Ninguna de las recién incorporadas al servicio de doncellas contaba, cuando fueron seleccionadas por doña Mercedes hacía ya una semana, con formar parte de aquella sonada boda. Ludivina Baeza, una bella y elegante joven de piel delicada entrada en la treintena, hija de don Avelino Baeza, un cotizado empresario español y una adinerada inglesa, había decidido continuar el vínculo con Inglaterra iniciado por sus padres, prometiéndose con lord Wimsey, un prometedor abogado residente en Londres.
Desde que se enamoró de aquel gentleman en la capital inglesa, Ludivina supo que la boda se celebraría en el Gran Hotel. No había otro sitio en el mundo, según ella, que reflejara mejor el amor que sentía por aquel británico. Sus padres pasaban desde hacía años los meses de verano y alguna que otra Navidad en el negocio de la familia Alarcón, a la que apreciaban como si llevaran la misma sangre. El sentimiento era mutuo. Si las habitaciones preferidas de los Baeza se encontraban ocupadas, los Alarcón las desalojaban para acoger a sus clientes más fieles.
De tantas semanas que llevaban preparando el enlace entre Ludivina y lord Wimsey, el Gran Hotel había adquirido una fama que había acelerado las reservas de invierno. Fama acentuada por las columnas de sociedad de todos los diarios del país y parte del extranjero que habían decidido hablar del evento. Una cantidad ingente de aristocracia europea y, sobre todo, inglesa había confirmado su presencia, desbordando las expectativas de los propietarios, que se vieron obligados a incorporar más miembros en el servicio.
La parte baja del hotel era desde hacía días una auténtica olla a presión. Camareros, cocineros y doncellas realizaban sus tareas a la mayor brevedad posible ante el firme mandato de doña Mercedes y don Anselmo, el anciano maitre, que había tenido que delegar tareas en varios camareros, antes que permitir que los clientes lo vieran desfallecer de puro cansancio.
Las recién incorporadas tenían la categoría de doncellas, pero pasaban el día encerradas en la lencería planchando los trajes de los invitados y solo las mejores acabarían convirtiéndose en verdaderas doncellas.
—Todo lo que hacéis aquí abajo os servirá para estar algún día a la altura ahí arriba —había sentenciado doña Mercedes—. Afanaos en vuestras tareas. Si el corsé no le sienta bien a la clienta, el problema es vuestro, no de ella.
Si hubiesen sabido que el trabajo iba a ser tan duro, muchas de ellas habrían dejado pasar el carro que las llevó al Gran Hotel. No era el caso de Ángela y Clarisa, que habían destacado por su carácter disciplinado desde el primer día. Apenas habían visto la luz exterior desde que se dedicaran a sus tareas de planchado, que realizaban sin rechistar. Bien por falta de confianza, bien por falta de tiempo, todavía no habían intercambiado fantasías, pero cuando eso sucediera ambas coincidirían en que, por un instante, se imaginaron vestidas con aquellas prendas durante una grandiosa celebración. De momento, debían conformarse con sentir el tacto de las delicadas telas en sus dedos.
* * *
El día de la boda de Ludivina con lord Wimsey, doña Mercedes se paseaba, a primera hora de la mañana, con una huevera de plata por todo el hotel. La gobernanta recorría los pasillos con una celeridad pasmosa. Los empleados que la conocían de años la calificaban de meticulosa y autoritaria. Pero a la gobernanta le gustaba hacer las cosas bien y, en un hotel con tanto prestigio, además había que hacerlas rápido.
Casi treinta años hacía que trabajaba al servicio de la familia Alarcón. Conocía todos los rincones del hotel y los secretos que este albergaba. Su alto sentido de la responsabilidad había sido premiado con el puesto de gobernanta al año de ocupar el de doncella. Nadie había conseguido ese puesto con tanta rapidez y se sentía enormemente orgullosa de ello.
Una vez hubo alcanzado el comedor del servicio, increpó, con un brusco tono monocorde, a don Anselmo, que estaba concentrado en sacarle brillo a una vieja chocolatera.
—Falta una huevera como esta en una de las mesas. Déjeme la llave para comprobar si se ha quedado en el armario de la cubertería.
—En el armario no quedan más que algunos cubiertos de repuesto —dijo don Anselmo con voz áspera, opaca, y un leve acento sureño.
Y el maitre siguió con su minuciosa tarea.
—¿Usted sabe que los ingleses no dejan pasar un día sin comer un huevo duro? —preguntó irónicamente doña Mercedes.
—Mejor que usted. Pasé unos años sirviendo a una familia de Manchester.
—Entonces sabrá que cada invitado debe tener su huevera durante el banquete. No podemos hacer una excepción y servir a uno de ellos su huevo en un plato.
—Probablemente, la que falta estará en otra mesa.
