LOS DISTURBIOS fracasaron por dos motivos: el mensaje de que los Estados Unidos habían cambiado su arsenal nuclear por el antivirus, y luego el inmediato envío de ese arsenal al fondo del océano, habían lanzado una ola de escándalos a través de la nación. Los nuevos redactores y expertos políticos podrían haber pasado incontables horas analizando las consecuencias, pero otra urgencia aun mayor, superó incluso a esta trágica noticia.
El virus había atacado.
Con ganas.
Millones de individuos en los centros urbanos de Estados Unidos observaban los puntos rojos que se les extendían por el cuerpo. Ninguna cantidad de enojo o ruidoso conocimiento podía hacer desaparecer estos síntomas. Solo podría hacerlo el antivirus.
Pero el antivirus estaba en camino, insistía Mike Orear. El presidente se había parado en las escalinatas del Capitolio y había declarado al mundo la victoria del país. La esperanza no estaba muerta. En este mismísimo instante el virus se estaba embarcando, listo para ser llevado rápidamente a las diversas ciudades, donde se impulsaría con los bancos de sangre. En cuestión de días todos los residentes de Estados Unidos tendrían el antivirus.
Thomas había seguido la noticia por un firme receptor de onda corta a veinte mil pies sobre el Atlántico. Estados Unidos estaba conteniendo colectivamente el aliento por un antivirus que no serviría.
A Thomas lo habían recogido del Nimitz y lo habían hecho volver atravesando los cielos sin brindarle ninguna respuesta a sus preguntas. Peor aún, le habían rechazado su solicitud de hablar con el presidente. No es que le importara… de todos modos se hallaban en la agonía de una muerte sin esperanza. Él estaba sentado con las manos entre las rodillas, oyendo hablar de especulaciones, cálculos y repercusiones, o de posibilidades y disparates hasta que estuvo seguro de que el desánimo le había ido a parar al estómago.
El juego había acabado. En ambas realidades.
El avión de combate se dispuso a aterrizar en BWI. Baltimore.
Maryland. ¿John Hopkins?
Lo llevaron a un helicóptero. Una vez más le negaron la información de la naturaleza de su repentina llegada a la nación. No porque le estuvieran ocultando algo… sencillamente no sabían.
Pero la suposición de que lo llevaban al John Hopkins resultó errónea. Veinte minutos después el helicóptero bajó en el césped lateral de Laboratorios Genetrix.
Tres técnicos de laboratorio recibieron el helicóptero. Dos agarraron a Thomas del brazo y lo llevaron corriendo hacia la entrada.
—Lo esperan adentro, señor.
Él no se molestó en preguntar.
En el momento en que entró al edificio todas las miradas se enfocaron en él, desde el vestíbulo, a través de un gran salón lleno con una docena de estaciones de trabajo, hasta el ascensor, al cual entraron y descendieron. Habían oído hablar de él. Él fue quien les trajo este virus.
Thomas hizo caso omiso de las miradas y bajó tres pisos antes de salir del ascensor y entrar a un enorme salón de control.
—Thomas.
Se volvió hacia la izquierda. Allí se hallaba el presidente de los Estados Unidos, Roben Blair. A su lado, Monique de Raison, Theresa Sumner de los CDC, y Barbara Kingsley, ministra de salud.
—Hola, Thomas.
Él se volvió. Kara iba hacia él. El sudor le hacía brillar el rostro a su hermana, pero ella sonreía con valor.
—Qué gusto verte —saludó ella.
—Kara…
Miró a Monique y a Theresa. El sarpullido había cubierto el rostro de Theresa. El de Monique estaba limpio. El presidente y la ministra de salud se habían infectado doce horas después que ellas y sus rostros aún estaban limpios, pero las manchas rojas empezaban a aparecerles en el cuello. Entonces supo para qué lo habían llamado. Querían los sueños. Eso debía ser. Estos cuatro deseaban aceptarle la sugerencia que él les hiciera a Kara y Monique de tener un largo sueño usando la sangre de Thomas.
