que tendría lugar esa misma noche. Carlos advirtió la presencia de Ángela, a la que dedicó una fugaz mirada que fue correspondida con otra más efímera y neutra todavía. La notó distinta. Enfermiza. Después forzaría un encuentro para preguntar qué le sucedía.

Los dos hermanos se detuvieron frente a sus padres y doña Consuelo les hizo un gesto para que se sentaran a su lado.

—Damas…, padre…, con su permiso —saludó Carlos, gentilmente, antes de sentarse junto a su madre.

Ricardo saludó a doña Margarita y Teresa con un besamanos e hizo ademán de sentarse al lado de esta.

—Querido, siéntate conmigo —ordenó doña Consuelo.

—Si no le importa, madre, preferiría sentarme junto a mi futura esposa.

—He dicho que te sientes aquí. No es una sugerencia.

Su voz sonó autoritaria, casi hostil. Carlos y Ricardo intercambiaron una mirada de desconcierto.

—¿Qué sucede? —preguntó Carlos—. Os noto inquietos.

—Queridos míos. Sé que vais a despreciarme por esto, pero creo que es la mejor decisión que he tomado en mucho tiempo.

—No me asuste, madre —dijo Carlos—. Nunca la había visto tan seria.

—Es precisamente a ti a quien quiero dirigirme primero. —Doña Consuelo hizo una pausa, necesaria para que los muchachos cogieran aire—. Carlos, hijo mío, eres el nuevo prometido de Teresa.

Carlos y Ricardo a punto estuvieron de elevar el tono, de no ser por que Ángela, afectada al oír las palabras de doña Consuelo, pinchó con un alfiler a la joven a la que estaba colocándole la mantilla y el grito que esta emitió robó el protagonismo de la sala momentáneamente. Tras las disculpas de la doncella, los Alarcón volvieron a centrarse en sus asuntos.

—Madre, no pienso casarme con ella —dijo Carlos con convencimiento.

—¿Por qué me hace esto, madre? —interrumpió Ricardo—. Teresa es mía.

—No sé cuántas veces he de decirte que nada de lo que te rodea es tuyo hasta que no te lo ganes.

—Pero no puede permitirlo.

—Escucha, hijo, si ninguna mujer quiere casarse contigo, no es solo fruto de la arbitrariedad.

—No sé qué quiere decir.

El rostro de doña Consuelo reflejó un gesto de fastidio. Siempre tenía que explicarle las cosas dos veces.

—Quiero decir que, muchas veces, tú mismo provocas tus propias desgracias.

—Entonces, ¿ha sido usted la que ha hecho la propuesta? —preguntó Carlos a su madre, sobrecogido por la fatal noticia.

Mientras la pregunta cobraba forma, doña Consuelo dio un sorbo a su taza de té y Teresa creyó oportuno intervenir.

—He sido yo —replicó Teresa—. Lo siento, Ricardo, pero no te amo.

—¿Qué más da eso? Yo a ti sí. Prometo hacerte muy feliz.

—No puedo decir lo mismo. Yo quiero hacer feliz a Carlos.

—Me niego a que suceda algo así —dijo Carlos, tajantemente, dejando a Teresa conmocionada—. Padre, diga algo.

—Hijo, a querer se aprende con el tiempo. Acepta a Teresa como esposa y acabemos esta discusión.

—¡Me niego en rotundo a casarme con ella! —exclamó Carlos.

La preocupación de Carlos cambió drásticamente de lugar cuando Ángela se desplomó encima de una de las damas. El joven se levantó, raudo, temeroso, para atender a la doncella y la colocó en su regazo.

—¿Qué le pasa? —preguntó a Clarisa.

—No lo sé, señorito Carlos. Llevaba todo el día con mareos.

Doña Consuelo se extrañó de la premura de su hijo para atender a aquella criada. La conocía bien. Era la doncella de su hija Lucía. A Teresa el gesto tampoco le pasó desapercibido: «¿Por qué la atiende con tanto esmero?».

—Madre, pida a alguien que llame a un médico.

Carlos no pudo disimular su preocupación. Cuando más tarde su madre le preguntara por su extraña reacción, el joven fingiría haberse preocupado por ella por el cariño que le tenía su hermana. Sin embargo, esa noche no podría quitarse de la cabeza la imagen de Ángela inerte sobre sus brazos.

* * *

«Una doncella del Gran Hotel enferma de cólera por culpa del ferrocarril». Don Fernando cerró el periódico y arrugó la frente mostrando su preocupación. Carlos llevaba paseando de un lado a otro toda la mañana.

—Hijo, siéntate un rato, me estás poniendo más nervioso.

—No puedo, padre. Esa doncella está a punto de morir por mi culpa.

—El diario dice que uno de los obreros estaba enfermo de cólera desde hacía días. Quizá sea un brote. ¿Qué tiene que ver eso contigo?

—Ese maldito pozo estaba demasiado cerca de las vías. Usted me lo dijo.

—Temía que la suciedad contaminara el agua. Sigo sin ver qué tiene que ver eso contigo.

