La mujer que toca el laúd seguía teniendo la misma silueta, sus movimientos el mismo encanto, sus rasgos no habían perdido nada de su delicadeza. Sólo una cosa había cambiado: al mirarla de cerca su piel ya no era fresca. A Rubens aquello no se le podía escapar; pero lo curioso era que los momentos en que se fijaba en ello eran extraordinariamente breves, duraban apenas un par de segundos; la mujer que toca el laúd volvía luego rápidamente a su imagen, tal como había sido hacía ya mucho tiempo definitivamente dibujado por la memoria de Rubens: se ocultaba tras su imagen.
Retrato: hace ya mucho tiempo que Rubens sabe lo que significa. Oculto tras el cuerpo del compañero que estaba sentado delante de él, dibujaba en secreto la caricatura del profesor. Luego levantaba la vista del dibujo; la cara del profesor estaba en un permanente movimiento mímico y no se parecía al dibujo. Sin embargo, cuando el profesor se alejaba del campo de su visión, era incapaz (ni entonces ni ahora) de imaginárselo con otro aspecto que el de su caricatura. El profesor había desaparecido para siempre tras su imagen.
En la exposición de un fotógrafo famoso vio la foto de un hombre que se levanta de la acera y tiene la cara ensangrentada. ¡Una fotografía inolvidable, misteriosa! ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué le había pasado? Probablemente un accidente sin importancia en la calle, se decía Rubens; un traspié, una caída y la imprevista presencia del fotógrafo. Sin sospechar nada, aquel hombre se había incorporado, se había lavado la cara en el bar de enfrente y se había ido a casa a reunirse con su mujer. Y en ese mismo momento, embriagado por su nacimiento, su imagen se había separado de él y se había ido precisamente en dirección contraria tras su propia aventura, tras su propio destino.
Una persona puede ocultarse tras su imagen, puede desaparecer para siempre tras su imagen, puede estar completamente separada de su imagen: una persona nunca es su imagen. Sólo gracias a las tres fotografías mentales Rubens telefoneó al cabo de ocho años a la mujer que toca el laúd. ¿Pero quién es la mujer que toca el laúd en sí misma, al margen de su imagen? Sabe poco de eso y no quiere saber más. Se imagina su encuentro al cabo de ocho años: están sentados frente a frente en el vestíbulo del gran hotel parisino. ¿De qué hablan? De todo lo imaginable menos de la vida que cada uno de ellos lleva. Porque, si se conociesen de un modo excesivamente íntimo, se formaría entre ellos una barrera de informaciones inútiles que los convertiría en dos extraños. Sólo saben el uno del otro el mínimo indispensable y están casi orgullosos de haber guardado el uno ante el otro su vida en la sombra para que su encuentro esté así iluminado y separado del tiempo y de todas las circunstancias.
Mira a la mujer que toca el laúd lleno de ternura y está contento de que, aunque haya envejecido algo, sigue cercana a su imagen. Con una especie de cinismo emocionado se dice: el valor de la mujer que toca el laúd, físicamente presente, consiste en que sigue siendo capaz de confundirse con su imagen.
Y disfruta pensando que dentro de un breve instante la mujer que toca el laúd le cederá a esa imagen su cuerpo vivo.