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Cuando Rubens se divorció de su mujer, se encontró, como ya dije, de una vez para siempre «más allá de las fronteras del amor». Esa formulación le gustaba. Con frecuencia la repetía para sus adentros (algunas veces melancólica, otras alegremente): pasaré la vida «más allá de las fronteras del amor».

Pero el territorio que denominaba «más allá de las fronteras del amor» no se parecía al patio sombrío y descuidado de un magnífico y enorme palacio (el palacio del amor), no, aquel territorio era amplio, rico, bello, inmensamente variado y es posible que mayor y más hermoso que el mismo palacio del amor. Por ese territorio pasaban distintas mujeres, algunas de las cuales le eran indiferentes, otras lo divertían y de algunas se enamoraba. Es necesario comprender este aparente contrasentido: más allá de las fronteras del amor existe el amor.

Porque lo que había empujado a las aventuras amorosas de Rubens «más allá de las fronteras del amor» no era la falta de sentimientos, sino la voluntad de limitarlos exclusivamente a la esfera erótica de la vida, de prohibirles toda influencia en su trayectoria vital. Cualquiera que sea la definición que demos del amor, siempre quedará implícito que el amor es algo esencial, que convierte la vida en destino: los acontecimientos que suceden «más allá de las fronteras del amor», por bellos que sean, son por ese motivo siempre episódicos.

Pero repito: aunque expulsadas «más allá de las fronteras del amor» al territorio de lo episódico, entre las mujeres de Rubens había algunas por las que sentía ternura, en las que pensaba con obsesión, que le producían dolor cuando se le escapaban o celos cuando preferían a otro. En otras palabras, más allá de las fronteras del amor también existían amores, y como la palabra amor estaba prohibida, eran todos amores secretos y por eso aún más atrayentes.

En cuanto estuvo sentado en la cafetería del parque de la Villa Borghese frente a la mujer a la que había llamado «la que toca el laúd», supo enseguida que iba a ser «una mujer amada más allá de las fronteras del amor». Sabía que no le iba a interesar su vida, su matrimonio, su familia, sus preocupaciones, sabía que se verían con muy poca frecuencia, pero sabía también que iba a sentir por ella una ternura completamente excepcional.

—Recuerdo otro nombre más —le dijo—. La llamé la muchacha gótica.

—¿Muchacha gótica yo?

Nunca la había llamado así. Aquellas palabras se le habían ocurrido hacía un momento, mientras iban juntos por la alameda hacia la cafetería. Su manera de andar le traía a la memoria los cuadros góticos que había estado mirando aquella misma tarde en el palacio Barberini. Él continuó:

—Las mujeres de los cuadros góticos llevan al andar el vientre hacia delante. Y la cabeza gacha. Su manera de andar es la manera de andar de una doncella gótica. La mujer que tañe el laúd en las orquestas angelicales. Sus pechos están orientados hacia el cielo, su vientre está orientado hacia el cielo, pero su cabeza, que sabe de la vanidad de todo, mira hacia el polvo.

Volvieron por la misma alameda de las estatuas en la que se habían encontrado. Las cabezas cortadas de los muertos ilustres estaban colocadas encima de sus pedestales como un arrogante ademán.

A la salida del parque se despidió de él. Se pusieron de acuerdo en que iría a verla a París. Le dio su nombre (el apellido de su marido), su número de teléfono y le explicó a qué horas estaba con seguridad sola en casa. Luego con una sonrisa se puso las gafas negras:

—¿Ahora puedo ya?

—Sí —dijo Rubens y se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba.