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El episodio es un concepto importante de la Poética de Aristóteles. A Aristóteles no le gustan los episodios. De todos los acontecimientos, según él, los peores son los acontecimientos episódicos. El episodio no es ni una consecuencia indispensable de lo que antecedía ni la causa de lo que seguiría; se halla fuera de ese encadenamiento causal de acontecimientos que es una historia. Es una simple casualidad estéril, que puede ser suprimida sin que una historia pierda su ligazón comprensible, y no es capaz de dejar una huella duradera en la vida de los personajes. Van ustedes en metro a un encuentro con la mujer de su vida y, un momento antes de la parada en que han de bajar, una joven desconocida, en la que no se habían fijado (ya que iban a encontrarse con la mujer de su vida y no se fijaban en nada más) sufre una indisposición repentina, se desmaya y se va a caer al suelo. Como están a su lado, la sujetan y la tienen entre sus brazos unos segundos hasta que ella abre los ojos. La sientan en un sitio que alguien deja libre para ella y, como en ese momento el tren comienza a frenar, se separan de ella casi con impaciencia para bajar y correr tras la mujer de su vida. En ese mismo momento la joven a la que poco antes tenían entre los brazos ya está olvidada. Esta historia es un típico episodio. La vida está repleta de episodios como un colchón lo está de lana, pero el poeta (según Aristóteles) no es un tapicero y debe eliminar todos los rellenos de la historia, aunque la vida real no se componga precisamente más que de rellenos como este.

Su encuentro con Bettina fue para Goethe un episodio insignificante; no sólo ocupó cuantitativamente un espacio minúsculo del tiempo de su vida, sino que Goethe intentó por todos los medios que nunca desempeñase el papel de una causa y lo mantuvo cuidadosamente fuera de su biografía. Pero es precisamente aquí donde comprobamos la relatividad del concepto de episodio, una relatividad que Aristóteles no advirtió: nadie puede garantizar que un acontecimiento completamente episódico no lleve almacenado dentro de sí una fuerza que haga que en determinado momento, de forma inesperada, se convierta, pese a todo, en la causa de otros acontecimientos. Cuando digo en determinado momento, puede ser incluso después de la muerte, como sucedió precisamente en el caso del triunfo de Bettina, que se convirtió en una historia de la vida de Goethe cuando Goethe ya no vivía.

Podemos por lo tanto completar la definición que Aristóteles hace del episodio y decir: ningún episodio está a priori condenado a seguir siendo para siempre episodio, porque cualquier acontecimiento, aun el más insignificante, esconde dentro de sí la posibilidad de llegar a ser antes o después la causa de otros acontecimientos y convertirse así en una historia o una aventura. Los episodios son como minas. La mayoría nunca explota, pero precisamente el menos llamativo de ellos se convierte un buen día en una historia que resulta funesta. Va por la calle una mujer que desde lejos le mira con una mirada que le parecerá un tanto alocada. Cuando se le acerca, aminora el paso, se detiene y dice: «¿Es usted? ¡Llevo ya tanto tiempo buscándolo!» y le echa los brazos al cuello. Es aquella joven que cayó desmayada en sus brazos cuando iba usted a encontrarse con la mujer de su vida, con la que mientras tanto se casó y tuvo un hijo. Pero la joven que de pronto le encontró en la calle ha decidido enamorarse de su salvador y considerar aquel encuentro casual como una orden del destino. Le llamará cinco veces al día por teléfono, le escribirá cartas, visitará a su esposa y le explicará que lo ama desde hace tanto tiempo que tiene derecho a que sea suyo, hasta el punto de que la mujer de su vida perderá la paciencia, se pondrá tan furiosa que decidirá acostarse con el barrendero y después se marchará de casa con niño y todo. Usted, para escapar de la joven enamorada, que mientras tanto ha trasladado a su piso el contenido de sus armarios, se irá a vivir al otro lado del mar, donde morirá en la desesperación y la miseria. Si nuestras vidas fueran infinitas como la vida de los dioses antiguos, el concepto de episodio perdería sentido, porque en lo infinito cualquier acontecimiento, aun el más insignificante, encontraría su consecuencia y se desarrollaría hasta formar una historia.

La mujer que toca el laúd, con la que bailó cuando tenía él veintisiete años, no había sido para Rubens más que un episodio, un archiepisodio, un episodio total hasta el momento en que, quince años más tarde, se la encontró por casualidad en un parque romano. Entonces el episodio olvidado se convirtió de pronto en una pequeña historia, pero aquella historia siguió siendo en relación con la vida de Rubens una historia completamente episódica. No tenía la menor esperanza de transformarse en parte de lo que podríamos denominar su biografía.

Biografía: cadena de acontecimientos que consideramos importantes para nuestra vida. Pero ¿qué es importante y qué no lo es? En vista de que no lo sabemos (y de que ni siquiera se nos ocurre plantearnos una pregunta tan estúpidamente sencilla) aceptamos como importante lo que consideran importante los demás, por ejemplo el empresario que nos obliga a rellenar unos formularios: fecha de nacimiento, profesión de los padres, estudios, cambios de empleo y lugar de residencia (en mi antigua patria añadían: pertenencia al partido comunista), bodas, divorcios, nacimiento de los hijos, enfermedades graves, éxitos, fracasos. Es terrible pero es así: hemos aprendido a ver nuestra propia vida según la visión que de ella nos dan los formularios burocráticos o policiales. Es ya una pequeña rebelión incluir en nuestra biografía a una mujer que no sea nuestra propia esposa y semejante excepción sólo puede permitirse a condición de que haya desempeñado en nuestra vida un papel especialmente dramático, cosa que Rubens en absoluto podía afirmar de la mujer que toca el laúd. Además, por su aspecto y su comportamiento, la mujer que toca el laúd respondía a la imagen de la mujer-episodio: era elegante pero no llamaba la atención, bella sin deslumbrar, dispuesta a hacer el amor y sin embargo tímida; nunca importunaba a Rubens con confesiones sobre su vida privada, pero tampoco dramatizaba su discreto silencio ni lo convertía en un secreto intranquilizador. Era una verdadera princesa del episodio.

El encuentro de la mujer que toca el laúd con los dos hombres en el gran hotel parisino fue arrebatador. ¿Hicieron entonces el amor los tres juntos? No olvidemos que la mujer que toca el laúd se había convertido para Rubens en «una mujer amada más allá de las fronteras del amor»; el viejo imperativo de frenar el desarrollo de los acontecimientos para que la carga sexual del amor no se agote demasiado rápido (aquel mismo imperativo por culpa del cual, pensaba él, había dejado escapar a su joven esposa) volvió a despertarse. Justo antes de llevarla desnuda a la cama, le hizo una seña al amigo para que abandonara la habitación sin hacer ruido.

Su conversación mientras hacían el amor volvió por lo tanto a transcurrir en el futuro gramatical, como una promesa que nunca se cumpliría: el amigo M desapareció poco tiempo después por completo de su entorno y el arrebatador encuentro de dos hombres y una mujer quedó como un episodio sin continuación. Rubens siguió viendo a la mujer que toca el laúd dos o tres veces al año, cuando se le presentaba la oportunidad de ir a París. Luego sucedió que la ocasión ya no se presentó y casi desapareció de nuevo de su memoria.