Veía la figura de una mujer de pie en medio del camino, de una mujer intensamente iluminada por un potente reflector, con los brazos extendidos como si bailase; era como la aparición de una bailarina que estirara el telón al final de una obra, porque luego ya no habría nada y, de toda la representación anterior, de pronto olvidada, sólo quedaba aquella última imagen. Después ya sólo hubo cansancio, un cansancio tan grande, parecido a un pozo profundo, que las enfermeras y los médicos creyeron que estaba inconsciente mientras lo percibía todo y era consciente, con asombrosa claridad, de que se estaba muriendo. Era incluso capaz de sentir cierto asombro por no experimentar nostalgia alguna, lástima alguna, pavor alguno, nada de lo que hasta entonces relacionaba con la idea de muerte.
Luego vio que la enfermera se inclinaba hacia ella y la oyó susurrar: «Su marido ya está en camino. Viene a verla. Su marido».
Agnes sonrió. Pero ¿por qué sonrió? Había recordado algo de la representación olvidada: sí, estaba casada. Y después emergió también el nombre: ¡Paul! Sí, Paul. Paul. Paul. Era la sonrisa del repentino encuentro con una palabra perdida. Como si a uno le muestran el osito al que no ha visto desde hace cincuenta años y lo reconoce.
Paul, decía para sus adentros y sonreía. Aquella sonrisa se le quedó luego en la boca, aunque ya había vuelto a olvidar su motivo. Estaba cansada y cualquier cosa la cansaba. Sobre todo no tenía fuerzas para sostener ni una mirada. Tenía los ojos cerrados para no ver a nadie ni nada. Todo lo que ocurría a su alrededor la molestaba y la importunaba y ella deseaba que no ocurriera nada.
Después volvió a recordar: Paul. ¿Que le decía la enfermera? ¿Que va a venir? El recuerdo de la representación olvidada que era su vida se hizo de pronto más claro. Paul. ¡Va a venir Paul! En ese momento deseó intensa, apasionadamente, que ya no la viera. Estaba cansada, no quería miradas. No quería la mirada de Paul. No quería que la viese morir. Tenía que darse prisa en morir.
Y por última vez se repitió la situación básica de su vida: huye y alguien la persigue. Paul la persigue. Y ahora ella ya no lleva en la mano objeto alguno. Ni cepillo, ni peine, ni cinta. Está desarmada. Está desnuda, vestida sólo con una especie de sudario blanco de hospital. Ha llegado a la recta final en la que ya no hay nada que la ayude, en la que sólo puede confiar en la velocidad de su carrera. ¿Quién será más rápido, Paul o ella? ¿Su muerte o la llegada de él?
El cansancio se hizo aún más profundo y ella tenía la sensación de que se alejaba con rapidez, como si alguien tirase de su cama hacia atrás. Abrió los ojos y vio a la enfermera con su bata blanca. ¿Qué cara tendría? Ya no la distinguió. Y le vinieron a la mente las palabras: «No, allá no hay rostros».