¿Qué sabía de ella? Poco. Recordaba vagamente que la conocía de vista de la pista de tenis (él podía tener veintisiete años, ella diez menos) y que una noche la había invitado a un club nocturno. En aquella época se bailaba un baile durante el cual la mujer y el hombre permanecían a un paso de distancia, cada uno de ellos giraba la cintura y movía primero un brazo y después otro en dirección a su pareja. Haciendo ese movimiento quedó ella grabada en su memoria. ¿Qué era lo que tenía de particular? En primer lugar, que a Rubens ni lo miraba. ¿Y adónde miraba entonces? Al vacío. Todos los bailarines doblaban los codos y hacían con los brazos movimientos alternos hacia delante. Ella también hacía esos movimientos, pero de un modo un poco distinto: al mover los brazos hacia delante trazaba al mismo tiempo con el antebrazo derecho un pequeño círculo hacia la izquierda y con el antebrazo izquierdo un pequeño círculo hacia la derecha. Era como si con aquellos movimientos circulares hubiera querido ocultar su rostro. Como si hubiera querido borrarlo. Aquel baile se consideraba relativamente impúdico en aquella época y era como si la chica deseara bailar de una manera impúdica y al mismo tiempo quisiera ocultar esa impudicia. ¡Rubens estaba encantado! Como si hasta entonces no hubiera visto nada más tierno, más bello, más excitante. Después sonó un tango y las parejas se juntaron. No pudo resistir un repentino impulso y le puso a la chica una mano en un pecho. Él mismo se asustó. ¿Qué haría la chica? La chica no hizo nada. Siguió bailando con su mano en el pecho y mirando hacia delante. Él le preguntó con voz casi temblorosa: «¿Ya le habían tocado alguna vez un pecho?». Y ella con la misma voz temblorosa (de verdad, fue como si alguien tocase ligeramente la cuerda de un laúd) respondió: «No». Y él no quitaba la mano de su pecho y percibía aquel «no» como si fuese la palabra más hermosa del mundo; era arrebatador: le parecía ver de cerca el pudor; veía el pudor tal como es, podía tocarlo (lo tocaba de verdad; su pudor se había desplazado hacia su pecho, residía en su pecho, se había convertido en pecho). ¿Por qué no volvió a verla nunca más? Aunque se rompa la cabeza, no lo sabe. Ya no lo recuerda.