Volvieron a verse como antes, una, dos, tres veces al año. Y volvieron a pasar los años. Un día la llamó para comunicarle que dos semanas después estaría en París. Ella le dijo que no tendría tiempo.
—Puedo postergar el viaje una semana —dijo Rubens.
—Tampoco tendré tiempo.
—Y ¿cuándo te vendría bien?
—Ahora no —dijo con evidente desconcierto—, ahora durante mucho tiempo, no…
—¿Ha pasado algo?
—No, no ha pasado nada.
Los dos estaban desconcertados. Parecía como si la mujer que toca el laúd no quisiera volver a verlo jamás y le resultara desagradable decírselo directamente. Pero al mismo tiempo esa suposición era tan improbable (sus encuentros eran siempre hermosos, sin la menor sombra) que Rubens siguió haciéndole preguntas para comprender el motivo de su rechazo. Pero como desde el comienzo su relación estaba basada en la absoluta falta de mutua agresividad y descartaba incluso cualquier tipo de insistencia, se impuso la prohibición de seguir importunándola, aunque sólo fuera con preguntas.
De modo que puso fin a la conversación y apenas añadió:
—Pero ¿puedo volver a llamarte?
—Por supuesto. ¿Por qué no ibas a poder?
La llamó al cabo de un mes:
—¿Sigues sin tener tiempo para verme?
—No te enfades —dijo—. No tengo nada contra ti.
Le hizo la misma pregunta que la otra vez:
—¿Ha pasado algo?
—No, no ha pasado nada —dijo.
Se quedó callado. No sabía qué decir.
—Peor aún —dijo mientras le sonreía melancólicamente por el auricular.
—De verdad que no tengo nada contra ti. Esto no tiene nada que ver contigo. Es algo que sólo me concierne a mí.
Tenía la sensación de que en aquellas palabras se abría para él alguna esperanza:
—¡Pero entonces es todo un absurdo! ¡Si es así, tenemos que vernos!
—No —se negó ella.
—Si supiese que ya no quieres verme, no diría una palabra. ¡Pero dices que es por tu culpa! ¿Qué es lo que te pasa? ¡Tenemos que vernos! ¡Tengo que hablar contigo!
Pero nada más decirlo, pensó: no, seguro que es por delicadeza que se niega a decirle el motivo principal, demasiado sencillo: ya no le interesa. Está desconcertada porque es demasiado delicada. Por eso no debe intentar convencerla. Así se convertiría para ella en alguien desagradable e incumpliría el contrato tácito que les obligaba a no preguntarle nunca al otro por lo que el otro no deseaba hacer.
Y por eso cuando dijo de nuevo «no, por favor…», ya no insistió.
Colgó el teléfono y se acordó de pronto de la estudiante australiana de las grandes zapatillas. Aquella también había sido rechazada por motivos que no podía comprender. Si hubiera tenido ocasión, la habría consolado con las mismas palabras: «No tengo nada contra ti. Esto no tiene nada que ver contigo. Es algo que sólo me concierne a mí». Comprendió de pronto intuitivamente que su historia con la mujer que toca el laúd había terminado y que él nunca sabría por qué. Igual que la estudiante australiana nunca comprendería por qué había terminado su historia. Sus zapatos recorrerían el mundo con un poco más de melancolía que hasta ahora. Igual que las grandes zapatillas de la australiana.