—Si el agua está sucia, el cólera se transmite con mayor facilidad. Nunca debí permitir abrir un pozo en aquel lugar.

—Nadie sabía que ese hombre estaba enfermo. La doncella se recuperará.

—¿Y si no lo hace, padre? ¿Y si muere?

Había una débil vibración en su voz que denotaba inquietud. El hecho de que fuera Ángela y no otra doncella la que hubiese enfermado y que todo hubiese sucedido durante aquel sensual —para él, refrescante para ella— baño en el arroyo le hacía sentir débil e imperdonable. Ahora, a toda la red de sentimientos que abrumaban su cabeza se había sumado una obsesiva preocupación por el estado de salud de la doncella. Llevaba días preguntando a doña Mercedes por su evolución y esta cada vez se había mostrado más negativa. La joven padecía fiebres muy altas y vomitaba todo lo que se llevaba a la boca, incluso el agua. Había que cambiarle las sábanas tres veces al día por la mojadura del sudor y apenas tenía fuerzas para abrir los ojos.

Cuando hubo terminado de hablar con su padre, decidió hacer una visita a Ángela. En aquel momento, la joven estaba acompañada por doña Mercedes y Clarisa, que rezaban, entre suspiros de desánimo, cada una a un lado de la cama. Carlos permaneció en la puerta, mientras escrutaba la impactante imagen de Ángela tendida en la cama, hasta que fue advertido por la gobernanta.

—Señorito Carlos, ha venido a verla —dijo doña Mercedes, entonando la frase entre la pregunta y la afirmación—. Pase. No se quede ahí.

—Quisiera quedarme a solas con ella.

Doña Mercedes y Clarisa intercambiaron una mirada de sorpresa.

—Por supuesto. Se hará como mande. —La gobernanta miró a Clarisa y levantó la barbilla para que se pusiera en pie.

—No la toque. Dicen que no es contagioso, pero uno nunca sabe —dijo Clarisa antes de marcharse.

Carlos cogió una silla que estaba pegada a la pared y la arrimó a la cama. Después la contempló un rato largo en silencio, como quien vela a un muerto. Aquel pensamiento produjo en Carlos una conmoción profunda. Por primera vez experimentó la necesidad urgente, y no el simple capricho, de que esa joven siguiera viva. El aspecto de la doncella era desalentador. ¿Debía abandonar la fe? No tenía nadie a su lado que le respondiera, así que él mismo se dijo que no. Había en él siempre un entusiasmo que se fortalecía cuanto más crítica fuera la situación.

Acostumbrado a los monólogos que recitaba en las tertulias de los cafés parisinos, no le costó despegar sus labios y comenzar uno de cero.

—Perdóname, Ángela. Siento haberte hecho todo esto. Debería ser yo el que estuviera en tu lugar. —Suspiró de angustia y después siguió—. Aquel día, en el arroyo, quedé prendado de ti. Es necesario que lo sepas porque ya nada va a hacer que eso cambie… Tienes que ser fuerte. Solo así podrás recuperarte de esta maldita enfermedad. Será entonces cuando nos enamoremos y escuches algún día de mis labios decirte que te amo.

Hizo una pausa para coger a Ángela de la mano, desobedeciendo el consejo de Clarisa. Sabía perfectamente que aquella enfermedad no se transmitía con el contacto físico, siempre había hecho caso omiso a las creencias populares. Carlos le acarició la palma de la mano con su pulgar. Luego reparó en su ejemplar de Los Miserables que estaba sobre una mesita al lado de la cama y se le ocurrió leerle un pasaje a Ángela.

Cosette estaba embriagada de placer, medio asustada, en el cielo. Tenía ese azoramiento que da la felicidad. Balbuceaba, ya pálida, ya encendida, queriendo echarse en brazos de Mario, y sin atreverse. Avergonzábase de amar delante de tanta gente. No hay compasión para los amantes dichosos: se está junto a ellos cuando más desearían verse solos. ¿A qué necesitan de todas esas personas?

Carlos soltó momentáneamente la mano de Ángela para pasar página.

—Sigue leyendo, por favor —balbuceó la doncella.

Aquellas palabras consiguieron atravesar el pecho de Carlos. Cuando levantó la vista del libro, Ángela lo estaba mirando con ojos sombríos. El joven ordenó sus ideas para escoger las palabras precisas. No quería perturbar el descanso de la doncella.

—Estás despierta.

—Quería verte.

—No hables. Es peor para ti.

—¿Voy a morirme?

Carlos se tragó el nudo de la garganta. «Por supuesto que no iba a morirse».

—Dentro de nada estaremos otra vez juntos, los dos, contemplándonos en ese espejo.

Ángela apretó los labios. Estaba a punto de romper a llorar. Carlos le pasó la mano por la frente. Estaba empapada. Sacó su pañuelo y enjugó el sudor y una lágrima que estaba a punto de brotar del ojo.

—No llores. Deja que te lea.

No hicieron falta más palabras. Carlos volvió a agarrarle la mano y siguió la lectura del libro. No quedaban muchas páginas y estaba seguro de que Ángela estaba deseando saber qué sucedería entre Mario y Cosette.