Gran Hotel, Cantaloa, 1906
El día era siempre tan oscuro como la noche en aquella parte del hotel. El detective Ayala limpiaba el polvo de los huesos que, horas antes, un mozo había encontrado en el sótano. Relegada al papel de iluminarle, Ángela sostenía un par de candiles en la mano. Aunque aburrido, su papel no era inútil. La perseverancia de la gobernanta era fundamental para que Ayala encontrara pistas, aparte de huesos.
—Esto debe de llevar aquí más de dos décadas. Hay huesos que ya son cenizas —afirmó Ayala mientras se colocaba un pañuelo en la boca—. Perdón por la polvareda. Debería usar un pañuelo como este.
Ángela, que por norma siempre andaba sobrada de pañuelos, descubrió con fastidio que no disponía de ninguno.
—¿Va a tardar mucho?
—En nuestro trabajo debemos andar con los ojos bien abiertos —dijo Ayala—. Con esta luz es como si solo los tuviera entreabiertos. —Después de una breve pausa, siguió hablando con la locuacidad de costumbre—. Es curioso lo que se encuentra en los sótanos de un hotel —convino el detective con ironía—. ¿Sabe usted si vivió alguien aquí? La habitación está amueblada.
—Al sótano siempre se ha bajado lo que la familia Alarcón ya no quería tener arriba. —Ángela no quería entrar en detalles.
—¿El cadáver también?
—Me temo que eso no tiene nada que ver con las preferencias de la familia.
Ayala apreciaba el esfuerzo de Ángela y de toda la familia Alarcón por exonerar el hotel de toda participación en los crímenes. Desde que, hacía un año, llegara a Cantaloa para investigar el asesinato de una joven prostituta, doña Teresa se había encargado de desviar cualquier índice de sospecha que recayera sobre los Alarcón.
El detective halló entre los huesos un fémur. Lo liberó de la capa superficial de polvo y lo examinó emitiendo una serie de ruiditos guturales que Ángela no supo interpretar.
—¿Se divierte?
—No sería muy lógico que hubiese venido aquí a divertirme —dijo Ayala sin apartar la vista del fémur—. Pero puedo ser tan ilógico como el que más.
Ayala se levantó y pidió a Ángela que iluminara uno de los muebles cubiertos por telas. El detective retiró la tela que cubría un escritorio y la extendió sobre el suelo. Sin más dilación, comenzó el solemne traslado de los huesos.
—¿Qué piensa doña Teresa de un hallazgo como este?
Ángela miró a Ayala con actitud beligerante, como si pensara que la policía había venido con el firme propósito de cargar otro muerto más a la familia Alarcón.
—Doña Teresa está de viaje. Todavía no sabe nada.
—Entonces usted la informará en cuanto llegue y las dos tendrán tiempo de fingir una sólida coartada.
—¿A qué se refiere?
—Si el análisis no contradice mis sospechas, tanto usted como doña Teresa son las únicas personas que vivían en el hotel cuando se produjo este misterioso entierro.
Ángela prefirió no interrumpir sus reflexiones y lo dejó hablar:
—Perdone, me he mostrado un poco ambiguo. Quiero decir que, si hay alguien que sepa algo acerca de este cadáver, forzosamente deben de ser ustedes dos.
La voz del detective sonó un poco sofocada y le sorprendió una repentina tos. Ángela vio que ese era el momento preciso para largarse de allí antes de que Ayala continuara con su interrogatorio velado.
—Mandaré a alguien para que le traiga agua. Quédese con este candil.
—¿Y usted?
—No me hace falta.
—Debe de conocer bastante bien este sótano para atreverse a cruzar el pasillo a oscuras.
Ángela hizo caso omiso de la última ironía del detective y salió de la habitación con paso decidido. Ayala permaneció sentado frente a la tela cubierta de huesos y se secó el sudor de la frente con su pañuelo. Sin más instrumentos que un cincel y una brocha, el detective había conseguido extraer la mayor parte de la osamenta de un esqueleto. Por el tamaño del cráneo, Ayala ya podía afirmar que se trataba de una mujer. Al cabo de un rato, sus cavilaciones fueron interrumpidas por la entrada de Hernando, su fiel ayudante, que traía un vaso de agua.
—Me ha dicho doña Ángela que tenía sed.
