La Reja, mayo de 1859
Los pies de doña Emilia descansaban sobre un almohadón cubierto con una sábana de lino. Ángela mojó un trapo en agua perfumada dentro de una palangana. Pasó después la tela escurrida por las plantas de los pies y los secó con cuidado. Repitió la acción varias veces hasta que el agua casi había perdido su aroma a narciso. Entonces dudó si lavarse las manos con el agua restante y quitarse el olor a ubre de vaca o arrojarla por la ventana. Le había costado mucho trabajo encontrar narcisos alrededor de la casa, teniendo que caminar hasta el arroyo. Para colmo la caminata hasta ese lugar últimamente era desoladora. A sus trece años, Ángela no recordaba una primavera tan seca. Echaba de menos el manto amarillo de aquellas flores que se extendía en el claro del bosque hasta bien entrado el verano. Le encantaba imaginar que era una inmensa alfombra en la que algún día podría tumbarse a descansar. Eso era algo que hacía habitualmente: dejar a la imaginación embellecer la realidad. Pero la primavera había sentenciado que ese año, en vez de narcisos, solo habría tierra salpicada de hierba seca.
Consideró entonces que el esfuerzo había sido lo suficientemente fatigoso como para aprovechar el agua y colocó sus manitas en el fondo de la palangana. No obstante, la agradable sensación de tener las manos sumergidas bajo perfume duró más bien poco. Pronto recordó que su madre estaría a punto de llegar y doña Emilia no estaba aún lista. Se secó las manos en la falda de lana raída y volvió la vista a su compañera, a la que hacía un rato no prestaba atención. Hay muertes que se lamentan toda la vida. La de doña Emilia era de esas que iba a afectarles a muy pocos.
Ángela era una niña cuando empezó a servir a aquella anciana de modales afrancesados que se había instalado en La Reja hacía un par de años. En realidad, todavía seguía siendo una niña aunque ella se hubiese empeñado en pensar lo contrario. Afanosa hasta lo indecible, Ángela se había ganado el respeto de la señora gracias a su perseverancia. Su delgadez y su pelo azabache también habían contribuido a que doña Emilia la viese y la tratase como una muñeca de porcelana, intocable. Y eso implicaba dos cosas: ni una bofetada, ni una caricia.
La vida de Ángela había dado un giro inesperado la última vez que viajó con Antonio, su padre, a Santander para vender excedente de madejas de lana. El azar quiso que Antonio irrumpiera en la trayectoria de una bala cuando esta estaba a punto de impactar en un traficante de alcohol. Cayó al suelo, inerte, y las madejas de lana se empaparon de un rojo intenso que Ángela reconocería hoy en cualquier otro objeto.
Ese fue el día en el que creyó haberse hecho mayor. Cualquier niña se hubiese echado a llorar, o habría salido corriendo calle abajo pidiendo auxilio. Ángela, sin embargo, corrió a asistirlo y aprovechó la mullida lana para presionar la herida con la intención de cerrar el agujero del rostro de su padre y, por qué no, el que acababa de abrirse en su propio corazón.
Antonio consiguió salvarse de milagro. Un milagro truncado por la fatalidad de no volver a trabajar. Desde entonces Ángela tuvo que hacerse cargo de los cuidados de su padre mientras Sagrario, su madre, se dedicaba a Violeta, recién nacida entonces. Como los ahorros no les duraron más de un mes, Ángela aprovechó el regreso de doña Emilia a La Reja para asistirla durante el día, a cambio de unas monedas a final de semana. Desde muy pequeña, Ángela asumió que su familia la necesitaba más que ella a ellos. Había nacido para que sus padres murieran en paz. Estaba convencida de que esa era su única misión. Por eso, su delgadez, su fragilidad de porcelana, no se debía solamente a un exceso de trabajo sino más bien a un exceso de humildad.
En los primeros días en casa de doña Emilia, o madame Emilie, como se hacía llamar a menudo, a Ángela le impresionaron dos cosas. En primer lugar, el azul cristalino de sus ojos de bordes descendentes y, en segundo lugar, la vitalidad con la que se encorvaba para mover las ascuas de la chimenea. A pesar de que ocasionalmente se resentía de la cadera y sufría un tic en el labio superior que despistaba a Ángela, la señora gozaba de una energía y un espíritu envidiables.
