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Pasaron los años y estaba un día sentado con un conocido en una cafetería de una ciudad suiza junto a los Alpes, donde vivía. En la mesa de enfrente vio a una chica que lo miraba. Era guapa, con alargados labios sensuales (que hubiera comparado con la boca de una rana si se pudiera decir que una rana es hermosa) y le pareció que era precisamente la mujer que siempre había deseado. Incluso a una distancia de tres o cuatro metros le agradaba el tacto de su cuerpo y en aquel momento lo prefería a todos los demás cuerpos femeninos. Le miraba tan fijamente, que absorbido por su mirada no sabía lo que le estaba diciendo su acompañante y sólo pensaba con dolor en que dentro de unos minutos, al salir del café, iba a perder para siempre a aquella mujer.

Pero no la perdió porque, cuando pagó los dos cafés y se levantó, se levantó también ella y se dirigió, al igual que los dos hombres, hacia el edificio de enfrente, en el que debía celebrarse un momento más tarde una subasta de cuadros. Al cruzar la calle iba tan cerca de Rubens que era imposible no dirigirle la palabra. Se comportó como si lo esperase, se puso a charlar con él sin tomar en consideración al conocido, que iba junto a ellos, callado y sin saber qué hacer, hacia la sala de subastas. Cuando terminó, volvieron a encontrarse en el mismo café. Como no disponían más que de media hora, se dieron prisa para decirse todo lo que podía decirse. Sólo que al cabo de un rato resultó que no tenían gran cosa que decirse y la media hora duró más de lo que esperaban. La chica era una estudiante australiana, sus antepasados eran, en una cuarta parte, negros (no se apreciaba en sus rasgos, pero cuanto menos se notaba más le gustaba hablar de ello), estudiaba semiología de la pintura con un profesor de Zurich y durante un tiempo se había ganado la vida en Australia bailando semidesnuda en un bar. Todas aquellas informaciones eran interesantes pero al mismo tiempo le resultaban a Rubens tan ajenas (¿por qué bailaba semidesnuda en Australia? ¿por qué estudiaba semiología en Suiza? ¿y qué es la semiología?) que en lugar de despertar su curiosidad lo fatigaban, como un obstáculo que se vería obligado a superar. Por eso se alegró de que la media hora se acabara; en ese momento reapareció su entusiasmo inicial (porque no había dejado de gustarle) y se citó con ella para el día siguiente.

Y entonces todo le salió al revés: se despertó con dolor de cabeza, el cartero le trajo dos cartas desagradables y, durante una conversación telefónica con una institución oficial, una voz femenina impaciente se negó a entender qué era lo que quería. Cuando la estudiante apareció en el umbral de la puerta, sus malos presentimientos se vieron confirmados: ¿por qué se había vestido de una forma completamente distinta a la del día anterior? Llevaba unas enormes zapatillas, encima de las zapatillas se veían unos calcetines gruesos, encima de los calcetines unos pantalones de loneta gris, encima de los pantalones un anorak; hasta más arriba del anorak no pudo con satisfacción descansar finalmente la vista en su boca de rana, que seguía siendo igual de hermosa, pero a condición de olvidarse de todo lo que se veía del cuello para abajo.

Lo grave no era que la ropa que llevaba le quedara mal (no cambiaba en nada el hecho de que era una mujer guapa), lo que le inquietaba era que no la entendía: ¿por qué una mujer que va a una cita con un hombre con el que quiere hacer el amor no se viste para gustarle?, ¿quiere quizás dar a entender que las prendas de vestir son algo externo que no tiene importancia?, ¿o considera su anorak elegante y las enormes zapatillas seductoras?, ¿o simplemente no tiene consideración alguna por el hombre con el que ha quedado?

Quizá para buscar de antemano una disculpa por si el encuentro no respondía a todas las expectativas, él le comunicó que tenía un mal día: tratando de poner un tono de humor, enumeró todas las desgracias que le habían sucedido desde la mañana. Y ella sonrió con sus hermosos labios alargados: «El amor es el remedio contra todos los malos augurios». Le llamó la atención la palabra amor, que había perdido la costumbre de emplear. No sabía en qué sentido la empleaba ella. ¿Se refería al acto físico de hacer el amor? ¿O al sentimiento amoroso? Mientras él reflexionaba sobre esto, ella se desnudó rápidamente en un rincón de la habitación y luego se metió en la cama dejando encima de la silla sus pantalones de loneta y debajo de la silla las enormes zapatillas, dentro de las cuales metió los calcetines gruesos, unas zapatillas que, allí, en la casa de Rubens, detuvieron por un momento su largo peregrinar por las universidades australianas y las ciudades europeas.

