THOMAS CORRIÓ detrás de ellos con la aterradora sensación de que sería demasiado tarde. No había manera de que cuatro albinos pasaran desapercibidos una vez que la ciudad comenzara a despertar.
—Rapidez, no sigilo —explicó Thomas, pasando a Mikil—. No tenemos tiempo para pasar desapercibidos. Cabalgamos con energía y los soltamos con rapidez.
—¿Y hacer que cuelguen hoy a ocho en vez de cuatro? —cuestionó Johan—. Debemos pensar esto detenidamente.
—No he hecho otra cosa que pensarlo detenidamente —respondió Thomas—. No hay otra manera en el tiempo que tenemos.
—¿Y pretendes que hagamos esto sin usar la fuerza?
—Haremos lo que tengamos que hacer.
Saltaron deprisa la valla y montaron los caballos. Thomas cabalgó a dúo con Johan, pero necesitarían cinco corceles más si esperaban dejar atrás a las hordas.
Thomas los llevó a los establos, donde consiguieron los caballos.
—¿Sillas? —susurró Mikil.
—Bridas solamente. Podemos montar a pelo.
Habían gastado quince minutos, y el cielo se veía gris. ¡Iban retrasados! Entrar al galope en la ciudad sería un suicidio.
Y salir era tan bueno como condenar a muerte a los otros.
Thomas saltó sobre uno de los caballos y refunfuñó de frustración. Muy Cerca. El palacio se levantaba a la derecha. Chelise dormía allí. Algo acerca de este escape le parecía como una ejecución. Nada parecía correcto. O los atraparían y los ejecutarían como Johan sugiriera, o escaparían para enfrentarse a otro terrible destino.
—¿Qué pasa? —exigió saber Johan.
—Nada.
—¡Este «nada» no está en tu rostro! ¿Qué sabes que no sepamos nosotros?
—¡Nada! Sé que podrías tener razón en cuanto a ser atrapados. Solo necesito a uno conmigo. Mikil y Jamous, reuníos con nosotros en las cataratas en treinta minutos.
—No vine para huir —objetó Mikil—. Además, tengo el disfraz.
—Estás casada —declaró él y espoleó el caballo.
—A las cataratas —ordenó Johan—. Rápido.
—Entonces toma esto. No lo necesito.
Mikil se quitó la túnica y se la lanzó a Johan.
Thomas y Johan cabalgaron con dos caballos extra cada uno, a trote rápido, directamente hacia el lago, ahora a menos de mil metros delante de ellos.
Johan se puso la túnica mientras cabalgaba.
—Ella tiene razón en una cosa —opinó Johan—. Cualquiera que vea nuestros rostros sabrá que somos albinos.
—Entonces nuestra única esperanza es atacarlos antes de darles la oportunidad de pensar ¿qué albinos serían tan dementes como para aparecer en su ciudad? ¿Tienes un cuchillo?
—¿Estás planeando usarlo?
¿Lo estaba?
—Planeando, no. No tengo un plan.
—Eso es raro en ti.
Siguieron cabalgando, ahora directos hacia las mazmorras. La suave tierra cenagosa ahogaba las pisadas de sus caballos. Un humo de madera se levantaba por el aire matutino desde una hoguera en una de las cabañas a la izquierda. Un galló cantó. El castillo aún permanecía en silencio, ahora detrás de ellos.
—Mikil me dice que necesitas que sueñe contigo —manifestó Johan en voz baja—. Algo respecto de un tal Carlos.
Casi lo había olvidado.
—¿Es esa una razón para vivir?
—Quizás.
Por supuesto que lo era. Pero por el momento él no tenía la paciencia para pensar detenidamente en esto de soñar. Aquí, rodeados por la ciudad de las hordas, algo le roía la mente, intranquilizándolo; y no lograba entender de qué se trataba.
No quieres ser liberado, Thomas.
No, no se trataba de eso. Haría cualquier cosa en su poder para ser libre de estos animales. Aunque eso significara lastimar a unos cuantos.
Una oleada de odio lo recorrió, y él se estremeció. ¿Qué clase de bestia amenazaría con matar aquello por lo que Elyon había muerto por salvar?
¿Dónde está tu amor por ellos, Thomas?
—No puedo fingir que sepa lo que te ha sucedido, Thomas, pero no eres el mismo hombre que vi la última vez.
—¿No? Quizás vivir aquí entre tus antiguos amigos me ha vuelto loco.
Johan no lo condecoraría por esta cuchillada.
—Perdóname —expresó Thomas—. Te amo como a un hermano.
—¿Puedo usar mi arma? —preguntó Johan.
