III - EL SONIDO DEL PIANO

Gran Hotel, Cantaloa. Mayo de 1859

Los mejores recuerdos son aquellos que asoman en la cabeza cuando uno empieza a perderla. Aquellos en los que el olor emerge en la mente con la misma intensidad de la primera vez, y los colores de la imagen que se rememora no han rebajado un ápice su tonalidad. Evocar el pasado con tanta verosimilitud es señal de haber tenido una sensación única, inolvidable, que durará toda la vida. La emoción que sacudió a Ángela al contemplar por primera vez el Gran Hotel se transformó en recuerdo en ese preciso instante.

Aquel edificio había sido diseñado para ser el mejor hotel de España. Era obra de principios del XIX, aunque la tosquedad con la que se había erigido por primera vez, gracias a una serie de modificaciones en su fachada, quedaba reducida ahora a un delicado almohadillado en las esquinas. La ambición del proyecto se dejaba sentir en la rítmica combinación del paramento liso con las majestuosas balconadas de inspiración romántica. La retorcida balaustrada que nacía en el jardín anterior daba paso al vestíbulo, donde uno se sentía parte de la realeza.

Un eje longitudinal que atravesaba el jardín unía el bosque con la entrada principal, como si el edificio fuera un elemento más de la naturaleza. El sonido de las olas, rompiendo contra el conglomerado rocoso del acantilado, llegaba al hotel como una eterna banda sonora de fondo sobre la que los clientes actuaban dentro de un decorado de ensueño. La vista no se cansaba de contemplar su fachada, flanqueada por torreones almenados, dignos de leyendas de princesas medievales. En noches de clara luna, la elegancia de sus formas quedaba resaltada por una aureola de estrellas. Nada era igual al Gran Hotel. Nada, excepto la naturaleza misma.

La trasera del hotel tenía una parte reservada, fuera de la vista de la clientela, para la descarga de mercancías. Ángela bajó del carro junto al resto de las niñas. El sol había recorrido el cielo y empezaba su camino descendente. Bajo petición del conductor, las niñas se formaron en hilera en aquel caminito de tierra que atravesaba el verde intenso del jardín mientras él avisaría a doña Mercedes, la gobernanta, para que comenzara el proceso de selección.

Contemplando el imponente edificio, Ángela tuvo la sensación de empezar una nueva vida. Acababa de entrar no solamente en el recinto del hotel más caro del país, sino también en un nuevo período en el que, si doña Mercedes la aceptaba, debía atender obligaciones que hasta ahora desconocía. Su estómago experimentó algo parecido al temor, como si de repente se hallase sola en aquel inmenso jardín. Incluso sintió deseo de salir corriendo de allí y reencontrarse de nuevo con su familia.

Antes de plantearse en serio la más dramática de las posibilidades, Ángela tuvo la suerte de poder observar su reflejo en el cristal de una de las ventanas de la planta baja del edificio. Viéndose a sí misma se convenció de que debía confiar en que las cosas iban a salir bien, se dijo que ni ella ni su familia volverían a ser unos miserables. Aquel trabajo solo podía aportarles felicidad. En el momento en el que encontró el argumento preciso, que debió balbucear en voz baja, oyó una profunda inspiración y luego una voz que decía: «Tiene que ser ahora». Clarisa se descuadró de la fila no sin antes dar de nuevo, sin complejos, la orden a Ángela de que no dijera nada.

La niña pelirroja se acercó al asiento del conductor donde este había olvidado la hoja en la que había escrito los nombres de las viajeras y apuntó su nombre. A ojos de Ángela la sorpresa fue evidente. ¡Sabía escribir! Ella, desde luego, no sabía. De vuelta a la fila, Clarisa, impulsada por la urgencia de justificarse, habló sin que Ángela hiciera la menor intención de preguntarle.

—Mi padre era funcionario. Se arruinó y ahora es un borracho. —Desvió la vista hacia el horizonte con un gesto teatral—. Por eso me he ido de casa.

Ángela estaba tan inmersa en sus pensamientos que apenas se le ocurrió indagar en la vida de aquella jovenzuela. Siempre había una voz por encima de su cabeza que le tranquilizaba en momentos de tensión. Si se permitía iniciar una conversación con Clarisa, la voz se esfumaría y pronto estaría pidiendo que la sacaran de allí. El resto de las compañeras estaban igual de concentradas, mirando hacia la puerta del servicio, deseando poner cara a doña Mercedes. Pero la puerta se abrió para dejar paso al conductor, que caminaba solo, con la única compañía de una botella de vino medio vacía en su mano.

