MIKIL Y Thomas llegaron a pocos kilómetros de la ciudad de las hordas antes de desplomarse estrepitosamente por falta de descanso. En el momento en que Thomas se quedó dormido, despertó.

Washington, D. C.

Había dormido la noche en la Casa Blanca, pero había vivido… Thomas los contó en su mente, uno, dos, tres, cuatro… cuatro días en el desierto, rescatando a Chelise. ¿Para qué? Para volver a la ciudad, solo.

Para terminar aquí, en la confusión de este mundo. Estuvo tentado de dormirse de nuevo y regresar a Chelise.

Forzó su mente para concentrarse en este mundo. Se había enterado de algunos aspectos referentes a Carlos y al francés, ¿correcto? Sí, a través de Johan.

La realidad del virus le ocupó la mente. Les quedaban un par de días. Carlos era la clave.

Hizo oscilar las piernas hacia el suelo, se dirigió a la puerta y se detuvo ante la repentina comprensión de que no se había puesto los jeans. No estaría bien andar por la Casa Blanca en calzoncillos bóxer con rayas azules.

Se vistió, se lavó los dientes con un cepillo desechable que encontró en el baño y salió de la habitación.

Tardó siete minutos en obtener una audiencia privada con el presidente. El jefe de la oficina Ron Kreet condujo a Thomas a una pequeña sala de espera adyacente a la oficina ovalada.

—No sé lo que piensa que puedo creer, le garantizo que no soy un gran creyente de los sueños —declaró Kreet—, pero en este momento aceptaré lo que sea. —Kreet arqueó una ceja.

—¿Está usted al tanto de los disturbios? —concluyó.

—¿Qué disturbios?

—Anoche Mike Orear de CNN dijo algunas cosas que hicieron estallar a la multitud. Irrumpieron en los terrenos de la Casa Blanca. Para cuando el ejército logró controlar la situación, habían muerto diez personas. También hubo lo suyo en otras diecisiete ciudades de la nación.

—Bromea.

—No es precisamente un momento para bromas. El presidente se ha dirigido dos veces a la nación desde que empezaron los disturbios, en ambas ocasiones con gran clamor popular. Por el momento las cosas están en calma, relativamente. Pero el fuego está ardiendo de manera descontrolada en el sur de california.

—¿Qué dijo?

—Sostuvo que los estados unidos cooperarían totalmente con las exigencias Francesas —contestó Kreet llegando a la puerta y abriéndola.

El jefe de la oficina aún no la había cerrado cuando apareció Robert Blair.

—Gracias, Ron. Me encargaré a partir de ahora.

Entró y cerró la puerta detrás de él. Blair usaba corbata amarilla con un estampado azul, suelta en un cuello abierto. Tenía el cabello desordenado y de ambos ojos le colgaban grandes ojeras oscuras.

Se miraron un largo instante.

—¿Le contó Ron lo de los disturbios?

—Solo el inicio —contestó Thomas—. ¿Estamos seguros aquí?

—Hice revisar el salón hace media hora.

—¿Y?

—Un micrófono en la pantalla de la lámpara.

Thomas asintió. Al menos, el presidente se estaba tomando todo esto en serio.

—¿Cómo lo está soportando el resto del mundo?

—Debo sentarme —respondió Blair suspirando y caminando hacia una silla de color azul marino con amplio espaldar—. ¿Por dónde empezar? Basta decir que en el mejor de los casos si hallamos una salida a este desastre, tardaremos una década en recuperarnos del daño económico, ciudades, infraestructuras, milicias del mundo… todo. Las pérdidas de vidas por los daños adicionales podrían alcanzar los centenares de miles si se desatan importantes disturbios después de que esto empeore mañana. El virus ha empezado a mostrar su poder… Tú comprendes eso.

Thomas se quedó aturdido por esta última información.

—¿Te refieres a los síntomas? Creí que teníamos otros cinco días… una semana.

—Bueno, nos equivocamos. Obviamente el primer síntoma es una erupción. Con un poco de suerte, durará unos cuantos días, pero el equipo que fue a Bangkok ya salió jodido —informó Blair y miró la camisa de Thomas—. ¿Y tú?

Thomas se palpó el costado.