Había pasado muchos años en Francia, donde la vida, según ella, era mucho más divertida que en España. Si Ángela sabía lo que era un bateau o un tire-bouchon era gracias a aquella señora. Sin embargo, rara vez podía participar de sus historias con preguntas. Ganas no le faltaban. Pero a doña Emilia le encantaba que la escuchasen sin interrupciones y usaba a Ángela como lo habría hecho con su fiel audiencia parisina.
—Niña, ¿tú sabes cómo son los jardins de Louxembourg?
Y antes de que la niña pudiese contestar, madame Emilie ya estaba dándole la respuesta. A Ángela le hubiese encantado saber más de las anécdotas que aquella señora exponía como obviedades. Para una muchacha de pueblo, nada era obvio.
A veces, cuando Ángela se metía en la cama, no podía evitar imaginarse que a doña Emilia le estaban sucediendo cosas terribles. La escena variaba, pero en esencia era siempre la misma. Pensaba en que se tropezaba al bajar los escalones, que se mareaba cuando se acercaba al fuego, y un sinfín de tragedias. Esas pesadillas fueron el primer síntoma de que aquella señora empezaba a importarle más de la cuenta. Sin embargo, considerarla como algo parecido a una abuela eran palabras mayores.
Ángela no había conocido a sus abuelos y, sin duda, doña Emilia era la persona más vieja que había visto jamás. Pero había oído historietas de las niñas del pueblo sobre las ráfagas de besos que recibían de sus abuelas antes de meterse en la cama, que no encajaban demasiado con el escaso afecto que demostraba la anciana. Ángela siempre esperó un gesto de reconocimiento que le indicara que hacía las cosas correctamente, pero se tuvo que conformar con descifrar que, si doña Emilia no se quejaba, es que todo estaba bien. Y así lo aprendió para toda la vida. Sin embargo, una caricia las hubiese unido para siempre.
Involuntariamente, la anciana se había ganado muchas enemistades en La Reja. Había permanecido tantos años fuera que la consideraban una forastera más. Ángela sería de las pocas personas que la echarían de menos. ¡Vaya si la echaría de menos!
La joven se apartó un fino mechón que le resbalaba por la frente y retiró el almohadón de debajo de los pies de la anciana. Asió un extremo de la sábana y cubrió el cuerpo hasta la altura del pecho, donde decidió colocar el dobladillo. Aunque le costó bastante flexionar los pesados brazos, por fin consiguió cruzarlos a la altura del pecho. Como si fuera presa de un acto de amor propio, lo que había ahora debajo de las sábanas era doña Emilia abrazando su propio cuerpo. La joven, emocionada, contempló el rígido contorno de una figura que habitualmente estaba encorvada, pero de sus ojos no brotó ni una sola lágrima.
* * *
La presencia de la muerte a tan escasa distancia provoca efectos distintos en cada persona. Mientras unos asumen con resignación que ese reposo eterno es el obsequio del final de un largo camino, otros se resisten a creer que haya que dar tantos pasos para acabar encerrado en una caja.
La vida había colocado a Ángela entre los primeros. Uno no se vuelve insensible a la muerte de la noche a la mañana, pero cuando se vive tan de cerca, a través de parientes lejanos y vecinos, encuentra rápido el camino que conduce a la indiferencia.
No lloró. Sin embargo, la idea de lo que supondría perder a cualquier miembro de su familia le produjo una sensación de malestar que pronto mitigó dirigiendo de nuevo toda su atención hacia la anciana.
Ángela reparó en la seriedad del rostro que se enfatizaba con el cuello de encaje abotonado hasta el mentón. Entonces se acordó del medallón parisino que tantas veces le había mostrado y que nunca había podido tocar con sus finos dedos. A madame Emilie le chisporroteaban las pupilas cada vez que relataba cómo se había acercado aquel garçon en el Quai d’Orsay para obsequiarle con esa pieza tan delicada. El caballero la había estado observando contonear sus caderas a orillas del Sena y le pareció de recibo engatusarla con la reliquia. Se estuvieron conociendo unos meses, tiempo suficiente para que él se inventara mil historias sobre la mujer que aparecía en el colgante. Poco después, murió de tuberculosis y doña Emilia se quedó con el medallón, que, desde entonces, la acompañaba en todas sus citas.