—Usa tu conciencia.
Johan hizo un gesto con la cabeza hacia un grupo de guerreros que se extendía en lo que parecían barracas directamente adelante.
—Dudo que mi conciencia ayude contra ellos.
Thomas no los había visto. Varios los miraron con curiosidad. Incluso con las capuchas bajas, pronto los encostrados sabrían la verdad. Sus rostros, sus ojos, su olor. Ellos eran albinos, y no había forma de ocultarlo.
—¿Tienes la fruta?
—Dos pedazos.
—Cabalga duro cuando yo lo haga.
—¿Es ese tu plan?
—Ese es mi plan —respondió Thomas en el momento en que uno de los encostrados salió repentinamente caminando hacia el camino para cortarles el paso—. Cabalga, hermano. Cabalga.
—¡Arreee! —exclamó, espoleando su cabalgadura.
El corcel salió disparado. Los dos caballos al cabestro resoplaron ante el súbito jalón en los frenos. Galoparon directo hacia el sorprendido encostado, quien salió disparado del camino.
Thomas y Johan habían pasado los barracones a toda velocidad antes de que se oyera el primer grito.
—¡Ladrones! ¡Ladrones de caballos!
Mejor que albinos. Thomas sacó su corcel de la calle, lo llevó a la orilla del lago y lo orientó directo hacia las mazmorras.
Había dos guardias de turno en la entrada. Por sus expresiones, Thomas imaginó que nunca habían defendido el establecimiento contra un asalto. El guardia a la izquierda solo había sacado la mitad de la espada de su funda cuando Thomas se bajó de su caballo y se la volvió a meter.
Hizo oscilar el codo en la sien del hombre con tanta fuerza que lo derribó donde se hallaba.
El segundo guardia tuvo tiempo de sacar la espada y echarla hacia atrás antes de que Thomas lo pusiera fuera de combate con un rápido taconazo a la barbilla. Como en los viejos tiempos: con rapidez y brutalidad.
—¡Necesito treinta segundos! —gritó mientras arrebataba las llaves del cinturón del guardia.
—No estoy seguro de que tengamos treinta segundos —informó Johan.
Un grupo de guerreros avanzaba pesadamente a pie por el sendero. Los habían cogido a pie, pero ahora comprendían que robar caballos no era la intención de los dos jinetes que los pasaron a toda velocidad.
—Haz lo que debas —anunció Thomas; luego descendió bruscamente los peldaños, de tres en tres. Aún había algo royéndole en el estómago, pero lo sintió con una nueva claridad. Debían llevar una antorcha por todo el lugar.
—¡William! —gritó corriendo por el estrecho pasillo.
Había olvidado agarrar una de las antorchas de la pared, y ahora estaba pagando por esta prisa. Había rumores de que algunos de las hordas aun mantenían vivos a sus antiguos prisioneros en alguna parte de este calabozo, pero Thomas no tenía tiempo para buscarlos.
—¡William! —gritó en la oscuridad.
—¿Thomas?
Más abajo. Pasó corriendo una fila de celdas y chocó con los barrotes de la sexta. William y Suzan se hallaban de pie, aturdidos. Caín y Stephen se pusieron a su lado.
—Tenemos dos docenas de encostrados acercándose —informó Thomas jadeando; metió la llave en la cerradura y la giró con fuerza; el pasador se liberó con un fuerte ruido metálico.
—¿Hay otros?
—Probablemente.
—¡Corred! Los caballos están esperando.
Thomas corrió sin volverse a mirar. Ellos se ayudarían entre sí. Sintió una sorprendente compulsión de combatir con los encostrados que se le venían encima a Johan. Un año antes, dos de ellos se podrían haber encargado de dos docenas y al menos mantenerlos a raya. Él pudo sentir como cobre en la lengua las ansias de arremeter contra ellos. Ansias de sangre.
Thomas subió las escaleras a grandes zancadas, con los pulmones a punto de reventársele por la actividad. Los gritos de encostrados le llegaron cuando apenas se hallaba a mitad de camino.
—¡Agarradlos!
Una voz gritó de dolor. ¿Johan?
Thomas salió del calabozo a la luz y se paró en seco.
Lo que vio lo dejó paralizado. Veinte encostrados empuñando espadas habían formado un semicírculo alrededor de la entrada. Johan se hallaba con la capucha echada hacia atrás, sangrando en abundancia por una profunda herida en el brazo derecho. Las hordas estaban momentáneamente sorprendidas al ver a su antiguo general, Martyn, mirándolos.
La escena trajo a la memoria recuerdos de trece meses antes. Entonces se habían reunido alrededor de Justin, pero a los ojos de Thomas esta escena apenas era diferente. Ellos pensaban en matar.