—Pido disculpas por el secreto —dijo Robert Blair—. Pero no podíamos arriesgarnos a que se corriera la voz de esta salida.
Thomas no pudo dejar de mirarle el rostro a Kara.
—¿Cómo te sientes?
—Bien.
—Bueno —expresó él mirando a los demás—. La erupción se está extendiendo. Gains está muy mal, pero yo… ustedes tienen que darse prisa.
—Tienes razón —declaró Monique—. El tiempo es más crítico de lo que te puedes imaginar.
—Pero no me necesitan aquí. Les dejé sangre para que soñaran.
Ninguno de ellos se movió. Solamente lo miraron.
—¿Qué pasa?
Monique dio un paso al frente, con brillo en los ojos.
—Hemos hallado algo, Thomas. Podría ser muy bueno —informó, luego miró a Kara y apartó la mirada—. Y también podría ser muy malo.
—¿Descubrieron… descubrieron un antivirus?
—No exactamente, no.
—¿Observaste que ni Monique ni yo tenemos el sarpullido, Thomas? —inquirió Kara.
—Eso es bueno. ¿No es cierto?
—¿Cómo está la erupción debajo de tu brazo? —quiso saber Monique.
Él instintivamente se tocó el costado,
—Lo tengo…
Ahora que pensaba al respecto, no había sentido la picazón por algún tiempo. Se levantó la camisa y se pasó la mano por la piel. No había señal del sarpullido.
—¿Seguro que no era una erupción febril? Creo que lo era.
¿Qué significaba eso? Él, Monique y Kara aún no presentaban síntomas.
—Estás libre del virus, Thomas.
Monique se volvió y presionó un botón de un control remoto en la mano izquierda. La pared se abrió, dejando ver gran cantidad de monitores alrededor de una enorme pantalla plana. Los monitores más pequeños estaban llenos de cuadros e información que no significaban nada para Thomas. Pero la pantalla gigante en el centro era un mapa del mundo. Las veinticuatro ciudades donde inicialmente se liberara el virus estaban marcadas con puntos rojos. Círculos verdes indicaban los cientos de laboratorios e instalaciones médicas en todo el mundo que se hallaban involucrados en la búsqueda de un antivirus. Cruces blancas marcaban los esfuerzos de recolección de sangre que se llevaban a cabo desde que se hiciera público el virus. Pequeñas cruces se extendían desde las ciudades, que indicaban centros más pequeños de recolección. Disponían de bastante sangre, él sabía eso.
Pero esto era inútil sin un antivirus para distribuirse a través de la sangre.
—En las últimas veinticuatro horas he hecho pasar tu sangre por más pruebas de las que puedo enumerar. No mostraron nada extraordinario —comunicó ella, luego lo volvió a mirar—. Francamente, no puedo decirte por qué decidí probar tu sangre contra el virus, pero lo hice.
Ella hizo una pausa.
—¿Y?
—Y mató el virus. En cuestión de minutos.
Thomas parpadeó.
—Soy inmune —comentó distraídamente, y sintió que el brazo de Kara se deslizaba alrededor del suyo.
—No solo tú. Monique y yo hemos estado en contacto con tu sangre. Esta mató el virus en las dos.
Él miró a los demás. ¿Por qué las caras largas? Estas eran buenas noticias.
—Hay más —terció el presidente forzando una sonrisa.
Él mismo se hizo una débil sugerencia, pero la rechazó. Sin embargo, el pensamiento bastó para ruborizarle el rostro.
—Basta de este melodrama. Desembuchad. ¿Por qué soy inmune?
—Creo que fue el lago —contestó Kara—. Fuiste sanado en el agua de Elyon. Esta cambió tu sangre.
—Tú estuviste en ese lago.
