Gran Hotel, Cantaloa.
Junio de 1869
Doña Mercedes dejó de rezar cuando Clarisa vertió su taza de leche sobre la mesa. El líquido blanquecino empapó el pan que Ángela estaba a punto de repartir a los camareros que estaban desayunando junto a ellas.
—Lo siento, mucho, doña Mercedes. He interrumpido su oración —dijo Clarisa mientras secaba la mancha de la mesa con un trapo que tenía a mano.
—No lo sientas por mí. Dios tiene todo el día para escucharme —expuso la gobernanta—. Siéntelo por el pan que acabas de estropear.
—Iré al almacén a por más.
—Se cree el pobre que, por tener comida cerca, eso le da derecho a comérsela.
El aplomo de doña Mercedes atrajo, una vez más, la mirada de todos los presentes. Por aquel entonces, Clarisa ya había adquirido la costumbre de desconcertar a doña Mercedes con sus reproches.
—Pero, señora, no me parece justo que los muchachos se queden sin pan por mi culpa.
Doña Mercedes estalló con un gruñido fulminante.
—Hace mucho tiempo que la mitad de este santo país no se puede llevar un mendrugo de pan a la boca y no por ello se ha dejado de trabajar un solo día —expresó tajantemente—. Tú misma, ¿no dices que la ruina de tu padre trajo el hambre a tu casa?
—Sí, señora, así fue. Solo que…
—Sobreviviste. Como lo harán estos camareros trabajando con sus estómagos vacíos.
—Solamente quería decir que…
—¡Cállate ya, muchacha impertinente, y ponte a trabajar!
El imperativo de la gobernanta enrojeció las pálidas mejillas de Clarisa y las pecas desaparecieron por completo. La joven, que ahora contaba veintiún años, seguía teniendo el cuerpo escuálido de una niña mal alimentada. A pesar de que sus ojos verdes se habían agrandado, redondeándose con una bella simetría, también habían crecido sus orejas, cuyas puntas Clarisa trataba de ocultar sin éxito bajo la cofia.
Doña Mercedes seguía exactamente igual. Canas repartidas estratégicamente por su cabello ondulado sin esmero y arrugas alrededor de los ojos y de la boca le otorgaban ahora mayor sabiduría y vehemencia. Su evidente mal humor había empeorado desde la muerte de don Anselmo; en primer lugar, por el vacío que había dejado el anciano a pesar de sus continuas discusiones; en segundo lugar, por agotamiento. Comparado con la prosperidad de años anteriores, la inestabilidad interna de España tras la revolución del 1868 había reducido las reservas del hotel considerablemente, y don Fernando había encargado a doña Mercedes realizar la tarea de gobernanta y de maitre hasta que pudieran permitirse el pago de uno nuevo.
La gobernanta fijó la vista en Ángela. Ella sí que había cambiado. A sus veintitrés años, era toda una mujer que había dejado la delgadez olvidada en alguna parte Ahora el uniforme se ceñía a la profunda curva de su talle. A la doncella no le hacía falta estrechar demasiado el corsé porque su cintura seguía teniendo una medida ridícula. Sin embargo, por debajo de la falda abullonada ahora se intuía el rotundo trazo de sus caderas. Su cabello oscuro siempre iba recogido con dos trenzas que comenzaban hacia la mitad de la frente y se bifurcaban, finalizando su recorrido a la altura de la nuca. El pelo contrastaba con la blancura de su piel, que se enrojecía ligeramente en los pómulos, sobre los que resaltaban unos ojos almendrados de largas pestañas. Era difícil verla con mal aspecto, pero esa mañana la luz de sus ojos estaba ligeramente apagada.
—Ángela, ¿está planchado el vestido de la señorita Lucía?
—Sí, doña Mercedes.
—Ya deberías estar vistiéndola. Doña Margarita y su hija Teresa no tardarán en llegar —expuso, mirando el reloj de pared.
—Lo sé, señora, pero ordenó que no la despertara antes de las once.
—¿A las once? ¿Y a ti qué te parece esa hora?
—Me parece que es un poco tarde…, pero es una orden.
Sin la menor concesión, doña Mercedes le mostró una mirada reprobatoria.
—¡Qué ocurrencia! Hace diez años que eres su doncella. Ya deberías saber que la señorita Lucía es perezosa por naturaleza y que hay órdenes que una debe fingir no haber captado. ¡Despiértala ahora mismo! —gritó recriminatoriamente—. El resto, ¡a trabajar! El que no ha hecho su trabajo a las nueve de la mañana corre el riesgo de no hacerlo ya en todo el día.
Doña Mercedes no admitió un solo comentario más y salió sin mayor demora. Ver a Clarisa sin la menor agitación irritó a Ángela sobremanera.
—¿No vas a cambiar?