Ayala bebió la mitad del vaso y se enjugó la frente con su pañuelo para desprenderse del calor ecuatorial que hacía en esa estancia.
—Señor, he interrogado al mozo —informó Hernando—. Dice que la pared se le vino encima cuando rozó la estructura de arriba.
—Cuántas veces le he dicho que comience sus relatos con algo que no sepa. —Ayala cabeceó—. Empiece de nuevo.
Hernando repensó su próximo argumento.
—La mano del esqueleto tenía un medallón, ¿lo ha encontrado?
—¿Qué medallón? —preguntó Ayala, desconcertado.
—Uno dorado, con el dibujo de una mujer y un faro —explicó Hernando—. El mozo fue a cogerlo cuando se le apagó la lámpara.
—He limpiado la zona y no hay más que huesos. ¿Seguro que el mozo no lo cogió?
—Tras el apagón salió corriendo. Como para quedarse aquí…
La información de Hernando congeló el gesto de Ayala, que parecía encontrarse en ese estado reflexivo cuando, sentado frente a un rompecabezas, las piezas no terminan de encajar.
—¿Cree que alguien ha profanado el cadáver? Como los que saquean las tumbas de Egipto… —preguntó Hernando sin ninguna intención de sonar gracioso.
—No deje que su imaginación vuele tan lejos. El Gran Hotel siempre nos ha ofrecido un gran abanico de sospechosos.
* * *
La hora del chocolate era todo un ritual en el Gran Hotel. Los camareros portaban bandejas con chocolateras y tazas de porcelana, acompañadas de unos platitos con picatostes. Nadie en su sano juicio rechazaba el placer de saborear un buen chocolate servido con la mayor exquisitez. Esa tarde, Alicia había preferido tomarlo sola en el jardín, disfrutando del sosiego en el que iban cayendo los ruidos de la tarde.
Julio avanzaba hacia ella con una sonrisa sempiterna, como si acabara de cometer la mayor de las travesuras. El camarero se acercó a Alicia y colocó sobre la mesa la vajilla para servir el chocolate junto una flor de color malva que había arrancado en el jardín.
—Diego debe de estar al llegar —dijo Alicia.
—Es una flor. No un anillo.
La mirada prolongada con que el camarero la había encarado enrojeció las mejillas de la joven. Alicia se abstuvo de darle una nueva oportunidad para sonrojada y optó deliberadamente por cambiar de tema.
—¿Hoy no era tu día libre?
—Lo es. Pero hacía días que no te veía sola y me he puesto el uniforme para hablar un rato contigo.
Alicia giró su cabeza hacia el hotel por si alguien los estaba observando desde las ventanas.
—La conversación debería acabar ya. Solamente me estás sirviendo un chocolate.
—Y tú te estás quejando porque te lo he traído frío.
Alicia forzó una delgada sonrisa y comenzó a mojar los picatostes en el chocolate con sus finas «maneras de mesa». A pocos metros, Ayala y Hernando caminaban hacia ellos. Hernando portaba una tela anudada en sus extremos a modo de saco con bultos que se marcaban a través del tejido.
—Que aproveche, señora —dijo Ayala.
—¿Qué llevan ahí? —preguntó Alicia con gran curiosidad.
—Está comiendo. ¿Seguro que quiere saberlo? —añadió Hernando.
«Por supuesto que quería saberlo». Alicia dejó su taza de chocolate sobre la mesa y se limpió la boca dando por sentado que estaba dispuesta a escucharlos.
—Son los restos de un cadáver que ha aparecido en el sótano —informó Hernando.
Alicia se llevó una mano al pecho. Su merienda había finalizado.
—¿En el sótano? ¿Los huesos de quién?
—Me temo que no lo sabremos hasta que no los analicemos en el cuartel. —Ayala continuó—. La habitación del sótano estaba amueblada, ¿usted sabe si vivió alguien allí?
Julio reconoció al instante la mirada de Alicia. No hacía falta que hablara para que el camarero entendiera que Alicia sabía algo más.
—Mi tía Lucía, la hermana de mi padre, vivió en el sótano un tiempo.
—Siento arruinarle el chocolate, pero esta información me interesa muchísimo. ¿Tiene algún dato más?
—Todos la daban por loca y decidieron encerrarla allí bajo los cuidados de un médico.
—¿Quién era ese médico?
—Un señor austríaco de bastante fama. No recuerdo su nombre.