Doña Mercedes cabeceó. Tenía prisa.
—He comprobado todas las mesas y solo falta una. ¿Me quiere dejar la llave del armario?
—No es la primera vez que se lo digo. Por favor, no cuestione mi trabajo.
—Entiéndame, a sus años…
—Setenta y tres, por si quiere saberlos.
—La memoria ya le ha traicionado alguna vez —insistió la gobernanta apuntándolo con la huevera.
—La memoria no tiene que ver con los años. —Después se refirió a la huevera—: Si sigue meneándola de esa manera, al final van a faltar dos.
—Me rindo ante su tozudez —suspiró la gobernanta—. Desde luego, cada vez es más difícil hacerlo entrar en razón. ¿Qué piensa hacer?
—Descuide, ya se me ocurrirá algo.
—El banquete es dentro de seis horas. No se entretenga.
Estaban a punto de enzarzarse en otra eterna discusión cuando una doncella irrumpió en el comedor impaciente.
—Doña Mercedes, la doncella de la señorita Lucía está enferma y no puede asistirla. La señorita pide unos paños húmedos y no tiene quien se los acerque.
—¿Y por qué no se los llevas tú?
—Estoy atendiendo a doña Consuelo con su vestido.
—¿Y el resto?
—Todas están ocupadas vistiendo a las invitadas. Ruego nos disculpe.
Doña Mercedes rehusó seguir interrogando a aquella muchacha y caminó hasta la lencería con la huevera en la mano. Ángela y Clarisa enderezaban los aros de un miriñaque cuando la gobernanta interrumpió su tarea.
—Ángela, necesito que subas unos paños húmedos a la señorita Lucía.
La joven no pudo disimular la tensión que sintió en sus extremidades cuando recibió la orden.
—Doña Mercedes, lo haría encantada, pero todavía no conozco el hotel.
—Yo te acompañaré hasta su habitación. Clarisa, sigue planchando.
Doña Mercedes se dio cuenta en ese momento de que quizá aquellas muchachas podrían saber algo acerca del paradero de la huevera desaparecida.
—Por cierto, ¿no habréis visto una huevera como esta por algún lado?
Ante la sólida negativa de las muchachas, doña Mercedes emitió un suspiro quejicoso y se giró hacia la salida.
—Por aquí, Ángela. Vas a ver por primera vez el Gran Hotel.
Ángela sintió una excitación que le recorrió todo el cuerpo.
* * *
Doña Mercedes dejó a Ángela al inicio de un largo pasillo con una palangana repleta de paños húmedos, que todavía conservaban parte del calor del agua hirviendo de la olla. Le indicó cuál era la puerta de la habitación de la señorita Lucía y se dio media vuelta. Había mucho por hacer.
Ángela había contemplado con estupor las estancias que había atravesado hasta llegar a aquel inmenso corredor. Definitivamente, el hotel no tenía nada que ver con la imagen que ella había recreado en su mente desde hacía años. Era mucho mejor. Ahora que conocía las gigantescas dimensiones del interior del edificio, se sentía aventajada con respecto al resto de sus compañeras. Sin embargo, aún le quedaban tantos lugares por descubrir en el hotel que se angustió solo de pensar que nunca llegaría a conocerlos todos.
Ángela observó el pasillo con expectación, como si fuera a cambiarle la vida con la sola acción de atravesarlo. Una alargada alfombra de color rojizo se extendía frente a sus pies. Dio un par de tímidos pasitos que se vieron interrumpidos cuando la luz del sol, que entraba por la ventana como la de un faro, le golpeó en la sien. Sería días después, en una noche de insomnio, cuando al recordar ese instante interpretara el golpe de luz como una señal de que algo estaba a punto de pasar.
La puerta anterior a la de la habitación de Lucía se abrió y Ángela reconoció rápido la voz del señorito Carlos, que peleaba con su hermano.
—Le dije a madre que ese pañuelo lo llevaría yo —espetó Carlos.
—Me lo regaló Ludivina para mi cumpleaños —dijo Ricardo.
—Ludivina no te regalaría ni uno usado.
—¡Devuélvemelo!
Otra puerta contigua a la de los jóvenes se abrió vigorosamente. Ángela sopesó la idea de atravesar esa escena, como un actor que irrumpe en el escenario sin saberse el papel, y sintió un escalofrío. La palangana palpitó en sus manos y buscó un hueco, al lado del aparador donde comenzaba el pasillo, para esconderse.
El siseo de unas enaguas emergió de la habitación que se acababa de abrir. Doña Consuelo, a medio vestir, entró en el cuarto contiguo. La puerta quedó abierta, así que Ángela pudo escuchar la breve pieza teatral que parte de la familia Alarcón iba a interpretar.