—Doña Mercedes va a tardar —explicó, haciendo una pausa eterna—. Será mejor que esperéis en el carro.

El hombre volvió a meterse en el edificio y las niñas se acomodaron en el vehículo. Se estaba haciendo eterno aquel día.

* * *

Una brigada de hormigas escalaba el zapato derecho de Ángela, que obstaculizaba su camino como la cima de una montaña en medio de una llanura. La joven esbozó una débil sumisa y siguió con la vista, hasta donde le alcanzo, el trayecto de los insectos. Todas las muchachas dormían, acurrucadas, sobre un mínimo hueco dentro del carro. Todas menos ella.

Ángela se sacudió el zapato y las hormigas cayeron una a una sobre el césped. Paseó unos metros para desentumecer las piernas hasta que alcanzó una roca áspera y se sentó a esperar. Desde aquella parte del jardín, el canto de los jilgueros se diluía con un leve bullicio en la parte interior del hotel. Tal y como doña Emilia le había descrito el ambiente de algún hotel de alta categoría, la joven imaginó a cursis muchachas de apretado corsé que se abanicaban mientras se revelaban románticos secretos. Los hombres, en cambio, comentarían las corridas de toros de la capital con tono solemne. El panorama producía una impresión de calma intemporal que Ángela no recordaba haber vivido antes.

La suave brisa del mar trajo hasta ella el sonido de un piano. Por momentos animada, a ratos melancólica, la melodía envolvió a la joven como una espiral. El canto de los pájaros había quedado relegado a un segundo plano y su oído se dejó llevar por aquellas delicadas notas musicales. Lanzó una ojeada hacia la parte delantera del edificio y se atrevió a avanzar tímidamente unos cuantos pasos. El sentido común le dijo que se estuviera quieta. Sin embargo, se obligó a fisgonear, siempre con la vista puesta en la zona del servicio por la que saldría doña Mercedes.

Llegó a un punto en el que el sendero que circundaba el jardín quedaba interrumpido por árboles de tronco gris verdoso. Ángela los bordeó y volvió la vista atrás, confiada en que le daría tiempo a regresar al carro si la gobernanta hacía acto de presencia. Cuando el sendero inició un suave descenso, la joven se apoyó en el tronco de un árbol y adivinó por fin la naturaleza de la melodía.

Un joven bien vestido, concentrado en el fluir de sus dedos sobre las teclas del piano, disfrutaba de su destreza junto a la que parecía su familia. El muchacho, esbelto, de tez morena y cabello castaño ondulado, ofrecía la imagen convincente de alguien que había nacido para tocar ese instrumento. Sus dedos desnudos producían un agradable sonido deslizante sobre las teclas mientras su cabeza solo se movía con golpes secos, acentuando los graves. La elegancia de su movimiento corporal fue estudiada por Ángela como si se acabara de detener el tiempo. Estaba impresionada por el que parecía el joven más encantador que jamás vería. Era como si hubiese merecido la pena el viaje solamente por haberlo conocido. Aquella escena era demasiado intangible para resultar real. Por un instante, la atracción sustituyó a la inicial preocupación de Ángela y la muchacha dejó de mirar hacia atrás.

* * *

La familia Alarcón podía presumir de ser conocida fuera del país. Por lo menos una vez al año, el hotel que la familia regentaba desde hacía cuatro décadas era recomendado en la columna de algún periódico europeo. Desde que abrió sus puertas, la filosofía del Gran Hotel se remontaba a la de los primeros hotels parisinos. Lujo y elegancia en el exterior; confort y sobriedad en el interior. El espíritu competente de los Alarcón había colocado el negocio familiar a la cabeza de los hoteles españoles, incluso por delante de los más afamados de Madrid.

La familia siempre recibía con los brazos abiertos a su amplia clientela: desde reputados banqueros, funcionarios y comerciantes de clase alta hasta aristócratas o miembros de la propia Casa Real. El edificio permitía disfrutar de un tiempo de descanso frente al mar o participar en los debates sociales latentes, todo dentro de un refinado ambiente. Solo recibía «gente educada» con alto nivel de formación. Pero también irritable y exigente a partes iguales.

El heredero y actual dueño del hotel era Fernando Alarcón. Nieto del primer Alarcón que fundó el negocio, era una combinación interesante de un hombre de su época, ambicioso y gentil. El hombre corpulento de bigotes viriles retorcidos en las puntas y labios gruesos, tenía un aspecto imponente, aunque su voz deshacía el efecto.

