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Todo el doloroso deseo que se apoderaba de él al pensar que se le había escapado para siempre su propia mujer, se convirtió en obsesión por la mujer que toca el laúd. Pensó en ella durante los días siguientes casi sin interrupción. Intentaba de nuevo acordarse de todo lo que había quedado de ella en su memoria, pero no encontraba más que aquella noche en la sala de fiestas. Recordó por centésima vez la misma imagen: en medio de las parejas que bailaban, ella estaba a un paso de él. No lo miraba a él, miraba al vacío. Como si no quisiera ver nada del mundo exterior, concentrada sólo en sí misma. Como si a un paso de ella no estuviese él, sino un gran espejo en el que se observaba. Observaba en él sus caderas que se desplazaban alternativamente hacia delante, observaba sus brazos, que describían círculos ante sus pechos y su rostro, como si quisiera de ese modo ocultarlos, como si quisiera borrarlos. Como si los borrase y volviera a dejarlos aparecer, mirándose mientras tanto en el espejo imaginario, excitada por su propio pudor. Su manera de bailar era una pantomima del pudor: una permanente exhibición de la desnudez oculta.

Una semana después de su encuentro en Roma se dieron cita en el vestíbulo de un gran hotel parisino lleno de japoneses, cuya presencia hizo posible una sensación de agradable anonimato y desarraigo. Cuando cerró tras de sí la puerta de la habitación, se acercó a ella y le colocó la mano en el pecho:

—Así fue como la toqué cuando bailamos juntos —dijo—. ¿Lo recuerda?

—Sí —dijo ella y fue como cuando alguien golpea suavemente con el dedo el cuerpo del laúd.

¿Sentía pudor como hace quince años? ¿Sintió pudor Bettina cuando Goethe le tocó el pecho en el balneario de Teplice? ¿Era el pudor de Bettina sólo un sueño de Goethe? ¿Era el pudor de la mujer que toca el laúd sólo un sueño de Rubens? Como quiera que fuese, ese pudor, aunque sólo fuera una apariencia de pudor, aunque sólo fuera el recuerdo de una apariencia de pudor, ese pudor estaba allí, estaba con ellos en la pequeña habitación del hotel, los embriagaba con su magia y le daba sentido a todo. La desnudó y se sentía como si acabara de traerla del club nocturno de su juventud. Hacía el amor con ella y la veía bailar: escondía la cara tras los movimientos circulares de los brazos mientras se miraba en un espejo imaginario.

Los dos se tendieron con ansia sobre las olas de esa corriente que atraviesa a todas las mujeres y todos los hombres, esa corriente mística de imágenes obscenas en las que, si bien cualquier mujer se parece a cualquier mujer, un rostro diferente da a las mismas imágenes y palabras distinta fuerza y embelesamiento. Escuchaba lo que le decía la mujer que toca el laúd, escuchaba sus propias palabras, miraba su tierno rostro de doncella gótica que pronunciaba palabras obscenas y se sentía cada vez más embriagado.

El tiempo gramatical de sus sueños obscenos era el futuro: la próxima vez harás esto y aquello, escenificaremos tal y cual situación… Ese futuro gramatical convierte el soñar en una permanente promesa (en una promesa que en el momento de recuperar la sobriedad pierde valor, pero como nunca se olvida vuelve a ser una y otra vez promesa). Por eso tuvo que suceder que una vez la esperara en el vestíbulo del hotel con su amigo M. Subieron los tres a la habitación, bebieron, rieron y después ellos empezaron a desnudarla. Cuando le quitaron el sujetador, se cogió los pechos con las manos, intentando cubrirlos por completo con las palmas. Luego la llevaron (sólo tenía puestas las bragas) hasta el espejo (el cuarteado espejo de la puerta del armario) y ella quedó allí en medio de los dos, con la mano izquierda en el pecho izquierdo y la derecha en el derecho, y se miraba fascinada en el espejo. Rubens se fijó muy bien en que mientras ellos dos la miraban a ella (su cara, sus manos que tapaban los pechos), ella no los veía, observándose como hipnotizada a sí misma.