—Hijos míos, ¿qué pasa? ¿No podéis dejar de discutir un solo rato?
—Madre, ese pañuelo es mío y Carlos dice que lo va a llevar él —protestó Ricardo.
—El azul cielo le sienta mejor a tu hermano —contestó doña Consuelo—. Deja que lo vista hoy y mañana será tuyo para siempre.
—No es justo. Es mío —replicó Ricardo.
—Tú naciste creyendo que el mundo es tuyo.
Carlos rio. Ángela imaginó, desde su hueco, cómo se dibujaría esa sonrisa en su cara.
—No te rías —reprendió doña Consuelo a Carlos—. Tú eres igual.
—Será lo único en lo que nos parecemos, madre —puntualizó Carlos.
—Será —sentenció doña Consuelo—. Ahora dejadme vestir tranquila. Bajad al jardín con vuestro padre. Los Graham deben de haber llegado ya.
Si se le había pasado por la cabeza salir de su escondite, desde luego, ahora no era el mejor momento. Doña Consuelo se encerró de nuevo en su cuarto y, tras ella, Carlos y Ricardo se dirigieron al aparador donde estaba Ángela acurrucada. Los jóvenes avanzaban refugiados en un obstinado silencio, fruto del desencuentro que acababan de tener.
Ángela cerró los ojos con fuerza y trató de silenciar, de alguna manera, su agitada respiración. Apretó la palangana y notó la mojadura de los paños sobre su pecho. Carlos y Ricardo estaban ya muy cerca del aparador cuando decidió abrir uno de sus ojos y contemplar, por primera vez de cerca, al mayor de los Alarcón. Había en ella un deseo hacia Carlos que le hacía verse a sí misma demasiado pequeña para sentir algo tan grande. Un deseo alocado, expresado con una sonrisa de falsa enamorada que la acompañaba desde la primera vez que lo vio. No sabía exactamente lo que era, pero sabía que debía detenerlo.
Cuando los jóvenes doblaron la esquina, alejándose del lugar en el que Ángela se escondía, sintió la compulsión de soltar una risa nerviosa. Pensó un instante en la estúpida idea de esconderse tras un mueble y valoró fugazmente si lo habría hecho de todas formas aunque no hubiese escuchado la voz del señorito Carlos. Sin embargo, no tenía tiempo de analizar en profundidad la inquietud que le producía aquel muchacho. Alguien la estaba esperando desde hacía rato.
* * *
Lucía se peinaba frente al espejo con aires de princesa. Las cerdas del cepillo se entrelazaban con sus finos cabellos respetando los bucles que se formaban en las puntas. Tenía aspecto de recién levantada. Llevaba un delicado camisón blanco que traslucía su niñez. Su tarea se vio interrumpida por el sonido de unos nudillos contra la puerta.
—Está abierta —dijo Lucía.
Ángela entró con los brazos estirados, mostrando la palangana, y cerró la puerta.
—Aquí le traigo los paños, señorita. ¿Se los dejo al lado de la jofaina?
Lucía la repasó con la mirada a través del espejo.
—¿Y Nieves?
—Su doncella está en cama. No ha querido asistirla por miedo a que se contagie de gripe.
—Preséntate.
—Ángela Salinas, para servirla.
Más que por la presencia de Lucía, a la doncella le temblaba ligeramente la voz por el falso cruce con Carlos.
—Deja los paños sobre la cama y ayúdame a recoger el pelo.
Ángela obedeció a la primera orden, pero dudó de saber hacer la segunda.
—Nunca he peinado a nadie, señorita.
Lucía se dio media vuelta y contempló a Ángela de frente, por primera vez. Su rostro afable le inspiró una extraña confianza.
—Inténtalo. Aquí tienes el cepillo —ordenó Lucía ofreciéndoselo—. Y en esa cajita, todos los prendedores.
—No sé si debería llamar a otra doncella —razonó Ángela con cierta inseguridad.
—No lo dudes. Lo haré si no quedo conforme.
A Ángela le asombró el arrojo de la pequeña de los Alarcón para pedirle que peinara su cabello. Ni siquiera estaba segura de que tuviera las manos limpias. No le gustó la idea, pero tomó el cepillo de sus manos.
—Tiene un pelo precioso.
—Todas decís lo mismo —respondió Lucía con un leve tono cursi—. Lo decís para que me sienta bien.
—No sé por qué lo harán las otras doncellas, yo se lo digo porque es verdad.
La espontaneidad de Ángela provocó en Lucía una pueril sonrisa.
—Debes de tener mi edad escrutó la joven Alarcón.
—Trece años, ¿y usted? —preguntó Ángela para arrepentirse al instante—. Lo siento, señorita Lucía, no debería hacerle preguntas.
—Puedes hacerme todas las preguntas que quieras. Me aburro tanto… —Hizo una pausa—. ¿Te cuento un secreto?