Si Ángela no recordaba mal, debía de estar guardado en el joyero de mayólica de la cómoda. Arrastró los pies hasta él y lo abrió con cuidado. Dentro encontró una bolsita de terciopelo azul cerrada con un lazo. Allí estaba. Por primera vez podía contemplar la joya de cerca. La escena, representada a través de una acuarela cubierta con una delicada capa de esmalte y circundada por una filigrana dorada, mostraba tres cuartos del cuerpo de una mujer que se situaba al lado izquierdo del medallón. Ángela se sintió ligeramente decepcionada al comprobar que no se podía apreciar el cuerpo entero de la dama. Siempre había querido imaginar que por debajo del vestido rojo asomarían las tímidas puntas de unos zapatos oscuros. Observó, detenidamente, el rostro de la mujer e intentó descifrar durante un buen rato si sus labios apretados ocultaban una enigmática sonrisa o un gesto de tristeza, hasta que declinó de puro cansancio.
En un segundo plano, en el margen derecho del medallón, un faro se erguía, tal y como Ángela había sospechado, sobre unas manchas de color que imitaban a las rocas. La joya se completaba con un lazo de raso marrón que actuaba a modo de cadena.
El sonido de unos pasos tras la puerta indicaba que su madre acababa de llegar. Ángela dejó el medallón en su sitio y caminó hasta la puerta con paso decidido. Al otro lado, Sagrario sostenía en brazos a Violeta, una niña regordeta de cabello rizado, que estaba profundamente dormida.
—Las hermanas de doña Emilia deben estar al llegar —dijo Sagrario—. ¿Ya está preparada?
—Sí, madre. ¿No habría que rezarle?
—Sus hermanas la velarán toda la noche —repuso tajante Sagrario—. Anda, sopla el fuego antes de que se apague. Esas mujeres no querrán pasar frío.
Mientras Ángela se acercaba a la chimenea, pensó que no le había sorprendido la respuesta de su madre. Sabía que Sagrario estaba molesta desde que esa mañana Ángela volviera a casa al poco de marchar hacia la de doña Emilia. La niña había esperado un par de horas, como era costumbre, para despertar a la anciana mientras hacía otras tareas de la casa. Sin embargo, doña Emilia no despertó nunca.
A Sagrario le preocupaba la incertidumbre. Le martilleaba en la cabeza el miedo a que el futuro fuera peor que el pasado. Si Ángela no llevaba dinero en casa, se arruinarían. A pesar de que tarde o temprano la vieja enfermaría, suponía que mientras agonizaba tendrían tiempo de buscar un nuevo trabajo para Ángela. Pero una muerte tan repentina no les había dado margen de maniobra.
* * *
Se estaba echando la tarde cuando llamaron a la puerta principal. Sagrario había dejado a Violeta tumbada sobre unos cojines al lado del fuego.
Ángela miraba por la ventana el viejo roble que asomaba tras la valla que circundaba el jardín de la casa. La habitación se había embriagado con el olor a incienso prendido junto a la difunta.
No hizo falta que Sagrario abriera la boca para que Ángela corriera a abrir la puerta. Enlutadas hasta las cejas, dos mujeres que pasaban la cincuentena se sostenían agarradas del brazo la una a la otra. Ambas tenían la punta de la nariz sonrosada por la fricción del pañuelo.
—Les acompaño en el sentimiento —susurró Ángela—. Pasen.
Aquella fórmula de cortesía no les inmutó lo más mínimo. Sin hacer ademán de presentarse, se dejaron llevar por el olor a incienso que las condujo hasta el fondo del pasillo. En la habitación, Sagrario había cogido en brazos a Violeta, que se retorcía, perezosa, con la firme intención de despertarse. Las hermanas de doña Emilia se santiguaron y rompieron a llorar al acercarse a la difunta. Ángela exigió a su madre salir de allí con la mirada, pero Sagrario la ignoró, como si tuviera algo que hacer antes de marcharse. Entonces la hermana que parecía mayor de las dos se dirigió a la muchacha.
