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Se sentó a nuestra mesa y Avenarius me señaló con un amplio movimiento del brazo:

—¿No conoce usted sus novelas? ¡La vida está en otra parte! ¡Tiene que leerla! ¡Mi mujer dice que es estupenda!

Comprendí con repentina clarividencia que Avenarius no había leído mi novela; si me obligó hace tiempo a dársela fue sólo porque su mujer, que padece de insomnio, necesita consumir en la cama kilos de libros. Me dio pena.

—Vine a refrescarme la cabeza en el agua —dijo Paul. Entonces vio el vino en la mesa y rápidamente se olvidó del agua—. ¿Qué beben? —Cogió la botella y examinó con atención la etiqueta. Luego añadió—: Hoy llevo bebiendo desde la mañana.

Sí, se le notaba y aquello me sorprendió. Nunca me lo había imaginado como borracho. Llamé al camarero para que trajese una tercera copa.

Empezamos a hablar de todo un poco. Avenarius volvió a referirse varias veces a mis novelas, que no había leído, y provocó así un comentario de Paul cuya falta de amabilidad me dejó casi perplejo:

—No leo novelas. Las memorias son mucho más divertidas y provechosas. O las biografías. Últimamente he leído libros sobre Salinger, sobre Rodin, sobre los amores de Franz Kafka. Y una estupenda biografía de Hemingway. Qué tramposo. Qué mentiroso. Qué megalómano —rio alegre Paul—: Qué impotente. Qué sádico. Qué machista. Qué maníaco sexual. Qué misógino.

—Si como abogado está dispuesto a defender a los asesinos ¿por qué no defiende a los escritores, que no son culpables más que de sus libros? —pregunté.

—Porque estoy harto de ellos —dijo Paul alegremente y se sirvió vino en la copa que el camarero acababa de poner delante de él.

—Mi mujer adora a Mahler —dijo después—. Me contó que dos semanas antes del estreno de su Séptima sinfonía, Mahler se encerró en la habitación de un ruidoso hotel y rehízo durante toda la noche la instrumentación.

—Así es —asentí—, fue en Praga en 1906. El hotel se llamaba Estrella Azul.

—Me lo imagino en esa habitación de hotel rodeado de papeles con notas —continuó Paul sin dejar que lo interrumpieran—, estaba convencido de que toda su obra quedaría estropeada si en la segunda frase tocaba la melodía el clarinete en lugar del oboe.

—Así es exactamente —dije y pensé en mi novela.

Paul continuó:

—Me gustaría que esa sinfonía se ejecutase una vez ante un público compuesto por los más renombrados especialistas, primero con los arreglos de las últimas dos semanas y después sin ellos. Garantizo que nadie sabría diferenciar una versión de la otra. Quiero decir que es sin duda admirable que el motivo que en la segunda frase toca el violín lo retome en la última frase la flauta. Todo está elaborado, pensado, sentido, nada se deja librado a la casualidad, pero esa enorme perfección nos supera, supera la capacidad de nuestra memoria, nuestra capacidad de concentración, de modo que ni el oyente más fanáticamente atento es capaz de abarcar de esa sinfonía más de una centésima parte, y seguro que aquella que menos le importaba a Mahler.

Su idea, tan evidentemente correcta, le alegraba, mientras yo iba poniéndome cada vez más triste: si mi lector se salta una frase de mi novela, no la entenderá, y sin embargo, ¿dónde hay en el mundo un lector que no se salte ni un solo renglón? ¿No soy yo mismo el mayor saltador de renglones y páginas?

—No le niego a esa sinfonía su perfección —continuó Paul—. Lo único que niego es la importancia de esa perfección. Esas sinfonías esplendorosas no son más que catedrales de la inutilidad. Son inaccesibles para el hombre. Son inhumanas. Hemos exagerado su significación. Nos hemos sentido inferiores ante ellas. Europa ha reducido a Europa a cincuenta obras geniales que nunca ha entendido. Imagínense esa indignante desigualdad: ¡millones de europeos que no significan nada frente a cincuenta nombres que lo representan todo! ¡La desigualdad entre las clases es un descuido insignificante en comparación con esta insultante desigualdad metafísica que convierte a unos en granos de arena y proyecta en otros el sentido del ser!

La botella estaba vacía. Llamé al camarero para que trajese otra. Así fue como Paul perdió el hilo de la conversación.

—Estaba hablando de las biografías —le apunté.

—Ajá —recordó.

—Se alegraba de poder leer por fin la correspondencia íntima de los muertos.

—Ya sé, ya sé —dijo Paul, como si quisiera adelantarse a las objeciones de la parte contraria—: Les aseguro que hurgar en la correspondencia íntima de alguien, interrogar a sus antiguas amantes, convencer a los doctores de que revelen secretos médicos, es una porquería. Los autores de biografías son gentuza y jamás me sentaría con ellos a una misma mesa, como con ustedes. Robespierre tampoco se hubiera sentado a la mesa con la chusma que robaba y tenía un orgasmo colectivo cuando devoraba con los ojos una ejecución. Pero sabía que sin ella no había manera. La gentuza es el instrumento del justiciero odio revolucionario.

—¿Qué hay de revolucionario en el odio hacia Hemingway? —dije.

—¡No estoy hablando del odio hacia Hemingway! ¡Estoy hablando de su obra! ¡Estoy hablando de la obra de todos ellos! Hacía falta decir ya de una vez que leer algo sobre Hemingway es mil veces más entretenido y provechoso que leer a Hemingway. Hacía falta mostrar que la obra de Hemingway no es más que la vida de Hemingway en clave y que esa vida fue igual de mísera e insignificante que la vida de todos nosotros. Hacía falta cortar en trocitos la sinfonía de Mahler y utilizarla como fondo musical para un anuncio de papel higiénico. Hacía falta acabar de una vez con el terror que producen los inmortales. ¡Derrocar el arrogante poder de las Novena y de los Fausto!

Ebrio de sus propias palabras se incorporó y levantó su copa:

—¡Brindo por el fin de los viejos tiempos!