—¡Es ella! Siempre se pone tensa cuando vienen visitas.
—Y tú no callas nunca.
—Te habría regañado igual aunque yo no hubiese tirado la leche.
—Prefería mil veces a don Anselmo, que en paz descanse —dijo Juan, un camarero que llevaba un año trabajando en el hotel y que pasaba la mitad del tiempo mirando a Ángela con ojos de enamorado—. Por lo menos daba órdenes sin gritar.
—¿Alguien sabe algo de esa Teresa que va a venir? —interrumpió, con gran curiosidad, Carmelo, otro de los camareros que habían llegado al hotel recientemente.
—Que es la prometida del señorito Ricardo y que es huérfana de padre —informó Clarisa.
—Y que se coloca pañuelos en el pecho para rellenar el hueco del corsé —añadió Juan con evidente tono de burla.
Clarisa soltó una inevitable carcajada que fue acompañada de las risas de todos, excepto de Ángela.
—Alguien debería decirle a su prometido que le preste un poco de pecho, que de eso va sobrado —dijo Carmelo mofándose del sobrepeso de Ricardo.
Un nuevo alboroto se formó en el comedor, solo interrumpido por las preguntas retóricas de Ángela.
—¡Callad! ¿Estáis locos? ¿Queréis que doña Mercedes nos sermonee otra vez? Si vais a seguir así, yo no aguanto a vuestro lado ni un segundo más.
La contundencia de sus palabras fue seguida por un férreo silencio. No es que Ángela no fuera responsable en su trabajo, pero Juan se extrañó de su excesiva formalidad, y aprovechó la confusión para acercarse a ella. Llevaba un año intentando ser algo más que su compañero de servicio y, de momento, no estaba dispuesto a recular.
—¿Estás bien?
—Estoy cansada.
—Mañana tenemos la tarde libre, ¿quieres que vayamos a Cantaloa a dar un paseo?
—Debería aprovechar la tarde para coser mi uniforme.
—Podrías dejarlo para otro día. Dicen que viene un artesano portugués a vender piezas preciosas.
—Lo siento, pero no…
Lo que Ángela vio en ese momento la enmudeció profundamente. Con una encantadora demostración de ternura, sentada en su regazo, Clarisa retiraba, una a una, las migas de pan de la barba pelirroja de Carmelo. Sin necesidad de cerrar los ojos, Ángela evocó nítidamente, frente a ella, la imagen de su padre y la suya propia la noche de la despedida. Una profunda tristeza se adhirió a ella. La misma que había sentido esa mañana al leer la carta de su madre.
* * *
La Reja, 15 de mayo de 1869
Mi querida hija,
He pedido ayuda al padre Luis para que escribiera esta carta cuanto antes. Sentiría tanto que tardara en llegarte.
Tu padre murió anteayer. Hacía varias semanas que estaba en cama con fiebre alta y una tos muy agarrada al pecho. Violeta y yo le dábamos infusiones de eucalipto para ver si se calmaba, pero tu padre no quería comer y apenas tenía fuerzas para abrir la boca. Si le ves, hija mía, no le hubieses reconocido.
Desde que te fuiste no le he visto sonreír ni una sola vez. Te esperaba todas las tardes en el banquito del corral para ver si aparecías por sorpresa, y al ver que oscurecía y que no llegabas, se enfadaba. No veas las cenas que nos daba, repitiendo todo el rato: «Esta niña no viene nunca a vernos».
A veces me arrepiento de no haberle dicho la verdad, pero jamás hubiese dejado que te marcharas al Gran Hotel y yo sé que no hay mejor sitio para ti que ese.
Es la primera vez que puedo contarte todo esto. Tu padre siempre estaba presente cuando el padre Luis nos escribía las cartas, y ahora que no está, daría mi vida por tenerle cerca. No sabes cuánto le echo de menos.
Espero que puedas venir pronto para ver la lápida. Es de una piedra gris clara que brilla cuando le da el sol, y lleva sus iniciales en la parte alta. No te preocupes por los gastos del entierro, nos ha llegado con lo que mandaste la última vez.
Te quiere mucho y te extraña,
Sagrario, tu madre
P. D.: Duerme tranquila. Tu hermana y yo le pondremos flores todos los días de tu parte.
Sentirse culpable en ese momento le pareció una elección extraña. La carta había llegado un mes después de la muerte de su padre y, contra eso, ella no había podido hacer nada. Sin embargo, recibir la noticia con tanto retraso le había generado un angustioso estado de ánimo.
