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Cuando alguien muere en la pantalla de cine, se oye inmediatamente una música elegiaca, pero cuando en nuestra vida muere algún conocido, no se oye música alguna. Hay muy pocas muertes que sean capaces de hacernos estremecer profundamente, dos o tres en la vida, más no. La muerte de la mujer que había sido sólo un episodio sorprendió y entristeció profundamente a Rubens pero no pudo hacerlo estremecer, tanto más cuanto que aquella mujer había desaparecido de su vida hacía cuatro años y ya entonces había tenido que hacerse a la idea.

Aunque ella no estaba más ausente de su vida de lo que había estado antes, con su muerte todo cambió. Cada vez que se acordaba de ella tenía que pensar en lo que había pasado con su cuerpo. ¿Lo habían enterrado en un ataúd? ¿O lo habían incinerado? Rememoraba su cara inmóvil que se observaba a sí misma con grandes ojos en el espejo imaginario. Veía los párpados de esos ojos que se cerraban lentamente y aquel era de pronto el rostro de una muerta. Precisamente porque el rostro era tan sereno, el paso de la vida a la no vida era tan fluido, armónico, bello. Pero después empezó a imaginar qué más le ocurriría a aquel rostro. Y fue espantoso.

Fue a verlo G. Como siempre empezaron a hacer el amor de una manera prolongada y silenciosa y como siempre en aquellos larguísimos ratos le vino a la mente la mujer que toca el laúd: como siempre estaba ante el espejo con los pechos desnudos y miraba hacia delante con mirada inmóvil. En ese momento Rubens pensó en que llevaría ya dos o tres años muerta; que el pelo ya se le habría caído y los ojos se habrían hundido. Quería librarse rápidamente de aquella imagen porque sabía que de otro modo no iba a ser capaz de seguir haciendo el amor. Ahuyentaba de la mente los pensamientos sobre la mujer que toca el laúd, se esforzaba por concentrarse en G, en su respiración acelerada, pero los pensamientos eran desobedientes y como a propósito ponían ante él las imágenes que no quería ver. Y cuando por fin se avinieron a obedecerle y a dejar de enseñarle a la mujer que toca el laúd en el ataúd, se la enseñaron entre las llamas en una posición concreta que él conocía de oídas: el cuerpo ardiente se erguía (gracias a alguna fuerza física que no comprendía), de modo que la mujer que toca el laúd estaba sentada en el horno. Y en medio de esa visión del cuerpo sentado entre las llamas se oyó de pronto una voz descontenta e imperiosa: «¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más! ¡Más!». Tuvo que interrumpir el acto amoroso. Le pidió disculpas a G por no estar en forma.

Después se dijo: De todo lo que he vivido sólo me quedó una fotografía que es como si contuviese lo más íntimo, lo más profundamente oculto de mi vida erótica, como si contuviese su esencia misma. Puede que últimamente sólo haya hecho el amor para que esa fotografía reviviese en mi mente. Y ahora esa fotografía está en llamas y el hermoso rostro inmóvil se retuerce, se encoge, ennegrece y finalmente se hace cenizas.

G debía volver una semana más tarde y Rubens temía por adelantado las imágenes que iban a asaltarle durante el acto amoroso. Con la intención de expulsar de su mente a la mujer que toca el laúd, volvió a sentarse a la mesa, la cabeza apoyada en la palma de la mano, y buscó en la memoria otras fotografías que le habían quedado de su vida erótica y que podían suplantar la imagen de la mujer que toca el laúd. Todavía encontró unas cuantas e incluso se asombró, feliz, de que siguieran siendo tan hermosas y excitantes. Pero en lo más profundo del alma estaba seguro de que cuando fuera a hacer el amor con G su memoria se negaría a enseñárselas y le sacaría en su lugar, como un mal chiste macabro, la imagen de la mujer que toca el laúd ardiendo sentada. No se equivocaba. Esta vez también tuvo que pedirle disculpas a G en pleno acto amoroso.

Luego se dijo que no estaría mal suspender por un tiempo sus relaciones con mujeres. Hasta más adelante, como suele decirse. Pero el descanso se prolongaba una semana tras otra, un mes tras otro. Un día se dio cuenta de que ya no habría un «más adelante».