Don Fernando pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre hechos pasados. Adoraba echar la vista atrás y enorgullecerse de la saga familiar de la que había obtenido la mejor de las herencias. Eso no implicaba que, de vez en cuando, pensara en el porvenir del hotel, pero era una señal evidente de que si las cosas iban bien, estas eran intocables.

De todos los hermanos no era el más agraciado, pero su galantería y su saber estar le habían premiado desde su adolescencia con más de una candidata a esposa. Sin embargo, don Fernando quedó prendado de la hija de un banquero viudo de gran reputación, que pasaba unos días de vacaciones en el hotel junto a su padre. A pesar de que era de la clase de hombres que se guardaba las emociones para sí, clavó sus ojos en ella nada más verla con alarmante intensidad y, a los pocos días, le preguntó si no le importaría ser su esposa. La respuesta fue afirmativa. Ella era demasiado inteligente para no saber que don Fernando era el hombre con el que debía compartir su vida.

De belleza clásica y carácter dominante, doña Consuelo siempre fue una esposa modélica. Cada año que pasaba estaba más delgada, pero para don Fernando seguía siendo igual de hermosa.

Más que el nacimiento de sus tres hijos, Carlos, Ricardo y Lucía, a doña Consuelo lo que le cambió la forma de entender el mundo fue la muerte de su padre. Ser consciente de la fugacidad de la vida la obligó a disfrutar de ella, abandonarse a lo superfluo y a los placeres que su propia casa, el Gran Hotel, ofrecía a la clientela. Aprendió a divertirse y a divertir a los demás. Su frivolidad y su gusto refinado empezaron a ser bien conocidos por las altas capas de la sociedad y, lejos de espantarlas, las atrajo hacia sí con tanta fuerza como la resaca de un mar enfurecido. Don Fernando hubiese preferido un cambio menos radical en su mujer —con el tiempo ya no se esforzaba tanto en complacer a su marido, sino más bien a la clientela—, pero era innegable que ella tenía un don para organizar eventos, cacerías o bailes nocturnos que reunían a gentes de todas partes, del que él carecería de por vida.

Como amante de lo fútil, doña Consuelo era una apasionada de la moda de la época. Cada vez que bajaba al salón con un desinhibido contoneo, se dedicaba a mirar un rato a través de los ventanales, ligeramente apoyada en una pierna, con el brazo opuesto pendiendo por la curva de la cadera, para deslumbrar a la clientela con algunos de sus flamantes vestidos y complementos. Otra de sus pasiones era la lectura, a la que dedicaba horas, obligando a sus hijos a imitarla sentados frente a ella.

Don Fernando supo desde el principio que la educación de sus hijos correría a cargo de su esposa. Cuidar del hotel y formar a los pequeños constituía para ella una vida útil. A pesar de que don Fernando trató, en varias ocasiones, de domeñar la voluntad de hierro de su esposa, aquel no tardó en dimitir de tan absurda tarea: nadie podía formar a sus herederos mejor que ella.

Carlos era el hijo mayor. Parir un varón en primer lugar había colmado de felicidad a los Alarcón. Ya no tenían que preocuparse de engendrar al futuro heredero, a no ser que el cruel destino que Dios hubiese escogido para él truncara su vida, como la de otros tantos niños del momento. El joven había heredado los modales de su padre y la elegante ambición de su madre. De rostro brillante y sonrisa fácil, Carlos era un hijo ejemplar, aprendía más rápido que nadie, y le encantaba hacer gala de ello delante de todo el mundo.

No había nada que le hiciera más feliz que pensar en que sería el próximo dueño del Gran Hotel. Por esa razón, desde pequeño, había permanecido largas horas junto a su padre y grandes hombres de negocios, escuchando conversaciones indescifrables para él. A medida que fue creciendo, esos coloquios se volvieron comprensibles y empezó a participar en ellos con una inteligencia deslumbrante.

A Carlos le encantaba sentirse necesitado y adoraba que le recordaran, de vez en cuando, que algún día, todo eso sería suyo. Estaba seguro de querer marchar al extranjero a completar sus estudios y así convertirse en un Alarcón más competente.

Culto y refinado sin parecer amanerado, le divertía languidecer junto a su madre en el diván que esta hacía sacar al jardín en las calurosas tardes de verano. Madre e hijo pasaban horas enteras charlando de banalidades cuyo conocimiento por parte del joven era imprescindible para poder dialogar con gracia con la aristocracia que visitaba el hotel.

Hasta que no cumplió quince años a Carlos las mujeres apenas le interesaron. Ahora, con dos años más, el interés había crecido y al joven le encantaba fantasear con su supuesta prometida con la que pasaría toda la vida. Doña Consuelo ya había propuesto a algunas candidatas que Carlos había rechazado tajantemente. Todo lo exigente que era en los negocios, lo era también en el amor.