Ayala repasó a Hernando con la mirada.
—¿No debería estar anotando todo esto?
—He olvidado mi libreta en el cuartel, señor.
El detective cabeceó. No era la primera vez que escuchaba esa excusa.
—Me imagino que si fue encerrada, su familia no le tuvo mucha estima —se atrevió a especular—. Cualquiera podría haberla matado en un momento dado.
—Siento decepcionarle, pero mi tía se quitó la vida en el acantilado.
—¿Hay pruebas de ello?
—Dejó una carta de despedida y apareció su mantilla enganchada en el lugar donde se arrojó al mar —informó Alicia—. Si quieren saber algo más, pregunten a mi madre.
—Su madre no querrá aportar más datos de los que nos ha dado usted —dijo Ayala con su habitual voz pausada—. Sin embargo, la gobernanta podría saber algo más.
—¿Por qué sospecha de ella? —intervino Julio.
—El joven que encontró el cadáver afirma que había un medallón a su lado. Pero ha desaparecido antes de que llegáramos.
—Y doña Ángela es la única persona que tiene llaves del sótano —añadió Hernando.
—Podría pedirle a Andrés que registre el cuarto de su madre —dijo el camarero.
—Es su madre, Julio. No va a querer. Debería encargarme yo —afirmó Alicia con gran convencimiento—. ¿Cómo dice que era ese medallón?
Si había alguien siempre dispuesta a desentrañar los misterios del Gran Hotel esa era ella. La primera vez que escuchó la historia de su tía Lucía, esta resonó en su cabeza durante varios días como un cuento con moraleja. «Mira lo que pasa cuando una mujer piensa demasiado sobre su infelicidad», le había comentado su madre en alguna ocasión. Si bien Alicia entendía que la enfermedad de Lucía fuera tratada por un especialista, nunca había logrado entender por qué sus abuelos paternos la encerraron en aquel sótano, donde cualquiera habría acabado preso de la locura.
En cuanto a doña Teresa, no tuvo nunca problema en narrar los hechos, cosa impropia de ella, cada vez que Alicia la agobiaba con sus ocasionales preguntas. Con cualquier otro asunto del pasado, doña Teresa esquivaba las cuestiones de sus hijos con una habilidad estudiada. No obstante, la historia de Lucía siempre había sido expuesta con suma claridad: sufría ataques nerviosos; fue tratada por un médico austríaco; empeoró con el tiempo y se suicidó. No había ni más, ni menos que contar.
* * *
Con la excusa de poder tener una conversación íntima en la zona de las habitaciones del servicio, habían encargado a Andrés entretener a Ángela hasta medianoche mientras Alicia aprovechaba la ausencia para registrar su habitación. Sin embargo, lo hacía con cierta parsimonia, como si no le importara que la gobernanta la cogiera desprevenida fisgoneando sus cosas. Alicia tenía muchas preguntas en mente. Podía ser un buen momento para hablar con ella y despejar sus dudas.
La joven rebuscó entre los cajones el medallón que le había detallado la policía. En todos los objetos que Alicia iba encontrando reinaba una preocupación por el orden. La disposición de estos era una muestra evidente de la rigurosidad y la pulcritud de las que hacía siempre gala Ángela. Rosarios y estampas de beatos era, en su mayor parte, lo que la gobernanta guardaba entre su ropa. Estaba a punto de darse por vencida cuando una cajita de madera que, al principio, había pasado por alto, ahora le llamó la atención sobremanera. No llevaba ninguna inscripción que indicara su contenido, pero la tapa estaba ligeramente entreabierta. Alicia la levantó y vio el medallón, tal y como lo había descrito Ayala. Permaneció unos segundos contemplando la joya en un silencio cómodo, acariciando la parte esmaltada hasta que la puerta se abrió y se materializó la figura de Ángela. Con un inconsciente movimiento, Alicia apretó el medallón en su mano.
—¿Qué hace aquí?
—Lo siento, Ángela. Sé que debería haber avisado antes de entrar.
—¿Quería algo?
Alicia abrió su puño, mostrando la joya en todo su esplendor.
—Ayala me ha dicho que estaba junto al cadáver. ¿Por qué lo has cogido?
—¿Le ha pedido el detective que viniera a preguntarme?
Alicia negó con la cabeza.
—Me he ofrecido yo.
