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Cuando se acercó con Brigitte a la cama vio el cuerpo con la cabeza cubierta por la sábana. La mujer de la blusa blanca le dijo: «Murió hace un cuarto de hora».

La brevedad del tiempo que lo separaba de cuando aún estaba viva exacerbó su desesperación. Se le había escapado por quince minutos. Se le escapaba por quince minutos la posibilidad de llenar de sentido su vida, que quedaba así de pronto interrumpida, insensatamente truncada. Le dio la impresión de que en los veinticinco años que habían vivido juntos nunca había sido suya, nunca la había tenido; y que para culminar y terminar la historia de su amor le faltaba el último beso; el último beso para apresarla aún viva con su boca, para mantenerla en su boca.

La mujer de la blusa blanca corrió la sábana. Vio la cara que le era familiar, pálida, hermosa y sin embargo completamente distinta: sus labios, aunque con la misma mesura, formaban una línea que nunca había visto. Su cara tenía una expresión que no entendía. No era capaz de inclinarse hacia ella y besarla.

Brigitte, a su lado, se echó a llorar, con la cabeza escondida en el pecho de él y estremecida por los sollozos.

Volvió a mirar a Agnes: aquella curiosa sonrisa que nunca le había visto, aquella sonrisa en la cara que tenía los párpados cerrados, no le pertenecía a él, le pertenecía a alguien a quien no conocía y decía algo que no entendía.

La mujer de la blusa blanca cogió a Paul con fuerza del brazo; él estaba a punto de desmayarse.