—Niña, ¿cuáles fueron sus últimas palabras?
No se acordaba. Ángela sintió una punzada en el pecho y dirigió una mirada de reprobación a su madre. Había sido un error quedarse. Las dos señoras la observaban con grandes expectativas.
—La dejé sentada frente al fuego y me dio las buenas noches —improvisó.
Ángela esbozó una sonrisa, aparentemente satisfecha con haber dado una sólida respuesta.
—¿Y antes de darte las buenas noches? —insistió la mujer.
Ángela ganó tiempo con una mueca para fingir acordarse.
—Me dijo que tuviera cuidado, que había mala gente en todos lados. Y me besó en la frente.
Ojalá hubiese sido así. Doña Emilia jamás la habría besado.
Las palabras de Ángela provocaron una reacción exagerada en aquellas mujeres. Les parecía tan tierno que su hermana hubiese sido tan generosa con esa niña que no pudieron evitar echarse a llorar sobre el regazo de la muerta. Cuando el llanto comenzó a diluirse en un rezo, Sagrario sintió la compulsión de interrumpirlas.
—¿No querrán llevarse a la niña? —preguntó con un tono seco, pero sin perder su aparente amabilidad.
Formular una pregunta así en un momento como ese era tan frío, tan impactante que podía haber resucitado a doña Emilia. A Ángela se le tensó el cuello y esperó una reacción por parte de aquellas señoras, pero su expresión era inescrutable.
—Ángela es muy trabajadora. Y muy obediente —insistió Sagrario.
—No lo dudo. Mi hermana sabía a quién metía en casa —contestó la señora que parecía mayor.
—Entonces, ¿la quiere?
—Voy servida con las muchachas que tengo.
—¿Y usted? —preguntó Sagrario a la otra hermana.
—Mi hermana vive conmigo —interrumpió la misma mujer—. Deje de insistir.
—Siento mucho molestarlas. Mi marido no puede trabajar y Ángela es la única que puede traer dinero a casa.
—Dios eligió que estuviera con nuestra hermana, no con nosotras.
Las hermanas de doña Emilia se acurrucaron de nuevo en torno al cadáver y continuaron las plegarias que habían quedado interrumpidas por la inoportuna intervención de Sagrario.
—Podría hacerse cargo del ganado. No habrá visto niña que ordeñe mejor.
A Ángela le hirvieron las mejillas. Permaneció inmóvil, temerosa de que un movimiento la metiera en aquella incómoda escena. La presunta hermana mayor apretó con fuerza el rosario que llevaba en la mano y a punto estuvo de hacerse una herida con la punta del crucifijo de no ser porque la otra mujer, que había permanecido callada desde que llegó, había soportado con estoicismo la osadía de Sagrario y se aventuró a abrir la boca.
—Tengo entendido que buscan sirvientas para el Gran Hotel. ¿Por qué no deja que la muchacha pruebe suerte?
Saber que tenía la posibilidad de trabajar en el Gran Hotel de Cantaloa erizó el vello de Ángela. Había oído hablar tanto de aquel sitio que su mente había construido un hotel que, probablemente, nada tuviera que ver con el de verdad. A Sagrario la idea también le agradó y se contuvo para no dar un abrazo a aquella amable señora.
—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Sagrario.
—Ahora dejen que mi hermana descanse en paz.
Sagrario asintió y ordenó a Ángela con un gesto que la siguiera hacia la salida.
—Niña, espera. Ven aquí —espetó la presunta hermana mayor.
Ángela miró a su madre buscando aprobación. Sagrario asintió. Su rostro evidenciaba curiosidad. Cuando la niña se colocó frente a la señora, esta palpó el cuerpecito de Ángela en busca de algún objeto robado. A pesar del grosor de la lana del vestido, era fácil sentir las escuálidas extremidades de la niña. La incomodidad no duró mucho, aunque el tiempo se detuviera para Ángela.
—Le dije que era honrada —expuso, molesta, Sagrario.
—Dijo que era trabajadora.