Desde que Ángela se marchara de La Reja no había podido volver a casa. En diez años había disfrutado de algunos días libres, pero estos nunca fueron seguidos, impidiéndole este hecho viajar a su pueblo y hacer un viaje de ida y vuelta en el par de días que era necesario para realizarlo. Cada Año Nuevo, a través de una carta de felicitación, Ángela prometía visitarlos ese año, pero el trabajo en el Gran Hotel acababa robándole hasta el último segundo de su tiempo y jamás había cumplido con su palabra. Ángela había resuelto que sería mejor pedir unos días libres a doña Mercedes en las próximas Navidades, a cambio de varios meses sin una sola jornada de descanso. Esa mañana, la doncella se había levantado con la intención de proponérselo cuando le llegó la carta. Al leerla, el encanto del sosiego de volver a verlos juntos se había diluido para siempre.
«Padre, perdóneme» era lo único que su mente repetía con insistencia. Un miedo invisible le congelaba el gesto cada vez que reparaba en todas las promesas que había hecho en sus cartas.
Ya era demasiado tarde para juguetear con su barba. Demasiado tarde para compadecerse de su ojo desaparecido. Tarde para darle un último beso. Era demasiado tarde para todo.
—¿Aprendiste a leer? —preguntó una voz varonil a sus espaldas.
Había vuelto. Después de su larga ausencia —inconmensurable para Ángela— Carlos Alarcón estaba tras ella, con un alargado sombrero de copa, sujetando un libro de grosor considerable, como la última vez que le había visto al lado del piano. Gracias a las primeras cartas que Lucía recibió de su hermano, Ángela se había ido formando una imagen ficticia de la nueva apariencia de Carlos. Dos años después de su partida, llegaría la primera fotografía: Carlos apoyado sobre la baranda de un típico puente parisino. A partir de entonces, la doncella aprovechaba la ausencia de Lucía para ver la imagen a escondidas.
Ya no tendría que hacerlo nunca más. Al fin, podía comprobar en primera persona que Carlos había abandonado sus aires de adolescente para infiltrarse en el cuerpo de un hombre sumamente agraciado. Su cabello revuelto, probablemente por el efecto del aire húmedo que habría golpeado en su cara en la diligencia, formaba pequeños bucles hacia las puntas. Su tez morena ahora desprendía mayor frescura.
Carlos había sido un excelente universitario en París y puso un pie en Cantaloa con la intención de seguir aprendiendo algo nuevo todos los días y la predisposición de un buen estudiante.
Ella se fijó antes en el extravagante pañuelo celeste que llevaba al cuello que en su propio rostro. Él había sido atraído como un imán desde la puerta principal por la postura teatral que la joven había adoptado, apoyada en uno de los árboles que limitaban el jardín. El reencuentro estaba salpicado de una irremediable atracción física. Un deseo que había nacido diez años atrás y que, por primera vez, los dos acababan de confirmar.
—Su hermana me enseñó a leer. Soy su doncella —contestó Ángela con un hilo de voz, sujetando con fuerza la carta—. No sabía que venía hoy.
—Nadie lo sabía. Mi familia se va a llevar una gran sorpresa —dijo mientras se desprendía de su sombrero de copa.
—¿Todavía no los ha visto?
—Eres la primera persona a la que saludo.
Ángela se sintió halagada por el gesto.
—¿Cómo le ha ido?
—París es una ciudad increíble. Diez años y no he terminado de conocerla —admitió Carlos con entusiasmo—. ¡Ah! Cuánto la echaré de menos. Incluso a sus ratas.
El derroche de energía de Carlos se diluyó con la brisa que removía las copas de los árboles. Ángela no acusó su entusiasmo y empalideció repentinamente.
—¿Te encuentras bien?
—Siento como si me fuera a caer al suelo de un momento a otro.
—Agárrate, por favor —ordenó Carlos ofreciendo su mano.
—No sé si debería. Es usted un Alarcón.
—Un Alarcón caballeroso que ofrece su mano a una señorita que está a punto de desmayarse.
Carlos le estrechó la mano y ella le agarró. Él apretó un poco, por el gusto de sentirla cerca. Después reparó en la carta que Ángela sostenía y entendió que esta era la causa de su malestar.
—¿Me permites? —preguntó Carlos, pidiendo permiso para leerla.
Ángela se la cedió y un nuevo roce de piel los animó a que hubiera un tercero. Carlos no necesitó leer más allá de las primeras líneas para enterarse de la fatal noticia.
—Lo siento mucho. Debes de estar muy triste.
A la doncella le hubiese encantado contener las lágrimas, pero fracasó en el intento. Carlos consideró la posibilidad de darle un abrazo, pero le pareció excesivo: estaban en el jardín, al alcance de cualquier mirada. Opuestamente a lo que su mente pedía a gritos, y fruto de una torpeza repentina, el joven soltó la mano de Ángela. Esta se sintió incómoda por la insuficiencia de su reacción: no quería liberarse del tacto compasivo del joven.
—¿Estás mejor? —preguntó Carlos.