Algo le chasqueó en el horizonte. Rojo. Recogió la espada caída del segundo guardia a quien él había golpeado antes y la hizo oscilar por encima de la cabeza.
—¡Retroceded! —gritó mientras se echaba atrás la capucha—. ¿No conocéis a Thomas de Hunter? ¡Retroceded!
La ferocidad en su voz lo puso nervioso hasta a él. Se aferró a la empuñadura con manos temblorosas, desesperado por arremeter contra los encostrados. Johan lo miraba. Las hordas lo miraban. Él tenía un poder conocido a mano, y de pronto supo que lo usaría.
En ese mismo instante empuñaría lleno de ira una hoja por primera vez en trece meses. ¿Qué importaba? De todos modos estaban muertos.
Los encostrados estiraban las espadas con cautela. Pero no retrocedieron como él ordenara.
William y los demás salieron de la mazmorra detrás de él.
—¿Estáis sordos? —gritó Thomas—. Agarra la otra espada, Johan.
Johan no se movió.
—Thomas…
—¡Recoge la espada!
Estás ensimismado, Thomas.
Él corrió hacia los encostrados, gritando. Su hoja refulgió. Pegó contra carne. Tajó.
Luego quedó libre y se inclinó para su segunda oscilación. La espada cortó limpiamente uno de los brazos de ellos. La manga del guerrero se inundó de sangre.
El ataque había sido tan rápido, tan enérgico, que ninguno de los demás había tenido tiempo de reaccionar. Ellos eran guardias, no guerreros. Sabían de Thomas por las incontables historias de su incalculable fortaleza y valentía.
Thomas estaba resollando, la espada lista para cortar la primera cabeza que se estremeciera. Estos animales consumidos por la enfermedad no merecían nada mejor que la muerte. Estos shataikis atormentados por la enfermedad habían rechazado el amor de Justin.
Se les debía culpar por el engaño de Chelise.
Thomas sintió que el pecho se le oprimía con terrible angustia. Cerró los ojos y gritó, a todo pulmón, al cielo. Un gemido se le unió… el segundo hombre al que había cortado estaba de rodillas agarrándose firmemente el brazo.
—La fruta —expresó, dirigiéndose a Johan.
Johan metió la mano en su bolsillo y sacó una fruta que parecía un durazno.
—Usa esto —le dijo al encostrado, lanzándole la fruta. Inmediatamente los encostrados retrocedieron aterrados, dejando al hombre herido con la fruta cerca de su rodilla derecha. Thomas bajó la espada y caminó al frente.
—Por amor de Elyon, ¡no es brujería, amigo! —exclamó, agarró la fruta y le exprimió el jugo que se le escurrió entre los dedos—. ¡Es un regalo!
Agarró la manga del hombre y tiró con fuerza. La costura se rompió en el hombro y la larga manga quedó suelta, dejando desnudo un brazo escamoso, herido por debajo del codo. El hueso y el músculo estaban cortados.
El hombre empezó a quejarse atemorizado.
Thomas alargó la mano hacia el brazo, pero el hombre lo echó hacia atrás.
La anterior rabia lo volvió a inundar. Golpeó al hombre en la mejilla.
—¡No seas idiota!
Él sabía que todo lo que realizaba estaba mal, que todo esto de la huida había salido muy mal. Pero ahora estaba comprometido.
Thomas agarró con una mano el brazo del hombre y le exprimió la fruta en la herida. El jugo se le metió en el profundo corte.
Chisporroteó.
Un hilillo de humo se levantó de la carne partida. Se estaba obrando la curación.
Thomas se paró y lanzó la fruta al primer hombre que había cortado.
—¡Úsala!
Se volvió de espaldas a las hordas. Los demás lo miraban con algo entre horror y asombro; él no estaba seguro de qué. Se dirigió a su caballo y montó.
—Montad.
Estaba seguro que las hordas se precipitarían sobre ellos, pero no lo hicieron. Miraban con horror al hombre a quién él le había dado la fruta. El brazo se hallaba ahora medio sano y aun curándose. William corrió hacia el caballo. Suzan, Caín y Stephen se montaron en los otros.
—Si ustedes creen que el poder de Qurong es digno de temer o amar, entonces recuerden lo que han visto hoy aquí —dijo Thomas—. Esta vez les di fruta para sanar sus heridas. Si nos persiguen, quizás no sean tan afortunados.
Diciendo eso hizo girar el caballo y galopó hacia la selva, asombrado, confundido, lleno de náuseas. ¿Qué había hecho?