La premura con la que su madre la obligó a salir de aquella casa impidió a Ángela besar, por primera y última vez, a doña Emilia. El viento del norte arrastraba nubes grises sobre un cielo encapotado y, tras semanas de sequía, las primeras gotas de lluvia empezaron a caer.
* * *
Como tantas veces, Antonio había desobedecido a su mujer y ahora estaba sentado en el otro extremo de la sala, lejos del fuego. Las mejillas le ardían, fruto de todo el tiempo que había pasado al lado de la chimenea. Cogió una bacinilla y escupió el trozo de hierba que llevaba mascando hacía rato. Débil, encorvado y delgaducho, Antonio era una caricatura de un hombre al que le había tocado sufrir. La falta de actividad había convertido sus piernas en dos varillas frágiles. Sin embargo, cuando caminaba, le parecían pesadas como troncos de árboles.
Tapaba el hueco del ojo que perdió con un trozo de piel de vaca que ataba con un cordón tras su cabeza. Solo lo hacía fuera de casa. Cuando estaba en familia, prefería dejar la maraña de cicatrices a la vista. De una vez que se vio en un espejo, entendió que mirarle a la cara debía de ser muy desagradable. Pero sabía que su familia estaba hecha a la herida, y llevar el parche le recordaba constantemente lo desgraciado que era.
Su vida la había dedicado a trabajar en el campo y no había otra cosa que le gustara más. Pero la bala no solo le había afectado a la vista. La primera vez después del accidente que se echó al campo era tiempo de siega. El panorama fue desolador. Los incesantes mareos que sufría lo obligaron a tomar una decisión vital: vender las tierras y observar, a través de la mirilla en la que se había convertido su único ojo, cómo otros trabajaban lo que antes había sido suyo. En los mejores momentos, Antonio pensaba que aquella confabulación de desgracias, por fin, le permitiría descansar tras años de duro trabajo. En los peores, se maldecía por haber escogido aquel día para ir a Santander.
Ángela siempre creyó que Antonio le había salvado la vida. La bala fue a parar al ojo de su padre, pero podría haber atravesado su propio pecho. ¿Por qué tenía que rezar a san Antonio si podía rezarle a él? Cada vez que llegaba de sus tareas en casa de doña Emilia, Ángela reservaba unas pocas energías para sentarse en sus rodillas y juguetear con las hebras blancas que salían de varios puntos de su cabeza. Le angustiaba especular sobre qué habría pasado si su padre hubiese muerto. No es que con su madre la vida fuese mala, es que con su padre era mejor.
La lluvia había amainado, pero el sonido de las gotas seguía siendo fuerte. Ángela, empapada de cabeza a pies, abrió la puerta con intención decidida. Tras la brusca salida de casa de doña Emilia, madre e hijas se habían acercado al pueblo a asegurarse de que en el Gran Hotel estaban buscando sirvientas. Unas vecinas demostraron no solo conocer la noticia, sino que además les aseguraron que al día siguiente a primera hora un carro partiría hacia el hotel. Sagrario y Violeta, en las mismas condiciones que Ángela, entraron tras ella.
—Aquí, hija —exhaló Antonio con un hilo de voz.
Ángela entendió que su padre estaba tras la puerta y corrió a abrazarlo. Lo encontró sudado, desaliñado, y olía mal.
—¿Cómo estás, mi niña?
Sagrario abrió la boca antes de que Ángela pudiera abrir la suya.
—Te dije que no te movieras.
—¿Desde cuándo obedezco? —replicó Antonio.
—Violeta ha aprendido a estarse quieta antes que tú.
—Las mujeres aprendéis antes las cosas. Nosotros las hacemos mejor.
Sagrario mantuvo un instante el brazo recto, señalando a Antonio, como si hubiera ensayado la postura frente al espejo. Iba a decir algo más, pero prefirió llevarse a Ángela al fogón para secarse y preparar la cena.
—Madre, ¿no va a decirle lo del Gran Hotel? —murmuró la niña sin que Antonio la oyera.
—¿Y matarlo de un disgusto?
Ángela miró a su madre con un desconcierto absoluto. Sagrario bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—Después del accidente, tu padre quiso hacer negocios con el hotel y se negaron.