Ángela asintió tímidamente.
—En estos casos, ni un abrazo reconforta —afirmó el joven sin dar credibilidad a sus propias palabras—. No hay consuelo posible.
—El único consuelo que me queda es el de rezar.
—Rezar, ¿para qué?
—Para que Dios le tenga en buen lugar.
—El buen lugar se lo busca uno en la vida. Después de muerto ya no hay nada que hacer —afirmó Carlos con aires de ilustrado francés.
Ángela se ofendió por la contundencia de sus palabras, que siempre sonaban a veredicto, y le arrebató la carta con más brusquedad de la que le hubiese gustado.
—Mis disculpas. No he querido ofenderte —dijo Carlos.
Hace diez años aquel muchacho impertinente no se hubiese disculpado. A la doncella le tranquilizó que Carlos hubiese cambiado, y decidió dar una tregua a su pena.
—¿Ha comido mucho crique? —preguntó Ángela con un pésimo acento francés.
—Dime que has estado en París y seré yo el que me desmaye.
—Serví unos años a una anciana que había vivido allí. Me contaba historias fascinantes de la ciudad.
—Entonces, ¿te habló de la haute cuisine?
—Más o menos.
—¡La comida francesa es la mejor! Nadie debería morir sin probar algún día el foie gras poché al vino tinto. Se suele acompañar de un fumet hecho a base de verduras y pescado, condimentado con un bouquet gurni.
Ángela sonrió. Hacía rato que no sabía de qué le estaba hablando. Carlos quedó prendado de la media luna que la sonrisa de Ángela dibujó en su cara.
—Te he hecho sonreír. Adivino que no es nada fácil.
—Se equivoca, sí lo es. Pero entiéndame, hoy estoy triste.
—Hace años, frente al piano, también parecías estar a punto de llorar.
Las mejillas de Ángela recuperaron su rojez habitual.
—¡Qué tonta! ¿Cómo me atreví a tocarlo? Discúlpeme, no tuve tiempo de agradecerle su generosidad.
—Sí lo hiciste. Es probable que no te acuerdes.
—Nunca olvidaría aquella noche.
La sentencia de la doncella agradó profundamente a Carlos. Luego, la conversación se tornó silenciosa. Ángela pareció distanciarse, moviendo el pecho hacia atrás. Puede que estuviese al borde de decir algo que no debiera, o puede que ya lo hubiera dicho. Carlos interpretó el momentáneo distanciamiento de Ángela como una muestra de respeto. Al fin y al cabo, ella le trataba de usted como a un Alarcón y tenía la sensación de que nunca dejaría de hacerlo.
—¿Sabes cómo te he reconocido? —preguntó Carlos, rompiendo el silencio.
Ángela negó enérgicamente.
—Sigues igual.
—Eso no es verdad. Ya no estoy tan delgada.
—Entonces habrán sido tus curvas las que me han hecho moverme hasta ti.
El ardor pasó de las mejillas al resto de su cara. Le sentaba mucho mejor aquel tono de piel, así que su sonrojo ayudó a acrecentar la atracción que Carlos sentía hacia ella.
—No me gustaría hacerle perder más el tiempo. Querrá ver a su familia.
—¡Ah! ¡Qué calvario! Cuando tocas con tus dedos la libertad, cuesta mucho trabajo desprenderse de ella.
—No sé qué decirle No sé lo que es eso.
—Deberías saberlo. Ya no eres una niña.
—Pero sigo siendo una criada.
Carlos reflexionaría esa noche sobre la diferencia social que acababa de marcar Ángela con aquel comentario. Por primera vez, se aventuraría a pensar que aquel deseo le traería más de un problema, pero acababa de llegar de Francia, donde la sexualidad era tan explícita que no le importó fantasear con el placer que sentiría al lado de aquella doncella.
—Cógelo. —Le entregó el libro que cargaba: un ejemplar de Los Miserables, de Víctor Hugo—. Te enamorarás de Cosette como yo lo he hecho, y podrás hacerte una idea de cómo es París.
—No lo puedo aceptar. Leo muy despacio y tardaría meses en devolvérselo.
—Tómate todo el tiempo que necesites. Te prometo que esta vez no me moveré del hotel.
Doña Mercedes llevaba unos cuantos pasos dados cuando Carlos se percató de que avanzaba hacia ellos. Era tarde para fingir que no estaba hablando con aquella doncella, pero todavía tenía tiempo de maquillar aquel acto de intimidad. Al verla, Ángela pasó del júbilo al terror.
—Señorito Carlos, ¡qué alegría verle!
La gobernanta abrazó al joven sin regalarle ni una sola mirada a Ángela.
—Está usted hecho un hombre.
—Y usted sigue siendo una jovenzuela.
Doña Mercedes sonrió por el cumplido.