—Como Mikil. No como Kara. No como yo y no en el lago esmeralda antes de secarse. Tú estuviste como tú mismo, en persona. Y si no fue el lago, entonces fue cuando fuiste sanado más tarde por Justin, después de que tuvieras el virus. Es lo único que tiene sentido.
Sí, lo tenía.
—Ocurriera lo que ocurriera, no hay duda de que tu sangre contiene los elementos necesarios que matan el virus —explicó Monique.
—¿Y la de ustedes?
—No. No como la tuya.
Él no estaba seguro de que le gustara lo que estaba pasando.
—¿Sabes qué es lo que hay en mi sangre que mata el virus?
—No del todo, pero lo suficiente para duplicarla, sí —informó ella, dirigiéndose a uno de los monitores pequeños—. Aislé varios componentes de tu sangre, glóbulos blancos, plasma, trombocitos, glóbulos rojos… el virus está reaccionando a los glóbulos rojos. Luego aislé…
—No me importa lo científico —interrumpió Thomas; la sugerencia que le había entrado a la mente se estaba reafirmando y de pronto se vio sin paciencia para esta presentación—. Resume. Necesitas mi sangre.
—Sí —contestó Monique volviéndose—. Tus glóbulos rojos.
—Algo en mis glóbulos rojos está actuando como un antivirus.
—Más como un virus, pero sí. Cuando entra en contacto con sangre normal se extiende a un ritmo increíble, matando la variedad Raison. La he apodado variedad Thomas.
Él vaciló solo por un momento.
—Entonces usa mi sangre. ¿Tienes tiempo suficiente para distribuirla como se planificó?
—Depende —objetó ella.
—¿De qué depende?
Ella miró a Barbara Kingsley, quien se acercó.
—Nuestro plan con la Organización Mundial de la Salud fue recoger sangre de millones de donantes cerca de las ciudades, catalogar y almacenar esa sangre usando toda clase de refrigeración disponible y luego prepararla para inyectarle el antivirus cuando este estuviera seguro. Tenemos la sangre, aproximadamente veinte mil galones en cada ciudad y sus alrededores.
—Sé todo esto. Por favor, ¿depende de qué?
—Perdóname —continuó Barbara—. Yo solo… que tengamos suficiente tiempo para usar tu sangre a fin de infectar de manera eficaz toda la sangre recogida depende de cuánta sangre tuya podamos usar.
—¿Infectar? —pregunto Thomas, tratando de pasar por alto las repercusiones—. ¿Te refieres a convertir en antivirus la sangre recogida?
—Sí. Alguien de nuestro personal compuso esta simulación —respondió ella, mientras señalaba con el control remoto hacia la pared y presionaba otro botón—. Los efectos de un antivirus en tu sangre se han teñido de blanco para que podamos verlos. La simulación corre a velocidad exagerada.
Thomas observó cómo la sangre roja, corriendo como un río a través de la pantalla, la alcanzaba repentinamente un ejército grisáceo claro de glóbulos blancos. Esta era la sangre suya «infectando» la sangre roja.
Parpadeó ante lo que veía. La mente se le llenó con una imagen de sus sueños. Cien mil miembros de las hordas volcándose en los cañones debajo de la Brecha Natalga. Entonces ellos habían sido la enfermedad. Ahora la sangre de él sería la cura.
—¿Cuánta necesitas? —indagó Thomas.
—Depende de cuánta de la sangre que hemos recogido se deba infundir con…
—¿Cuánta de la sangre que han recogido necesitas para salvar a las personas que la donaron? —exigió saber Thomas.
—Toda —contestó Barbara.
—Entonces deja de darle vueltas al asunto, ¡y dime cuánta sangre mía necesitas para cubrir todo eso!
—Doce litros —anunció finalmente ella—. Toda.
—¿Qué estamos esperando entonces? Engánchame. Saca doce litros. Puedes hacer una transfusión de sangre o algo así, ¿correcto?