—¿Negocios? ¿Qué tipo de negocios?
—Por aquel entonces teníamos la mejor carne de toda La Reja.
—¿Y no la quisieron?
—Así es, hija mía. Lo trataron como a un delincuente. —Resopló, buscando una justificación—. Un parche en el ojo siempre da que pensar…
A Ángela la idea de entrar a trabajar en un lugar vetado para su padre le excitaba y le preocupaba a partes iguales.
—Entonces trabajaré allí hasta que encuentre otra cosa.
—Las niñas que trabajan en ese hotel no vuelven a casa.
—¿Nunca?
—Casi nunca —matizó Sagrario sin desatender el fuego.
—¿Y yo? ¿No voy a volver?
Sagrario consiguió mantener esa actitud maternal de una mujer que prefiere guardar silencio a emitir una respuesta dolorosa.
—Anda, acércame la carne, que el fuego ya está listo.
Un temblor se apoderó del labio superior de Ángela, presa de un miedo que no había sentido hasta ahora. Sabiamente recondujo las lágrimas hacia el interior y obedeció a su madre entregándole el trozo de carne. El gesto le valió la admiración de Sagrario, que le regaló una sonrisa afectuosa.
* * *
Sagrario dejó preparada la mesa mientras Ángela terminaba de calentar la carne. Sobre una madera sostenida por unos palos desiguales: un vaso de vino, una jarra de agua y un plato donde colocaría el trozo de carne correosa para los tres.
Lo ideal hubiese sido disfrutar de un diálogo relajado en la que sería la última cena de la familia. Pero el silencio reinó en la casa. Por primera vez desde aquel fatídico accidente, Ángela contempló la herida de su padre y le repugnó. La carne que estaba a punto de llevarse a la boca tenía un aspecto similar y sintió náuseas.
—¿No comes? —preguntó Antonio.
No consiguió parecer despreocupada cuando dijo: «No tengo hambre». Antonio le pasó una mano por la frente, intrigado por no ver en sus ojos su habitual vivacidad.
—Esta niña está caliente.
Sagrario sintió una pena desoladora por Ángela, pero tuvo que reprimirla.
—Mañana empieza a trabajar con las hermanas de doña Emilia. Estará nerviosa.
—¿Cerca de aquí?
—Al otro lado del olmedo —contestó Sagrario sin abandonar la calma—. Se quedará allí un tiempo.
La garganta de Ángela era un nudo marinero.
—Entonces, come, mi niña, que mañana te espera un largo camino —ordenó Antonio.
Ángela supo ver en el rostro de su madre una mirada tranquilizadora, pero no pudo evitar sentir un leve remordimiento. Su padre siempre le había dicho que el que miente no va al cielo, pero tampoco va al infierno. No va a ningún lado. Se muere y punto. La aprensión a ese destino incierto había convertido a Ángela en una muchacha sincera. No obstante, la farsa que había inventado su madre le había hecho sentir mezquina. Masticó la carne con desgana, como si fuera a vomitarla de un momento a otro. Los ojos de Sagrario pedían contención. Parecía segura de saber lo que hacía.
Cuando hubieron terminado la cena, como de costumbre, Ángela se levantó a limpiar la barba ensortijada de su padre. Antonio siempre cerraba el ojo sano mientras su hija le limpiaba las migas de pan. Esta vez, Ángela acercó su rostro más que otras noches y valoró la posibilidad de decir la verdad sin que su madre escuchara la confidencia. Tras un instante de obstinado silencio, solo cuando pudo observarlo a escasa distancia, Ángela entendió la mentira de Sagrario.
La mirada de la joven se instaló en la ternura y recorrió cada uno de los defectos de su padre: las arrugas le parecieron surcos profundos que se cortaban el paso entre sí de forma caótica; apreció un ligero temblor en el ojo bueno que daba la impresión de ir a estallar de un momento a otro; un pitido molesto que denotaba fatiga resonaba dentro de la nariz. Su padre era viejo y acababa de darse cuenta. Confesarle en este preciso instante que podía ser el último en el que su hija le sacudiera la barba era un plan demasiado arriesgado.