—Le he traído un regalo que le va a encantar.
—Déjese de regalos y entre al hotel. Su familia ya se ha enterado de que está aquí y anda buscándole por todas partes.
—He venido a atender a la doncella. Estaba a punto de desmayarse. —Sintió que también debía excusarse por el libro—. De paso, le he dejado una de mis lecturas preferidas.
—Usted siempre tan generoso. Pase al salón antes de que su madre se enfade.
Ángela quiso que Carlos pronunciara su nombre antes de marcharse, pero solamente le dedicó una fugaz mirada. Quizá fuera verdad que la doncella se encontraba mal y Carlos había acudido gentilmente a asistirla, pero doña Mercedes nunca hubiese refrendado el delito que Ángela acababa de cometer. Esperó un tiempo prudencial hasta que vio a Carlos doblar la esquina hacia la entrada del hotel y abrió la palma de su mano para golpear con fuerza la mejilla de la doncella. Al cabo de unos segundos, habló con voz categórica.
—No vuelvas a acercarte a él.
* * *
—No me mires con esa mirada tan sensiblera y ven a abrazarme —dijo Carlos a su hermana nada más entrar al restaurante, que estaba extrañamente vacío.
La joven se disculpó con un señor bien vestido que, a la vista saltaba, no podía ser español, y corrió a abrazar a su hermano. Lucía tenía el cabello más dorado que nunca. Lo llevaba recogido en la cabeza con opulencia y vestía un hermoso vestido de corte oriental con un abanico a juego. Su belleza era evidente para todos, y especialmente para ella, que gustaba resaltar su atractivo con un acentuado escote que dejara al aire sus hombros y parte de su pecho.
—No me dijiste en tus cartas que te habías casado con un alemán —bromeó Carlos.
—¡Bobo! Es el doctor Brönn. Y es austríaco. Te he hablado de él mil veces.
—Me hablabas de tantas cosas… ¿Has terminado la novela?
—He escrito trescientas páginas y ya solo me queda pensar el final.
—Si quieres, luego podemos hablar de ella.
La amabilidad de Carlos enterneció a Lucía, que apoyó su cabeza sobre su hombro.
—Te he echado tanto de menos, ¿por qué no has venido antes?
—Hermanita, he estado tan ocupado que no hubiese podido llegar ni a la frontera.
—Padre y madre nunca me dejaron ir a verte. Decían que era muy importante que no interrumpiera la terapia.
—Te hubiese gustado tanto París. ¿Sabes que conocí allí a un americano que estaba inventando una máquina para poder escribir?
El descubrimiento dejó a Lucía con los ojos como platos.
—¿Y cómo se llama el invento?
—Máquina de escribir.
La obviedad del nombre les hizo soltar una carcajada.
—Dentro de unos años podrás escribir tus novelas como si tocaras las teclas de un piano.
—Entonces tendrás que escribirlas tú por mí.
Doña Consuelo y don Fernando dieron a su hijo un cálido abrazo. A pesar de que le habían visitado en varias ocasiones durante los años que había permanecido fuera, tener de vuelta en casa al primogénito les embargaba de alegría y también les daba tranquilidad. Además, era evidente que el hotel había bajado sus reservas y estaban ansiosos de escuchar las propuestas que Carlos les traía desde París.
A Ricardo la vuelta de su hermano le quitó el sueño más de una noche. No podía negar que lo hubiera echado de menos, pero gracias a su ausencia había podido hacerse un hueco en los asuntos del hotel y, por primera vez, se había sentido útil. Sin embargo, aquel día Ricardo no tenía ni un solo motivo para enfurruñarse. Doña Margarita, viuda de Aldecoa, y su hija Teresa, prometida de Ricardo, acababan de llegar al hotel para celebrar la comida de compromiso.
Ataviada para la ocasión con un vestido que se ajustaba perfectamente a sus contornos, Teresa entró en el restaurante agarrada del brazo de su madre. La joven de diecisiete años gozaba de una belleza insulsa, con unos rizos en la parte alta de su cabeza que descendían por las sienes, e iba disfrazada de la mujer adulta que se consideraba que era. No se le podía achacar ningún defecto físico, pero tampoco tenía nada que resaltara positivamente.
Doña Margarita era exactamente igual que su hija. O su hija exactamente igual que ella. Viuda del director de un importante banco español que había iniciado recientemente su expansión por Sudamérica, era una burguesa en el sentido más estricto de la palabra: emprendedora y exigente. En su casa todo se hacía bajo un ritual preciso: las comidas, las conversaciones, incluso la relación amorosa con su marido y su hija, habían estado siempre estrictamente preestablecidas.