Monique titubeó y Thomas comprendió entonces que iba a morir.
—Tenemos un problema de tiempo.
—Thomas, lo que Monique está diciendo —intervino Kara, viniendo en ayuda de ella—, es que cada hora de retraso costará vidas. Están tratando de resolver eso. El modelo muestra una cantidad aproximada de diez mil por cada hora de demora, que aumentan de manera exponencial cada hora.
Necesitan tomar tanta sangre como puedan en tan poco tiempo como puedan.
—Mientras me están haciendo una transfusión…
—El problema con una transfusión es que la sangre nueva se mezclaría con tu sangre y diluiría su efectividad.
Solo un idiota no entendería lo que le estaban diciendo, y en parte a Thomas le molestaba que no soltaran todo ya. Le corrió un terrible calor por el cráneo.
Dejó de mirar a los allí presentes y miró por una ventana que daba a un salón equipado con una cama de hospital y un perchero para inyecciones intravenosas. Esto que veía era su lecho de muerte.
—¿Cómo sobrevivo a esto? —preguntó.
—Si desaceleramos el proceso y tomamos solo parte de tu sangre tenemos una posibilidad de…
—Aseguraste que el tiempo era un factor —expresó él—. Eso costaría miles, decenas de miles de vidas.
—Sí. Pero podríamos salvarte la vida.
—Thomas.
Él miró al presidente.
—Quiero que sepas que de ningún modo espero que entregues toda tu sangre. Ellos afirman que podrían salvar a más de cinco mil millones de personas y aún tener una gran posibilidad de salvarte si desaceleran el proceso y te sacan nueve partes. Quizás puedan reproducir tus glóbulos rojos a un ritmo acelerado. La cantidad salvada podría ascender a seis mil millones.
—Así que si retrasamos varias horas, un día, para salvar mi vida, solo perderíamos mil millones. En el mejor de los casos. ¿Se trata de eso?
Se quedaron mirándolo. Así era exactamente.
—Quiero que sepas que esta decisión es totalmente tuya —dijo el presidente—. Podríamos asegurar la supervivencia de Estados Unidos y…
—No. Él me dio la vida para esto —lo interrumpió Thomas; ahora todo tenía sentido; luego miró a Kara, quien tenía los ojos llorosos—. La historia gira alrededor de este sacrificio. ¿No lo ves? Recibí la vida en el lago para que pudiera daros la vida. El hecho de que esto vaya a costarme la mía en realidad es intrascendente.
Thomas estaba siguiendo los pasos de Justin. Por supuesto. De eso se trataba. Él no sabía cómo funcionaría esto en estas dos realidades suyas, pero sabía que su vida había estado señalada para este momento. Para esta decisión.
—Hagámoslo. Sáquenmela toda —determinó él empezando a dirigirse al salón con la cama de hospital, pero se volvió al ver que ellos no lo seguían—. Dormiré, ¿correcto? Debo soñar. Eso es lo único que pido. Permítanme soñar. Y Kara. Que Kara sueñe.
Ella tenía los ojos totalmente abiertos.
—Thomas… —balbuceó ella, pero le faltaron las palabras.
Obligó a su mente a volver a su último sueño. Lo sintió lejano, mezclado con este asunto de la sangre.
—Esa es mi única condición —declaró.
Ellos miraron en silencio.
—Tienes que soñar, Kara —pidió Thomas, llevándola a un lado y bajando la voz—. Yo estoy…
—Thomas, yo…
—No, escúchame —la interrumpió él hablando rápidamente—. Estoy otra vez en la biblioteca con Chelise. Woref está tratando de obligarme a negar mi amor por ella. Amenazó con matarla si no lo hago.
Thomas se pasó una mano por el cabello, recordando ahora todo.
