Estaba otra vez en Roma. En la galería permaneció durante mucho tiempo en la sala de los cuadros góticos. Ante uno de ellos se quedó fascinado. Era una crucifixión. ¿Qué veía? Veía en el lugar de Jesús a una mujer a la que acababan de crucificar. Al igual que Cristo, no llevaba más que una tela blanca que envolvía sus caderas. Se apoyaba con las plantas de los pies en un saliente de la madera mientras los verdugos ataban al madero sus tobillos con gruesas cuerdas. La cruz había sido levantada en la cima de un monte y se veía desde muy lejos. Alrededor de ella había una multitud de soldados, hombres y mujeres del pueblo, curiosos, que observaban todos a la mujer expuesta a sus miradas. Era la mujer que toca el laúd. Sentía todas aquellas miradas en su cuerpo y se tapaba los pechos con las palmas de las manos A su izquierda y su derecha había otras dos cruces y a cada una de ellas estaba atado un delincuente. El primero se inclinó hacia ella, le cogió la mano, la arrancó de su pecho y estiró su brazo de modo que el dorso de su mano tocase el final del brazo horizontal de la cruz. El segundo ladrón cogió la otra mano e hizo con ella el mismo movimiento, de modo que la mujer que toca el laúd tenía ambos brazos extendidos. Su rostro permanecía igual de inmóvil. Tenía los ojos fijos a lo lejos. Pero Rubens sabía que no miraba a lo lejos, sino a un enorme espejo imaginario situado ante ella entre el cielo y la tierra. Ve en él su propia imagen, la imagen de una mujer en la cruz con los brazos extendidos y los pechos desnudos. Está expuesta a la multitud, inmensa, aullante, animal, y, al igual que ellos, se mira a sí misma, excitada.
Rubens era incapaz de apartar la vista de aquel espectáculo. Y cuando la apartó se dijo: Este momento debería pasar a formar parte de la historia de la religión con el nombre de La visión de Rubens en Roma. Hasta la noche estuvo bajo la influencia de aquel momento místico. Hacía ya cuatro años que no llamaba a la mujer que toca el laúd, pero aquel día no fue capaz de refrenarse. Marcó su número en cuanto regresó al hotel. Al otro lado del hilo se oyó una voz femenina desconocida. Él dijo inseguro:
—¿Podría hablar con madame…? —La llamó por el apellido de su marido.
—Sí, soy yo —dijo la voz al otro lado.
Pronunció el nombre de pila de la mujer que toca el laúd y la voz femenina le respondió que la mujer a la que llamaba había muerto.
—¿Ha muerto? —se quedó paralizado.
—Sí, Agnes ha muerto. ¿Quién la llama?
—Soy un amigo suyo.
—¿Puede decirme su nombre?
—No —dijo y colgó el teléfono.