1

En el gimnasio los espejos llevaban ya muchos años reflejando los movimientos de brazos y piernas; hace seis meses, debido a la insistencia de los imajólogos, penetraron también en el recinto de la piscina; por tres lados estábamos rodeados de espejos, el cuarto lado era una gran ventana de cristal que ofrecía el panorama de los tejados de París. Estábamos sentados en bañador junto a una mesa situada al borde de la piscina, donde resoplaban los bañistas. Entre nosotros se alzaba una botella de vino que habíamos pedido para celebrar el aniversario.

Avenarius seguramente no había tenido tiempo de preguntarme de qué aniversario se trataba porque había sido arrastrado por una nueva ocurrencia:

—Imagínate que tienes que elegir entre dos posibilidades. Pasar una noche de amor con una belleza mundialmente famosa, por ejemplo con Brigitte Bardot o con Greta Garbo, pero a condición de que nadie se entere. O cogerla por el hombro con familiaridad y pasear con ella por la calle principal de tu ciudad, pero a condición de no acostarte con ella. Me gustaría saber el porcentaje exacto de personas que elegirían una posibilidad o la otra. Sería necesario aplicar métodos estadísticos. Se lo planteé a varias empresas que se dedican a sondeos de opinión, pero todas se negaron.

—Jamás he entendido hasta qué punto hay que tomar en serio lo que haces.

—Todo lo que hago hay que tomarlo absolutamente en serio.

Continué:

—Te imagino, por ejemplo, presentando a los ecologistas tu plan para la destrucción de los automóviles. No es posible que pensaras que iban a aceptarlo.

Hice una pausa tras estas palabras. Avenarius permaneció en silencio.

—¿O pensabas que te iban a aplaudir?

—No —dijo Avenarius—, no lo pensaba.

—Entonces ¿para qué les presentaste tu proyecto? ¿Para desenmascararlos? ¿Para demostrarles que a pesar de todos sus gestos de inconformismo en realidad forman parte de eso a lo que llamas Diábolo?

—No hay nada más inútil —dijo Avenarius— que pretender demostrarles algo a los tontos.

—Entonces sólo queda una explicación: querías hacer una broma. Sólo que en tal caso tu actuación me parece ilógica. ¡Es imposible que contases con que iba a haber entre ellos alguien que te entendiera y se riera!

Avenarius hizo un gesto de negación con la cabeza y dijo con cierta tristeza:

—No, no contaba con eso. Diábolo se caracteriza por su absoluta carencia de sentido del humor. La comicidad, aunque sigue existiendo, se ha vuelto invisible. Hacer bromas ha dejado de tener sentido. —Luego añadió—: Este mundo se lo toma todo en serio. Incluso a mí. Y eso ya es el colmo.

—¡Yo tenía más bien la sensación de que nadie se toma nada en serio! Lo único que quieren todos es divertirse.

—Eso viene a ser lo mismo. Cuando el asno total tenga que anunciar la noticia del estallido de la guerra nuclear o un terremoto en París, tratará sin duda de ser ingenioso. Es posible que ya esté buscando algún juego de palabras para esas ocasiones. Pero eso no tiene nada que ver con el sentido de la comicidad. Porque el que resulta cómico en este caso es aquel que busca un juego de palabras para dar la noticia de un terremoto. Sólo que el que busca un juego de palabras para dar la noticia de un terremoto se toma su búsqueda completamente en serio y no tiene la menor idea de que resulta cómico. El humor sólo puede existir allí donde la gente distingue aún alguna frontera entre lo relevante y lo irrelevante. Y esa frontera se ha vuelto hoy imposible de distinguir.

Conozco bien a mi amigo, con frecuencia me divierto imitando su manera de hablar y adoptando sus ideas y ocurrencias; pero hay algo en él que se me sigue escapando. Su manera de actuar me gusta, me atrae, pero no puedo decir que la entienda por completo. Hace tiempo le expliqué que la esencia de una u otra persona sólo puede captarse mediante una metáfora. Mediante el rayo desenmascarador de la metáfora. Desde que le conozco, busco en vano la metáfora que me permita captar y comprender a Avenarius.

—Si no fue por hacer una broma ¿por qué presentaste esa proposición? ¿Por qué?

Antes de que pudiera responderme nos interrumpió una exclamación de sorpresa:

—¡Profesor Avenarius! ¡No es posible!

Desde la entrada avanzaba hacia nosotros un hombre atractivo, en bañador, que tendría entre cincuenta y sesenta años. Avenarius se incorporó. Los dos parecían emocionados y se estrecharon la mano durante largo rato.

Avenarius nos presentó. Comprendí que tenía ante mí a Paul.