Una tierna preocupación arrugó la frente de Ángela, que a punto estuvo de echarse a llorar ante aquella despedida velada. Lo que vio Antonio cuando abrió el ojo fue una niña con los ojos vidriosos, fruto del cansancio.
—Lo que has hecho hoy ha sido muy valiente. Descansa y ven a casa en cuanto puedas.
Y la besó en la frente, dejando sus labios resecos marcados en la piel de Ángela para siempre.
* * *
La casa estaba dividida en dos mitades completamente desiguales. De un lado, la sala principal con el fogón donde dormían sobre el mismo colchón Sagrario, Antonio y Violeta. De otro, un hueco asimétrico entre el muro que cercaba la sala principal y la puerta que daba al corral, donde estaba encajado el camastro de Ángela. Sentada en un colchón rugoso y lleno de bultos, la joven se soltó el pelo y este cayó, desgreñado, sobre su cara.
—Toma, para el camino.
Sagrario había envuelto un trozo de carne y un mendrugo de pan para que Ángela lo guardara en su morral.
—Madre, dígame que yo no seré como esas niñas que van al Gran Hotel y nunca vuelven a casa.
Sagrario habló entrecortada, con frases deshilvanadas hasta que pudo encontrar las palabras correctas.
—Harás tan bien tu trabajo que tendrás todos los días libres que pidas para venir a vernos.
Cualquier madre sabría reconfortar a su hija en semejante situación. Sagrario alargó la mano y le tocó el pelo. Ángela sintió alivio.
—¿Usted sabe cómo es ese hotel?
—Es el más grande de todo el país. Dicen que es tan grande que hasta los clientes de toda la vida acaban perdiéndose por sus pasillos.
—¿Sabe qué es lo que más ilusión me hace?
—¿La cantidad de niñas que vas a tener la oportunidad de conocer?
Ángela negó con la cabeza, enérgicamente.
—Llevar uniforme. Por fin podré deshacerme de este vestido —dijo con una sonrisa de oreja a oreja, intentando transmitir la misma emoción a su madre.
Sagrario temió, por un momento, que la excitación de Ángela no le permitiera descansar esa noche. Pero comprendió que era una muchacha tan generosa que deseaba compartir su alegría con ella. Más aún, en una despedida tan dura.
—Prometo mandar el dinero tan pronto como lo reciba.
—Sé que lo harás —dijo Sagrario con emoción contenida—. Ahora, duérmete. Es tarde.
Sagrario rodeó a Ángela con sus brazos, como si fuera un pajarillo. La joven tomó aire, camuflando intencionadamente el olor a tierra mojada de sus fosas nasales con el aroma de su madre. Ángela derramó una lágrima. Solo una. Ya tendría tiempo de llorar cuando, en aquel hotel, se sintiera extraña en un lugar extraño.
* * *
Cuando Ángela se desvistió, ya no se acordaba de la travesura que había cometido en casa de doña Emilia. Dentro de uno de sus zapatos había guardado el medallón parisino de la anciana. Quizá algún día lamentara no haberlo colgado del cuello de la difunta, pero había sentido un deseo irrefrenable de quedarse con él cuando, por fin, lo había tenido en sus manos y, aprovechando un despiste de Sagrario, había vuelto a abrir el joyero y lo había escondido en el zapato. Si de algo estaba segura era de que doña Emilia no se enfadaría de semejante chiquillada, siempre y cuando Ángela mantuviera viva la historia de aquel medallón.
Al deslizarse en la cama, quiso dormirse sin mayor dilación, pero notó un cosquilleo incesante en la barriga. En su mente se entrecruzaban cientos de imágenes del Gran Hotel. Imaginaba una lista de tareas tan larga que se agotaba solo de pensar en ella. Después volvía al principio de la lista y se centraba en una actividad. Se veía a sí misma realizándola hasta que se cansaba y saltaba a la siguiente obligación. Poco a poco, el hormigueo de la barriga fue recorriendo su cuerpecito hasta instalarse definitivamente en sus ojos. Los cerró sin prisa, pero con la certeza de que dormiría plácidamente. Doña Emilia había muerto. Esa noche no tenía cosas horribles en las que pensar.