Hicieron el amor de un modo increíblemente tranquilo y silencioso. Yo diría que Rubens había vuelto de pronto a la etapa de la mudez atlética, pero la palabra «atlética» no era del todo apropiada porque hacía ya tiempo que había perdido su juvenil orgullo por demostrar su poder físico y sexual; la actividad a la que se entregaron parecía tener más un carácter simbólico que atlético. Sólo que Rubens no tenía la menor idea de lo que debían simbolizar los movimientos que realizaban. ¿Ternura? ¿amor? ¿salud? ¿alegría de vivir? ¿impudicia? ¿amistad? ¿fe en Dios? ¿una oración para que se les concediera una larga vida? (La chica estudiaba semiología de la pintura. ¿No hubiera sido mejor que le revelase algo sobre la semiología del amor físico?). Efectuaba movimientos vacíos y por primera vez era consciente de que no sabía por qué los hacía.

Cuando hicieron una pausa en medio del acto amoroso (Rubens pensó que su profesor de semiología seguramente también hacía una pausa de diez minutos en medio de un seminario de dos horas) la chica pronunció (con la misma voz tranquila, serena) una frase en la que volvió a aparecer la incomprensible palabra «amor»; a Rubens se le ocurrió esta idea: de lo más profundo del universo llegarán a la tierra unos hermosos ejemplares de mujeres, sus cuerpos se parecerán al cuerpo de las mujeres terrícolas, pero serán totalmente perfectos porque el planeta del que provienen no conoce las enfermedades y los cuerpos carecen allí de enfermedades y defectos. Sólo que los hombres terrícolas que se encontrarán con ellas no sabrán de su pasado extraterrestre y por eso no las entenderán en absoluto; nunca sabrán qué efecto tendrá en esas mujeres lo que digan o hagan; nunca sabrán qué sentimientos se ocultan tras sus hermosos rostros. Con mujeres hasta tal punto desconocidas sería imposible hacer el amor, se decía Rubens. Luego rectificó: es posible que nuestra sexualidad esté tan automatizada que al fin y al cabo haga posible el amor físico incluso con mujeres extraterrestres, pero sería un amor al margen de todo tipo de excitación, un acto amoroso convertido en un mero ejercicio físico carente de sentimiento y de impudicia.

El recreo había terminado, la segunda parte del seminario amoroso iba a empezar en cualquier momento y él tenía ganas de decir algo, alguna barbaridad que la hiciese perder el control, pero sabía que no iba a atreverse. Estaba en la situación de un extranjero que se ve envuelto en una discusión en un idioma que no domina; ni siquiera puede soltar un insulto porque el contrincante que ha sido atacado le preguntaría inocentemente: «¿Qué es lo que pretendía decir? ¡No le he entendido!». Así que no dijo ninguna barbaridad e hizo una vez más el amor con silenciosa serenidad.

Luego la acompañó hasta la puerta (no sabía si estaba satisfecha o defraudada, pero parecía más bien satisfecha) y decidió que ya no volvería a verla; sabía que ella iba a sentirse herida e interpretaría tan repentina pérdida de interés (¡tenía que haberse dado cuenta de la impresión que ayer mismo le había causado!) como una derrota tanto peor cuanto más incomprensible. Sabía que por su culpa las zapatillas peregrinarían por el mundo con un paso aún más melancólico. Se despidió de ella y en el momento en que ella desapareció de su vista al doblar la esquina, lo invadió una fuerte, torturante nostalgia por las mujeres que hasta entonces había tenido. Aquello fue brutal e inesperado como una enfermedad que estalla en un solo segundo y sin previo aviso.

Poco a poco empezó a entender lo que pasaba. En el cuadrante la manecilla había llegado a un nuevo número. Oyó sonar las horas y vio cómo se abría un ventanuco en el gran reloj y gracias a un secreto mecanismo medieval salía por él una mujer con unas grandes zapatillas. Descubrirla significaba que su deseo daba media vuelta; ya no deseará a mujeres nuevas; ya sólo deseará a las mujeres que ha tenido; su deseo estará a partir de ahora obsesionado por el pasado.

Veía pasar por las calles a mujeres hermosas y se asombraba al comprobar que no les prestaba atención. Creo incluso que ellas le prestaban atención y él ni se enteraba.

En otros tiempos sólo deseaba a mujeres nuevas. Las deseaba tanto que con algunas de ellas sólo hacía el amor una vez y basta. Como si de pronto tuviera que pagar por aquella obsesión por lo nuevo, por aquella desatención hacia todo lo duradero y estable, por aquella desatinada impaciencia que lo impulsaba hacia delante, quería ahora dar la vuelta, encontrar a las mujeres de su pasado, volver a hacer el amor con ellas, llegar más lejos, extraer lo que había quedado por extraer. Comprendió que a partir de entonces «sólo habría grandes emociones en el pasado y que si aún quería encontrar nuevas emociones tendría que ir a por ellas en el pasado.