El joven Alarcón esperaba enamorarse libremente como lo habían hecho sus padres. Había oído tantas veces la frase «cuando sepas lo que quieras hacer, serás libre para asumirlo» que su espíritu romántico no había podido evitar aplicarla al hecho de amar a alguien.

—El día que sepa que quiero amar, seré libre de decidir con quién —razonó un día sentado junto a su madre.

Si había alguien completamente opuesto a Carlos ese era Ricardo, el hijo que los Alarcón tuvieron dos años después del primogénito.

Ricardo se había criado bajo la sombra de su hermano Carlos y eso le había hecho un flaco favor en la relación con sus padres y con el mundo en general. Sin embargo, él también había sabido ganarse a pulso el rechazo de su familia con su carácter pusilánime.

De baja estatura y cuerpo rollizo, Ricardo estaba lejos de la esbeltez de su madre. Su cuerpo tampoco se parecía al de don Fernando, que, desde hacía años, había decidido no ensanchar. Las mejillas eternamente sonrosadas como un bebé le hacían aparentar menos edad de la que tenía y eso ayudaba a que todavía no lo consideraran el hombre que ya debía ser.

Con notable talento para la caza y poco más, se mostraba irreverente cuando se trataba de esforzarse por el hotel. Con el tiempo, había llegado a ser muy hábil para eludir hacer cosas que no deseaba hacer. Los negocios, en general, le aburrían, aunque, de vez en cuando, tratara de imitar a su hermano con ideas imposibles que él creía innovadoras para el futuro del hotel. Cuando le sobrevenía el desánimo, Ricardo se convencía de que lo necesitaban, pero la realidad era bien distinta.

La pequeña de la casa, Lucía, ahora contaba trece años, una edad impresionable. Dulce, entusiasta e imaginativa, había aprendido a leer con las hermanas Brontë, de cuyo carácter romántico se había empapado. Al principio, su madre adoraba escucharla explicar, con su tierna vocecita, el argumento del libro. Casi nunca tenía que ver con la verdadera historia, pero era muy divertido observar a una niña describiendo el mundo desde su inocencia. Sin embargo, cuando murió su abuelo, doña Consuelo se centró en agradar a los clientes con pasatiempos y Lucía empezó a diseñarse un rico mundo interior.

La próspera etapa que el hotel estaba viviendo desde que ella nació había reducido al mínimo el tiempo que su padre podía dedicarle. Por su parte, sus hermanos cada vez se interesaban más por los asuntos de hombres y menos por sus preocupaciones vitales. Pasaba horas peinándose el largo cabello de oro trenzado delante del espejo e imaginando la joven hermosa y despreocupada en la que se convertiría en unos años. Si Lucía hubiese podido elegir su destino, ese sería el de ser escritora. Había tejido su propia red de personajes que se articulaban en diferentes historias amorosas. Sabía que sus padres jamás le permitirían triunfar con sus novelas, tener una autonomía personal suficiente, no porque hubiese escogido un oficio que no les agradara, simplemente porque no querían que tuviera un oficio.

Don Fernando era feliz. Doña Consuelo era feliz. Sus hijos eran felices. Pero nunca habían sido felices juntos. Se conocían bien a sí mismos y sabían que estaban llenos de intereses propios, pero rara vez habían decidido ponerlos en común. En el amor que se tenían siempre había una desigualdad de sentimientos. Nunca se habían declarado la guerra, pero entre ellos todo se encontraba en un punto muerto. Ese era el gran secreto de la familia Alarcón. Hacía tiempo que el hotel había monopolizado sus conversaciones, lo que les hizo perder la naturalidad de hablar de otros asuntos cotidianos y sentían apatía cuando alguno de ellos intentaba hacerlo. El hecho de estar siempre rodeados de clientes los llevaba a evitar el conflicto. Si don Fernando no estaba de acuerdo con doña Consuelo, prefería callar a despertar su ira. Si a Carlos le molestaba la actitud de Ricardo, pronto aparecía su madre para frenar la pelea. Si Lucía se sentía poco querida, se encerraba en la habitación a pensar en historias. Hubiese bastado con ser capaces de mirarse a los ojos para decirse lo que sentían y aprender a convivir con los defectos del otro. Pero el Gran Hotel no era el lugar idóneo para aprender a ser humilde.

* * *

Carlos terminó la pieza musical y su familia le recibió con un caluroso aplauso. El joven cerró la tapa que protegía las teclas del piano y se levantó, satisfecho de su trabajo.