—Necesito que despiertes como Mikil y encuentres a Qurong. Tienes que soñar antes que yo, así tendrás suficiente tiempo para entrar a la ciudad de las hordas, hallar al padre de Chelise, y convencerlo de rescatar a su hija de manos de Woref en la biblioteca. Será peligroso, no mentiré. Y si Mikil muere allá, muy bien podrías morir aquí. Pero es lo único…
¿Cómo podía él pedirle que hiciera esto?
—Por favor —insistió él.
—Desde luego que lo haré —respondió ella afirmando la mandíbula y dando un paso adelante—. Es lo menos que puedo hacer por mi hermano. Por el comandante de los guardianes del bosque.
—Te amo, Thomas —susurró Kara viendo en los ojos de él que se hallaba a punto de llorar—. Esto no es el fin. Justin tiene más. Sé que así es.
Thomas intentó contestar, pero estaba muy emocionado.
—Entonces déjame hacer esto —logró él decir al fin,
—Thomas…
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Monique. Él sabía que ella lo amaba. Quizás no como una mujer ama a un hombre, pero había compartido bastante del amor de Rachelle por él para que ella le importara de manera muy profunda.
—Está bien, Monique. Lo verás. Todo saldrá bien.
—No tienes que hacer esto —aseguró Robert Blair—. De veras que no.
—No sean irrazonables. No me habrían llamado aquí si pensaran otra cosa. ¿Cómo pueden siquiera sugerir que yo piense de otro modo?
Ellos parecieron congelados.
Thomas se volvió y se fue al cuarto de espera a grandes zancadas.
—∞∞∞—
TRES CIRUJANOS vestidos de blanco prepararon a Thomas, Kara había insistido en soñar en el mismo cuarto que su hermano. La habían sedado y le habían puesto un parche con un poco de la sangre de él en la misma incisión que el Dr. Bancroft le hiciera en el brazo. Ella giró la cabeza y miró a Thomas, quien descansaba de espaldas, preguntándose si él sentía la heparina que le acababan de inyectar por vía intravenosa. El agente trombolítico impediría que se le coagulara la sangre al entrar a la máquina de bypass.
—Te veré en el otro lado, Thomas —manifestó Kara.
Él la miró. Monique estaba al lado de la cama de Kara, con los brazos cruzados, batallando con emociones que Thomas solo podía imaginar. El presidente se hallaba fuera del salón con su teléfono móvil. Evidentemente Phil Grant había desaparecido. Creían.
—La fortaleza de Elyon —dijo su hermana.
Thomas le brindó una débil sonrisa. Empezaba a sentir los primeros efectos de las drogas.
—Es un fallecimiento, Kara. Solo un fallecimiento —aseveró el asintiendo hacia la ventana—. Tal vez ellos no entiendan lo que está sucediendo ahora, pero tú sí. Lo sabes como Mikil. Es la manera de Justin.
—Aquí no se siente de ese modo —objetó ella.
—Se debe a que no siempre el Círculo se siente real aquí. ¿Pero lo hace eso menos real? Tenemos Las historias escritas por el Amado, Kara. La conexión es obvia. Es lo mismo aquí que allá; ¿no puedes ver eso?
—Sí. Sí puedo —contestó ella mirando el techo—. Pero en el Círculo hay tristeza en la defunción hasta para quienes se quedan.
Ella tenía razón.
—Si no lo logro, díselo, Kara. Cuéntales lo que los dos vimos.
—Lo haré.
—¿Te hablé del estanque rojo que habían ocultado detrás del lago? —indagó él.
—No. ¿De veras? —declaró ella, volviéndose.
—De veras. Chelise dice que secaron el lago pero que no pudieron deshacerse de toda el agua, así que la cubrieron en el costado norte.
—Los estanques rojos —recordó Kara—. Como sangre.
Los ojos de ella se cerraron brevemente, luego se abrieron. Las drogas estaban funcionando.
—Te amo, Thomas.
Luego los ojos se le cerraron a ella.
