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Habían pasado unos doce años desde su divorcio cuando fue a visitarlo una mujer llamada F. Le contó que hacía poco tiempo la había invitado a su casa un hombre y la había hecho esperar diez buenos minutos en el salón con el pretexto de que tenía que terminar una importante conversación telefónica. Más bien fingía hablar por teléfono para que mientras tanto ella pudiera hojear las revistas pornográficas qué estaban en la mesita junto al sillón que le había ofrecido. F terminó el relato con este comentario: «Si yo hubiera sido más joven, me habría conquistado. Si hubiera tenido diecisiete. Esa es la edad de las fantasías más enloquecidas, cuando uno no es capaz de resistirse a nada…».

Rubens oía a F sin excesiva concentración, pero sus últimas palabras lo arrancaron de su indiferencia. Esto le va a ocurrir ya siempre: alguien pronuncia una frase, que inesperadamente tiene sobre él el efecto de un reproche: le recuerda algo que en su vida perdió, dejó escapar, dejó escapar irremisiblemente. Cuando F hablaba de sus diecisiete años, la edad a la que era incapaz de resistirse a ninguna tentación, se acordó de su mujer que, cuando la conoció, también tenía diecisiete. Revivió la imagen del hotel de provincias en el que se alojó con ella algún tiempo antes de la boda. Hicieron el amor en una habitación al otro lado de cuya pared acababa de acostarse un amigo de ellos. La hermosa joven le susurró varias veces a Rubens: «¡Nos va a oír!». Ahora, por primera vez (cuando enfrente de él está sentada F y le habla de las tentaciones de sus diecisiete años), se da cuenta de que aquella vez suspiraba en voz más alta que de costumbre, que incluso gritaba y que por tanto gritaba a propósito para que el amigo la oyera. En días posteriores hacía frecuentes referencias a aquella noche y preguntaba: «¿Tú crees que de verdad no nos oía?». Él se explicaba entonces su pregunta como una manifestación de tímido pudor y consolaba a su novia (¡ahora, al mirar a F, se pone rojo hasta las orejas al pensar en su estupidez de adolescente!) diciéndole que su amigo era conocido por tener un sueño especialmente pesado.

Miraba a F y se daba cuenta de que no tenía especial deseo de hacer el amor con ella en presencia de otra mujer u otro hombre. ¿Pero cómo es posible que el recuerdo de su propia mujer, que catorce años antes suspiraba en voz alta y gritaba pensando en el amigo acostado al otro lado del tabique, cómo es posible que ese recuerdo le hiciera a esas alturas subir la sangre a la cabeza?

Se le ocurrió: hacer el amor entre tres, entre cuatro, sólo puede ser excitante en presencia de la mujer amada. Sólo el amor puede despertar el asombro y el excitante horror de ver un cuerpo de mujer en brazos de otro hombre. La vieja sentencia moralista acerca de que la relación sexual no tiene sentido sin amor se veía de pronto justificada y adquiría nuevo significado.