—Enhorabuena, hijo mío —dijo su padre—. Ludivina va a estar muy orgullosa de ti.

Parapetada tras los árboles, Ángela volvió en sí cuando notó un tirón del pelo que le nacía en la nuca. Tras ella, doña Mercedes, una mujer corpulenta, de rostro recio y dientes imperfectos, clavaba su mirada en la joven.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con reprobación—. ¿No te han enseñado a estar quieta?

La imagen de Sagrario sermoneando a Antonio por haberse movido del fuego la noche pasada acudió inevitablemente a su cabeza.

—Disculpe, señora, había oído el piano y…

—El piano solo lo escucha quien entiende de él —interrumpió la gobernanta—. Una muchacha como tú nunca será bienvenida a los ensayos del señorito Carlos Alarcón.

«Carlos». Se llamaba así.

—Por supuesto que no, señora.

—Sígueme.

Ángela obedeció, echando un último vistazo al joven Alarcón. «Carlos», repitió el nombre, disfrutando del dulce susurro contra sus labios.

Al lado del carro todas las niñas esperaban erguidas, en hilera, la presencia de doña Mercedes. Esta acudió junto a Ángela, a la que obligó a colocarse en un extremo de la fila. La gobernanta aclaró la garganta ruidosamente.

—No tengo costumbre de repetir las cosas dos veces. Quien no se entere de lo que voy a decir, que lo pregunte a sus compañeras en horas de descanso.

Doña Mercedes se pasó las manos por la cintura, acentuando la estrechez del corsé.

—Nadie hablará delante de la familia Alarcón si ellos no os ceden la palabra. En ese caso, hablad lo menos posible; si os cruzáis con algún miembro de la familia en cualquier parte del hotel, debéis haceros invisibles: pegad el cuerpo a la pared y desviad la mirada; excepto como respuesta a un saludo, nunca saludéis vosotras primero; si os piden que los acompañéis a algún sitio, manteneos siempre unos pasos por detrás. Dos pasos están bien; cualquier roto o desperdicio en la casa será descontado de vuestro salario.

Doña Mercedes paró un segundo para tomar aire y después prosiguió:

—Cada cama será ocupada por dos de vosotras. No demoréis la hora de acostaros porque a las cuatro y media sentiréis mis nudillos en la puerta. A las cinco, todas en la lencería con el uniforme impecable como si lo acabarais de estrenar. Repartiré las tareas en función de lo capaces que os vea. La familia Alarcón no pasará por alto ni un solo error. No quiero distracciones. ¿Ha quedado claro?

Las muchachas asintieron. La rotundidad con la que se expresaba la gobernanta y el negro imponente de su uniforme no les daban otra opción.

—Coged vuestras cosas y seguidme —ordenó.

Después se dirigió a Ángela.

—Tú puedes volver al carro. Te llevarán de vuelta a casa —sentenció—. No te van a quedar ganas de escuchar un piano en tu vida.

Ángela sufrió sobre su cabeza el peso del desencanto. Sus hombros parecieron desinflarse y, por un momento, enmudeció. Clarisa se compadeció de la que había sido cómplice de su clandestino viaje en el carro y, espontáneamente, sintió que tenía que devolverle el favor.

—Ha sido mi culpa.

Ángela y doña Mercedes prestaron atención a su discurso improvisado.

—Fui yo la que le pedí que averiguara quién tocaba el piano. Como ve, es demasiado obediente.

—Demasiado imprudente, diría yo.

—Le ruego que no se lo tenga en cuenta —añadió.

Doña Mercedes examinó a Ángela como si fuera una pieza de la vajilla de oro antes de servirse en la mesa. La joven no se atrevía a mirar hacia arriba, pero tampoco a mirar hacia abajo. La gobernanta se fijó en las manchitas de barro del bajo de la falda. Ángela había tratado de limpiárselas en el carro, antes de alcanzar el hotel, pero estaban demasiado incrustadas en la lana del vestido como para hacerlas desaparecer con el simple rascar de la uña.

Sintió calor en las mejillas cuando supo que doña Mercedes había reparado en aquellas manchas. Lo que la joven interpretó como la puntilla final que le mandaría de vuelta a casa había generado cierto dejo de compasión en la gobernanta.

—No quiero volverte a ver fuera de lugar.

Ángela tragó saliva.

—No lo haré, doña Mercedes.

Después esbozó una tímida sonrisa que le dedicó a Clarisa en señal de agradecimiento. Aquel día jamás desaparecería de su mente por mucho que Ángela se propusiera alguna vez relegarlo al olvido.