Ángela se encogió de hombros.
—No necesito esos paños. Solamente quería un poco de conversación. Lucía hizo una pausa como si esperara a que Ángela rellenara el silencio. Pero no fue así. La doncella no se atrevió a hacerle más preguntas y prendió la primera horquilla en su cabello.
—Para ser la primera vez que peinas a alguien, no lo estás haciendo nada mal. ¿Tienes hermanas?
—Una. Violeta se llama.
—Violeta —repitió Lucía haciéndose eco—. La protagonista de mi primera novela podría llamarse así. —Y tras una breve pausa matizó—: Violet —en un perfecto inglés—. Me gusta. ¿Te gusta?
Ángela asintió.
—¿Quiere ser escritora?
—Desde que nací. Pero a madre no le agrada la idea de tener una hija novelista. Preferiría que me casara y me dedicara a las tareas que ella realiza en el hotel.
A través del espejo, Ángela pudo apreciar la fina lámina de hastío de los ojos de Lucía y recondujo la conversación.
—¿El que sabe escribir también sabe leer?
Lucía soltó semejante carcajada que una de las horquillas que Ángela estaba a punto de prender salió disparada al espejo.
—Pues claro, tonta, ¿cómo no va a saber? A leer me enseñó mi hermano Carlos. A escribir aprendí yo sola —quiso aclarar—, entiéndeme, a escribir novelas.
Que Lucía hubiese mencionado el nombre de su hermano era una buena oportunidad para que Ángela preguntara algo, pero si ni siquiera estaba segura de lo que sentía por él, mucho menos sabía qué le interesaba averiguar de su vida. De repente, una risa masculina se escuchó bajo la ventana.
—Carlos mofándose de Ricardo. Inconfundible. Siempre están igual.
Entonces sí, una pregunta emergió en la mente de Ángela.
—¿No se lleva bien con su hermano?
—¿Con Carlos o con Ricardo?
—Disculpe, con los dos —disimuló.
—Los adoro. Son mis hermanos. Pero estoy cansada de que acaparen toda la atención. —Hizo una pausa para dar un mayor cariz al discurso. Después continuó—: Madre solo tiene ojos para Carlos. Aunque no siempre haya sido así.
La preocupación arrugó su pálida frente. Ángela prefirió seguir escuchándola, antes que interrumpir.
—Cuando era más pequeña, mi familia no daba un paso sin mí. Pero después crecí y…
—Sus padres deben de estar muy ocupados con el hotel —interrumpió Ángela.
—¿Tú qué sabes? —exclamó Lucía, endureciendo el gesto.
El cambio de registro en la voz despistó a Ángela por completo. Aun sabiendo que era Lucía la que debía disculparse por su tono insolente, jamás se le habría ocurrido pedir a una muchacha de alta cuna que se excusara.
—Lo siento, solo pretendía decir que… —se disculpó Ángela.
—Sé lo que querías decir. Y en el fondo tienes razón, pero eso no justifica el poco tiempo que dedican a escucharme. Yo también pienso en cosas interesantes aunque no estén relacionadas con el hotel.
El cuerpo de Lucía comenzó a estremecerse ligeramente.
—¿Está usted bien?
—El Gran Hotel es un fraude —dijo Lucía en tono agresivo. Después se giró y clavó su mirada en Ángela con los ojos a punto de salírsele de las cuencas—. Crece. Eso es lo único que saben decir. Yo no quiero vivir en este estúpido hotel. Quiero irme lejos. ¡Lejos de aquí!
Ángela no pudo hacer nada para calmarla. Le ofreció un vaso de agua, pero la joven Alarcón fue víctima de una violenta convulsión que la tumbó en el suelo. Lucía empezó a retorcerse como un gusano. Ángela entró en pánico.
—¡Ayuda, por favor!
—Calla —ordenó Lucía desde el suelo—. No grites.
—No sé qué le pasa. Déjeme avisar a su familia.
—Ni se te ocurra.
Lucía enroscó el cuerpo con un movimiento estudiado, como si aquello hubiese ocurrido más de una vez.
—Mi familia no puede saber esto. Ya se pasa.
Ángela quiso abrazarla, pero entendió que demostrarle ternura sería una falta tan grave como verla sufrir sin hacer nada. Fue angustioso observarla allí tumbada con la sensación de que aquello podría tener un triste final. Solamente se permitió la licencia de coger los paños húmedos, que ya estaban fríos, y pasarlos por su frente. Lucía se sintió un poco mejor.
—Gracias —dijo Lucía más calmada.
La doncella respiró con alivio y se mantuvo a su lado hasta que su cuerpo se relajó. Después reparó en la puerta, que ella había cerrado al entrar, y ahora estaba extrañamente entreabierta.