La ingente cantidad de dinero que Teresa había recibido en herencia le había hecho ascender a los primeros puestos de las solteras más deseadas del país. Sin embargo, doña Margarita prefirió unir su apellido a la solidez de un negocio como el Gran Hotel que a la fragilidad de muchos títulos nobiliarios en un mapa tan inestable como aquel.
Teresa tenía todo menos la gracia que hubiese enamorado a cualquiera. Su excesiva corrección le privaba de la espontaneidad que, por ejemplo, tenía Lucía. No cabía duda de que sería una esposa ejemplar, pero tenía serios problemas para enamorar al tipo de hombre del que ella se enamoraría.
Ricardo se acercó el primero para saludarlas con un besamanos. Pretendía mostrarse liviano y sereno en aquel estado de nervios que le azotaba el cuerpo.
—Doña Margarita, es un placer conocerla. Sea bienvenida al hotel. —Después clavó la mirada en Teresa y un calor recorrió todo su cuerpo—. Tan bella como en la fotografía que me mandó.
—Yo te encuentro diferente —dijo Teresa.
Aquella afirmación era tan cierta como que acababa de sentir sobre sus hombros el peso de la desdicha. En aquella fotografía, tomada hacía unos años, Ricardo mostraba un buen porte —coincidiendo con un tiempo en el que había bajado de peso—, y sus cartas una sensibilidad que la embaucó desde el primer momento. Lo que Teresa no sabía es que Ricardo había engordado tanto desde entonces y que muchas de esas cartas habían sido redactadas por Lucía. Ricardo jamás habría conseguido llegar a su corazón, ni siquiera rozarlo, sin la ayuda de la sensibilidad de su hermana.
Desde el primer momento en el que había clavado la mirada en Carlos, Teresa se sintió atraída por él. La joven se abanicó con coquetería y le sonrió enigmática. Cualquier muchacha tan recatada como ella se hubiese sentido igual de incómoda al comprobar que sus ojos y su boca vivían, desde ese instante, dos vidas opuestas: le angustiaba la posibilidad de estar observando a Carlos mientras decía a Ricardo que sería muy feliz casándose con él. Un leve rubor ascendió a sus mejillas, fruto de la súbita vergüenza que sentía al estar pensando con cierta impureza.
Doña Consuelo invitó a todos a sentarse alrededor de una mesa que había sido engalanada de manera especial. Pronunció unas palabras de bienvenida dirigidas a Carlos, un breve discurso para los prometidos, y el banquete comenzó sin mayor dilación.
* * *
Un pavo meticulosamente cortado presidía el centro de la mesa. En la puerta que se comunicaba con la zona del servicio, doña Mercedes pedía a los camareros que sirvieran la carne a los comensales.
—Se me hace raro verla dando órdenes a los camareros —dijo Carlos fijándose en doña Mercedes.
—El puesto que dejó libre don Anselmo no podrá ser ocupado de momento —repuso don Fernando.
—Me fui con este comedor rebosando de gente y hoy no habrá más que treinta personas. Eso, contándonos a nosotros.
—Te fuiste con una monarquía y ahora nadie quiere ser el rey de España —explicó doña Consuelo con la elegancia que le caracterizaba—. El país está cambiando, hijo mío. Hasta tenemos nueva Constitución.
—Sé paciente. El enlace de Ricardo será un reclamo para muchos curiosos que querrán acercarse, aparte de los invitados —añadió don Fernando.
A Ricardo el simple hecho de oír su nombre en boca de su padre le enorgullecía. Contento por el camino que había tomado la conversación, quiso acaparar la atención de todos hablando de su compromiso.
—Padre, ¿tendremos tantos invitados como en la boda de Lady?
—Por supuesto, hijo. Me hubiese gustado que fuera Carlos el primero en casarse, pero la primera boda de esta generación de los Alarcón se celebrará por todo lo alto.
—Si seguimos con este panorama político, confórmate con el doble de los que estamos aquí —informó Carlos a su hermano sin que a este le hiciera mucha gracia la apreciación.
Ricardo quiso defenderse, pero Teresa le interrumpió.
—Tu hermano tiene razón —dijo, dedicando una coqueta mirada a Carlos—. La gente tiene miedo de moverse por España. El país se ha vuelto peligroso.
—Querida, esta misma mañana he leído en el periódico que la boda del marqués de Valdiviana el fin de semana pasado fue todo un éxito —informó Ricardo.
—Siento decepcionarte, hijo, pero deberías saber cómo adornan las noticias los periodistas de este país. Ni siquiera Lady se atrevió a asistir —dijo doña Consuelo.
A menudo la inseguridad de Ricardo alcanzaba un grado irritable. Improvisó un discurso tan innecesario como ilógico sobre la relación existente entre el prestigio del hotel y su capacidad para atraer a la clientela.