—Anoche… —se interrumpió; había notado un débil sarpullido después de despertar en el laboratorio de Bancroft, pero no como el de Kara—. Definitivamente, mi hermana tiene los síntomas del virus.

—Y también Monique. Gains… todo el equipo que fue a Bangkok. Se han encontrado miles de casos en Tailandia, y ahora más en las otras ciudades iniciales. Es cosa de horas que lo tengamos aquí.

La conclusión del asunto sacudió a Thomas como algo inevitable. El virus Raison había sido hasta ahora solo un pitido en una pantalla de computadora. Al momento era un punto rojo de picazón. En unos días convertiría los órganos internos en fluido.

Se puso de pie.

—No hay tiempo…

—Siéntate por favor —pidió Blair con voz cansada pero firme.

Thomas se sentó.

—¿Funcionó?

—Desde cierto punto de vista, sí. Johan soñó como Carlos. Por desgracia, no logró recordar tanto como yo esperaba.

—Pero él… entró en su mente…

—Sí. Y estoy casi seguro de que Fortier no tiene intención de darte un antivirus que sirva.

Usaban camisas y blusas de manga larga, y pantalones, pero la erupción empezaba a aparecerles por encima del cuello. La esperanza de un antivirus se evaporaba a medida que se extendía el sarpullido. Monique misma aún no mostraba ningún sarpullido, pero podía sentirlo arrastrándosele por la piel, listo para brotar en cualquier momento.

Thomas había llamado a Kara, quien solo pasó unos minutos con él antes de que se la llevaran a alguna parte. Ella estaría de regreso tan pronto como estuviera disponible un helicóptero; no tenía adonde ir, más que a Nueva York, donde vivía su madre, pero había dicho que no deseaba dejar la región inmediata por dos razones. Una, en caso de que Thomas la necesitara… por lo cual, aunque Monique no lo imaginara, estaba contenta con la compañía de Kara, a pesar de las circunstancias.

La segunda razón era más evidente.

Monique se levantó de su escritorio y fue al congelador. El frasquito de la sangre de Thomas se hallaba en el compartimiento superior. Lo sacó y cerró la puerta.

Kara y ella podrían encontrar vida con esta sangre. Parecía ridículo, pero ya una vez antes experimentaron esta ridiculez, y estaría feliz de hacerlo otra vez. Esperarían hasta el último instante, por supuesto. Después de que Thomas terminara cualquier cosa que debía hacer, había dicho Kara. Entonces aplicarían esta sangre a la suya propia, tomarían algo de Valium y tendrían un sueño que duraría tantos años como pudieran alcanzar.

Monique se sentó en el escritorio e hizo girar el frasco en las yemas de los dedos. ¿Qué había de especial en esta sangre particular? El Dr. Bancroft la había examinado en el laboratorio del Johns Hopkins, y la devolvió sin ninguna característica extraña. No había demasiados glóbulos blancos, ni niveles extraños de elementos rastreables… nada.

Solo sangre roja. Sangre roja que producía nueva vida.

Distraídamente sacudió el tubo. Se le ocurrió una idea.

La puerta se abrió y Mark Longly asomó la cabeza.

—Acaban de llegar los informes del laboratorio de Bangkok.

—¿Y?

—Y nada. Su padre quiere que usted lo llame después de que los haya revisado, pero no veo nada.

—¿Y Amberes?

—Acabo de hablar por teléfono con ellos. Nada nuevo. UCLA ha separado un séptimo par en la serie que están desarrollando… reacciona en forma coherente con los demás, pero están al menos a una semana de saber lo que tienen.

Monique asintió.

—Vuelvan a cruzar los datos de ellos con la serie de Amberes, vean lo que…

—Ya lo hicimos.

Él la miró sin comprender. Habían tenido cien conversaciones similares en la última semana. Siempre nada, o, si había alguna cosa, era algo que no significaba nada dentro del tiempo que tenían.

—No puedo renunciar ahora —expresó ella.

Mark intentó una sonrisa, pero le salió una mueca. Cerró la puerta.

Monique volvió los pensamientos al frasco. Eres mi salvación. Se levantó y fue al congelador. Antes de ponerse bajo cualquier poder que esta sangre ofreciera debería mirarla por sí misma.

Pero por ahora tenía un virus que derrotar.

O no derrotar.