En 1897 Arthur Schnitzler, novelista vienes, publicó la hermosa novela La señorita Elsa. La protagonista es una joven pudorosa cuyo padre está endeudado y corre peligro de arruinarse. El acreedor ha prometido perdonar la deuda al padre si la hija se le muestra desnuda. Tras una larga lucha interior, Elsa acepta, pero siente tal pudor que durante su exhibición se vuelve loca y muere. Para que no haya errores: ¡no se trata de un cuento moralizante que pretende acusar a un rico malvado y vicioso! No, es una novela erótica durante cuya lectura nos quedamos sin respiración: nos hace entender el poder que en otros tiempos tuvo la desnudez: significaba para el acreedor una inmensa cantidad de dinero y para la joven un pudor infinito cuya excitación lindaba con la muerte.
El cuento de Schnitzler marca en el cuadrante de Europa un instante significativo: los tabús eróticos aún eran poderosos al final del puritano siglo XIX, pero la liberación de las costumbres dio vida a un ansia igualmente poderosa de transgredir esos tabús. El pudor y la impudicia se cruzaron en un momento en que tenían la misma fuerza. Fue un momento de una excepcional tensión erótica. Viena lo conoció en las postrimerías del siglo. Ese momento ya no volverá.
El pudor significa que tratamos de evitar lo que queremos y nos sentimos avergonzados de querer lo que tratamos de evitar. Rubens formaba parte de la última generación europea educada en el pudor. Por eso estaba tan excitado cuando le colocó a la joven la mano sobre el pecho y puso en movimiento su pudor. Una vez, cuando estudiaba el bachillerato, se coló por un pasillo desde el que se veía por una ventana la habitación en la que se amontonaban sus compañeras de clase, desnudas de medio cuerpo para arriba, esperando que les hicieran una radiografía de pulmones. Una de ellas lo vio y empezó a gritar. Las demás se echaron las batas por encima, salieron corriendo y gritando al pasillo y empezaron a perseguirlo. Rubens vivió unos momentos de miedo; de pronto no eran compañeras de colegio, colegas, amigas dispuestas a bromear y a flirtear. En sus rostros había verdadera maldad, multiplicada además por su número, maldad colectiva que había decidido perseguirlo. Pudo escapar, pero ellas continuaron con la persecución y lo denunciaron a la dirección de la escuela. Recibió una amonestación pública ante la clase reunida. El director le llamó, con voz de verdadero desprecio, voyeur.
Tenía unos cuarenta años cuando las mujeres dejaron en el cajón de la cómoda sus sujetadores y, tumbadas en las playas, le enseñaron al mundo entero sus tetas. Iba por la orilla del mar y evitaba ver su repentina desnudez porque el viejo imperativo estaba firmemente arraigado en él: ¡no herir el pudor femenino! Cuando encontraba a alguna conocida sin sujetador, por ejemplo a la mujer de un amigo o a alguna compañera de trabajo, comprobaba con sorpresa que quien se avergonzaba no era ella, sino él. No sabía qué hacer y no sabía adónde mirar. Intentaba evitar que sus ojos se detuvieran en los pechos, pero no era posible, porque unos pechos desnudos se ven aunque uno le mire a una mujer las manos o los ojos. Así que procuró mirarles los pechos con la misma naturalidad con que les miraba las rodillas o la frente. Hiciera lo que hiciera le parecía que aquellos pechos desnudos lo acusaban, se quejaban de que él no estuviera del todo de acuerdo con su desnudez. Y tenía la fuerte impresión de que las mujeres que veía en la playa eran las mismas que veinte años antes le habían denunciado al director por voyeurismo: igualmente malas y agrupadas en tropel, exigían con la misma agresividad multiplicada por su número que él reconociese su derecho a mostrarse desnudas.
Al final se hizo más o menos a la idea de los pechos desnudos, pero no pudo evitar la sensación de que había ocurrido algo grave: en el cuadrante de Europa había vuelto a sonar una hora: había desaparecido el pudor. Pero no sólo desapareció, sino que desapareció con tal facilidad, casi en una sola noche, que parecía como si en realidad nunca hubiera existido. Que lo habían inventado los hombres al encontrarse cara a cara con una mujer. Que el pudor había sido una ilusión de ellos. Su sueño erótico.