—Eso que dices, hermano, es banal y absurdo. ¿No te das cuenta de que el hotel no volverá a llenarse si no inventamos nuevas formas de llegar hasta él? Preguntó Carlos retóricamente.
—Se que estás intentando decirnos algo que todavía se me escapa de las manos —contestó don Fernando.
—Creo que ya es suficiente. Si no os importa, podríamos hablar los hombres de ese tema en la sobremesa —interrumpió Ricardo—. Mi prometida se aburre.
—Eso no es verdad. El tema me interesa tanto como a tu familia. Al fin y al cabo, dentro de poco formaré parte de ella —sentenció la joven.
—Tu prometida tiene más sentido común que tú —dijo Carlos a Ricardo sin ánimo de ofender—. Lo siento, querida, te mereces algo mejor.
Teresa no pudo ocultar la emoción que sentía al escuchar aquellas palabras. Lucía también sonrió. Adoraba la frescura con la que hablaba su hermano. Si bien es cierto que siempre había sido admirado por su locuacidad, su modo de expresarse había mejorado, impregnándose de un aire parisino deslumbrante. Carlos posó los cubiertos sobre su plato en señal de haber terminado su comida para pasar a monopolizar la conversación.
—Hijo, háblanos. ¿Qué es eso que tienes en mente?
—En París tuve varias reuniones con dueños de los más prestigiosos hoteles. En primer lugar, las medidas higiénicas eran excepcionales. Siento deciros a todos que, en ese sentido, el Gran Hotel está lejos de poder compararse con esos hoteles.
—Si es por eso, tomaremos las medidas oportunas —comentó doña Consuelo—. Sigue, querido, esto que nos estás contando es muy interesante.
—Todo indica que acabaremos en una guerra. No sabemos cuánto tiempo durará, pero dentro de unos meses podría haber otra. Y después otra… No podemos permitir que los clientes que deseen alojarse en el Gran Hotel no tengan medios para hacerlo. —Pausó el discurso para beber un poco de vino y se dio cuenta de que todos le escuchaban con una atención loable—. Los caminos son peligrosos. Las diligencias se pueden asaltar con facilidad y no todo el mundo tiene la obligación de venir en barco.
—¿Y cuál crees que es la solución? —preguntó don Fernando impaciente.
—El ferrocarril, padre. No existe ahora un medio más seguro y económico que permita acceder al hotel.
Don Fernando intercambió una mirada de desaprobación con su esposa.
—Hijo mío, la Ley de Ferrocarriles va a abolirse de un momento a otro. El Estado está cansado de dar concesiones a las compañías que acaban quedándose con el dinero sin construir un solo metro de vía. Esta propuesta es ridícula.
—Por supuesto que no. Piense en los pintores flamencos. Usaban la perspectiva de manera intuitiva porque no tenían herramientas para hacerlo de otra forma. La calidad de la pintura era excelente, pero no era suficiente. Después llegaron los renacentistas e inventaron la perspectiva aplicando la matemática y todo cambió a mejor. Sin embargo, muchos flamencos siguieron usando la intuición.
—¿Qué quieres decir con esto?
—Lo que quiero decir es que hace tiempo que el tren se usa para trasladar a personas a un lugar de destino. Nosotros tenemos todas las herramientas para construir una línea de ferrocarril y mejorar las reservas del hotel. Pero usted prefiere no hacer nada para atraer la clientela porque cree que el Gran Hotel es un reclamo de por sí. Permítale que le diga que eso, en momentos difíciles como este, es insuficiente. Hagamos uso de lo que ya se ha inventado y dejemos de actuar de forma intuitiva como los pintores flamencos.
Don Fernando iba a decir algo, pero un camarero se acercó a Carlos y cuchicheó algo en su oído.
—Diles que pasen —después se dirigió a su familia—: Acaba de llegar mi sorpresa.
—Con lo que te gusta quedar bien con todo el mundo, me extrañaba que no nos regalaras nada a mí y a mi futura esposa —dijo Ricardo con ironía.
—No es para vosotros.
Nadie esperaba aquella visita. Mr. y Mrs. Graham aparecieron en el restaurante, ataviados con finas ropas, como si el tiempo no hubiese pasado para ellos. Un encuentro casual en París había puesto en contacto a Carlos y el inglés y, después de largas horas conversando sobre las ventajas del ferrocarril, habían seguido la tertulia a través de la correspondencia. Mr. Graham había convencido a Carlos, como no había podido hacer con su padre en la boda de Lady, de que la instalación del tren a Cantaloa era una inversión segura a corto y largo plazo.
Las cartas que Carlos recibía de don Fernando sobre el descenso de la clientela del hotel venían a corroborar que el tren era necesario. Sin embargo, el frío recuerdo que los Graham habían dejado en los Alarcón impidió darles un cálido recibimiento.
—¿Qué hacen aquí, hijo?
—Padre, le pido que se siente a escucharnos. Tenemos una propuesta que hacerle.
La reacción de don Fernando despertó tal curiosidad en los comensales que nadie advirtió que Lucía había empalidecido notablemente. Ver a Mrs. Graham frente a ella trajo a su mente el humillante suceso ocurrido en la boda de Lady. Intentó apartar esos oscuros pensamientos de su cabeza, siguiendo los consejos del doctor Brönn. En los años que llevaba de terapia junto a él, había sentido tanta rabia al pensar en la inglesa que siempre acababa enfureciendo o llorando desconsolada. Pensó en retirarse a tiempo, pero Mrs. Graham le dedicó una fugaz mirada que se clavó en su retina para siempre. Entonces sus labios se abrieron en lo que la inglesa supuso sería una sonrisa, y comenzó a gritar:
—¡Fuera de aquí! ¡No quiero verte! —exclamó Lucía, osando perderle el respeto.
La escasa clientela puso toda su atención en la mesa principal.
—Hermana, cálmate —dijo Carlos—. Mr. Graham solo ha venido a hablar de negocios.
—Es ella. No quiero verla. Sácala de aquí, por favor.
—Señorita Lucía —se atrevió a hablar Mrs. Graham—. ¿Por qué se pone así? ¿Tanto le incomoda mi presencia?
—¡Cállate! Tú le dijiste a todo el mundo que estaba loca.
—Hija, baja la voz inmediatamente —ordenó doña Consuelo.
—Lo hice por su bien —continuó Mrs. Graham—. Pero veo que han pasado los años y sigue igual.
Aquel comentario cargado de dobles intenciones fue la gota que colmó el vaso. Los rostros en movimiento de los presentes no tardaron en hacerse abstractos y Lucía se desmayó ante el estupor de todos.
—¿Dónde está el doctor? —preguntó doña Consuelo.
—Iré a avisarlo —dijo Ricardo, disculpándose con su prometida.
Carlos cogió a Lucía en brazos y cargó con ella hacia la habitación. No era fácil. La joven había caído inconsciente, al principio, pero ahora su cuerpo se retorcía con dolor. Don Fernando y doña Consuelo iban tras él con el corazón en un puño.
—Llévala a su habitación —dijo don Fernando.
—¡No! —exclamó doña Consuelo con vehemencia—. Se oirán sus gritos. ¿Quién querría estar en este hotel en estas condiciones?
—Madre, ¿cómo se atreve a pensar en eso ahora? No podemos esconderla.
Una luz pareció instalarse en las pupilas de la dueña del hotel.
—Bajadla al sótano.
—¿Qué dice, madre? Está oscuro y hace frío.
—He dicho que la bajéis… Será solo hasta que se calme.
A don Fernando la idea no le pareció del todo descabellada mientras fuera una solución momentánea. Hacía años que nadie entraba a la única habitación que quedaba sin sellar de todo el sótano. Si no recordaba mal, el cuarto estaba acomodado con una cama y varios muebles que habían desechado de la parte alta del hotel.
—No me obligue a hacerlo. No puedo —dijo Carlos con contundencia.
—Entonces lo haremos nosotros —sentenció doña Consuelo.
Don Fernando cogió en brazos a Lucía y junto a su esposa iniciaron el descenso al sótano. Para acceder a él había que atravesar la zona del servicio y la ayuda de doña Mercedes a la hora de despejar los pasillos se hizo imprescindible. Avanzaron con varios candiles encendidos por el lúgubre corredor que daba a la habitación mientras Lucía seguía lanzando todo tipo de improperios contra Mrs. Graham. Una vez la tumbaron sobre la cama, dejaron un candil encendido sobre un escritorio y cerraron con llave para que no pudiera escaparse. La joven fue súbitamente consciente de que esa no era su habitación y gritó, fuera de sí. Su cuerpo tiritó solo de pensar que sus padres la habían dejado allí encerrada hasta que consiguió quedarse dormida.
Horas después Lucía despertó y se obligó a calmarse y olvidarse de los pensamientos turbios que la habían llevado hasta ese cuartucho. Se concentró en el golpeteo resonante y rítmico de una gotera hasta que se aburrió. Intentó elevar la voz sin sonar violenta —debía mantener el control— y pidió que la sacaran de allí, pensando que alguien la escucharía al otro lado de la puerta. Tras varios minutos esperando oír el retumbante sonar de unos zapatos, Lucía se convenció, sin fundamento, de que sus padres no permitirían que pasara allí la noche sola y eso la tranquilizó. De repente una idea emergió en su mente y comenzó a murmurarla para no olvidarla. Acercó el candil hasta el escritorio y rebuscó en los cajones hasta encontrar un papel y una pluma: acababa de dar con el final para su novela.