—Yo también te amo, Kara.
Thomas miró la brillante luz de encima de él. El tiempo parecía desacelerar.
—Empezará a sentir somnolencia —informó uno de los doctores—. Le administramos anestesia en la vena.
Le habían explicado que estaban usando un procedimiento simple de bypass que bombearía su sangre dentro de la máquina a su derecha. Él deseaba soñar, así que lo pondrían a dormir rápidamente. No sentiría dolor, ni siquiera un pinchazo. Una vez que empezaran, todo el procedimiento tardaría menos de diez minutos.
Los doctores se apartaron y Robert Blair se colocó al lado de la cama.
—Quiero que sepas que ningún alma viva tendrá alguna duda de quién les salvó la vida —le dijo el presidente poniéndole la mano en el hombro—. Estás cambiando la historia.
—¿Es eso lo que crees? —inquirió Thomas, a quien ya le costaba concentrarse—. Quizás así sea. Estoy salvando algunas vidas. Cuando Justin murió, hizo mucho más. Si debes agradecérselo a alguien, agradéceselo a él.
—Justin —dijo el presidente—. ¿Y quién es Justin?
—Elyon. Dios.
—Créeme, nunca volveré a creer en Dios de la misma manera —aseguró Blair levantando la mirada y enfocándola hacia fuera de la ventana.
—Thomas —dijo una voz, y una mano le tocó el otro hombro; él miró a Monique, quien trataba de no llorar, pero estaba perdiendo fuerzas.
—Nada de esto es culpa tuya —afirmó Thomas—. No fue tu vacuna la que causó todo esto. Fue lo que el hombre hizo con tu vacuna. Recuerda eso.
—Lo recordaré —contestó ella en voz baja.
Ahora apenas podía oírla. Se le estaba escurriendo el mundo.
—El verdadero virus es la maldad —se oyó decir él mismo—. La enfermedad… de las hordas.
Luego se quedó dormido.
Soñando.
—∞∞∞—
MONIQUE NO soportó presenciar el procedimiento completo. Todos se encontraban bien presentados y pulcros vestidos de blanco, con instrumentos plateados y máquinas complicadas, pero al final sencillamente estaban vaciándole la sangre a Thomas hasta que este muriera.
Así era como sacrificaban el ganado.
Pero también había sido la decisión de él. Este hombre que una y otra vez había venido a rescatarla y que la salvara dos veces la vida estaba haciendo ahora su sacrificio final. Ella no conocía un hombre más valiente.
El único consuelo era que él estaba en su sueño. Si soñaba y comía la fruta de rambután cada noche mientras viviera, podría vivir toda una vida en la otra realidad antes de morir aquí, en los próximos minutos. Era posible.
Por otra parte, él podría morir en las dos realidades. Esto estaba ahora en manos de Justin.
Monique les pidió que la llamaran cuando hubieran acabado, y se fue a su oficina. Cerró la puerta, se sentó detrás del escritorio y sepultó el rostro entre las manos.
Luego lloró de manera incontrolable.
La llamada llegó veinte minutos después.
—¿Aló? —contestó levantando el auricular.
—Ya está.
Dejó pasar unos instantes.
—¿Está muerto?
—Sí. Lo siento.
—¿Cuánto tiempo soñó?
—Quizás veinte minutos.
—Ya saben qué hacer —manifestó ella respirando hondo.
El sacrificio de Thomas no significaría nada si no se entregaba una parte de su sangre a cada una de las ciudades dentro de los plazos de que disponían.
—Ya está en el helicóptero, en dirección al aeropuerto donde esperan los aviones.
Monique colgó. Miró el refrigerador. Allí aún había una muestra de la sangre de él, suficiente para soñar una vez más. Pero ahora Thomas estaba muerto. Ella no tenía derecho a intentar algo tan especulativo sin comprender las consecuencias.
¿O sí lo tenía?