—Su madre se va a llevar un gran disgusto cuando se entere de que ha aparecido un cadáver en el sótano.
—Desgraciadamente, no es el primero que aparece en este hotel.
—Pero este es un misterio…
Ángela dejó la frase sin terminar como acostumbraba a hacer siempre que no le apetecía entrar en detalles.
—Entonces, ¿tú tampoco sabes a quién pertenece este colgante? —insistió Alicia.
Era curiosa la facilidad con la que Alicia conseguía ablandar la rectitud de la gobernanta. Había siempre tantas preguntas en su mente que era imposible no acabar respondiendo a alguna de ellas. Ángela valoró la posibilidad de pedir aplazar la conversación para el día siguiente, alegando que estaba demasiado cansada para abordar todas las cuestiones, pero sabía que la joven no se iba a dar por vencida y acabó respondiendo:
—Es mío. Me lo dio una anciana a la que cuidaba cuando era niña —dijo Ángela sin matizar que, en realidad, fue ella quien se lo quitó a doña Emilia—. Le tengo un gran cariño.
La gobernanta abrió la palma de la mano, pidiendo a Alicia que le devolviera la joya. La joven obedeció.
—¿Qué hacía enterrado junto a esos huesos?
—Eso quisiera saber yo. La única persona a la que se lo dejé prestado fue a su tía Lucía. Yo fui su doncella durante un tiempo.
La afirmación de Ángela levantó una ligera sospecha en Alicia.
—Ese cadáver… ¿No será el de ella?
—Su tía se suicidó. La pobre puso fin a tantos días de tortura y Dios decidió llevársela de esa manera.
Ángela hizo una larga pausa.
—Siempre pensé que este colgante habría desaparecido con ella.
—¿Y si no se suicidó? —insistió Alicia—. ¿Y si esos huesos son suyos?
—Escribió una carta de despedida a su familia. Estaba haciéndolo la última vez que la vi.
Alicia ordenó sus ideas y continuó con sus vacilaciones.
—Hay algo que no logro entender —dijo Alicia con preocupación—. Mis abuelos pagaron al mejor médico del momento para que la curara. Y, sin embargo, ella enloqueció.
—Tenía ataques de histeria, pero yo nunca creí que estuviera loca.
—Seguro que ese médico fue el culpable de que empeorara.
—El médico obedecía las órdenes de tus abuelos. Si ellos consideraban que estaba demasiado alterada, el doctor le suministraba más calmantes. Ese maldito cloral la dejaba completamente ida…
—Entonces, ¿fueron ellos los culpables de que acabara así?
—Yo no culpo a su familia de lo que ocurrió, pero sabía que esa historia no acabaría bien No había motivos suficientes para encerrar en un sótano a alguien como su tía.
Ángela evocó una imagen en su mente. La de la primera vez que habló con ella.
—Era una muchacha muy lista. Quería ser novelista. Adoraba escribir. Pero sus padres apenas le hacían caso…
—Me imagino que solo atenderían a asuntos del hotel. Es propio de esta familia.
—Y al señorito Carlos lo adoraban…
La gobernanta se irguió levemente. Sus palabras estaban teñidas de un patetismo evidente y comprendió que debía reprimir la tentación de seguir abriendo la puerta del pasado.
—Es tarde. Debería marcharse.
Ángela parecía desear quedarse sola. Y Alicia no estaba segura de si debía hacerlo.
—Su marido debe de estar inquieto buscándola —insistió la gobernanta.
—Mi marido está en el despacho firmando papeles. Le llevará un buen rato —informó Alicia—. Cuéntame algo más de ella.
—Lo que queda por contar forma parte de mí.
—Pero, Ángela, tu ayuda es muy importante para averiguar de quién es ese cadáver. Haz memoria. ¿Lucía estaba siempre sola?
—Yo le servía las comidas, la ayudaba a vestirse y charlaba con ella un rato, pero nada más. Por las tardes recibía la visita del doctor o de su familia y cada domingo la confesaba el padre Braulio.
—¿Solo tú le llevabas la comida?
Ángela arqueó las cejas ligeramente, como si acabara de caer en algo.
—Dime, Ángela, ¿qué sabes?
—Hubo otra persona que pasó mucho tiempo a su lado…
Alicia abrió los ojos, expectante, y se sentó en la cama a escuchar lo que Ángela estaba a punto de desvelarle.