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Siguió caminando durante mucho tiempo, le dolían las piernas, trastabilló y finalmente se sentó sobre el asfalto, exactamente en medio del carril derecho de la carretera. Tenía la cabeza escondida entre los hombros, tocaba las rodillas con la nariz y la espalda doblada le quemaba, consciente de que estaba expuesta al metal, a la chapa, al choque.

Tenía el pecho encogido, su pobre pecho estrecho en el que ardía la amarga llama del yo dolorido que no la dejaba pensar más que en sí misma. Ansiaba un choque que la destrozara y ahogara esa llama.

Cuando oyó que se aproximaba el coche, se encogió aún más, el ruido se hizo insoportable, pero en lugar del golpe que esperaba, la alcanzó sólo un fuerte golpe de viento desde la derecha, que hizo girar su cuerpo sentado. Se oyó el chirrido de unos frenos, luego el terrible estruendo de un choque; no vio nada, porque tenía los ojos cerrados y la cara apretada contra las rodillas, sólo se maravilló de seguir viva y de seguir sentada como antes.

Volvió a oír el sonido de un motor que se acercaba; esta vez cayó al suelo, el ruido del choque sonó muy cerca y tras él oyó un grito, un grito indescriptible, un grito tremendo que le hizo pegar un salto. Estaba de pie en medio de la carretera vacía; a una distancia de unos doscientos metros veía llamas y desde otro sitio, más cercano, se elevaba de la cuneta hacia el cielo oscuro aquel mismo indescriptible, tremendo grito.

El grito era tan acuciante, tan imponente, que el mundo a su alrededor, el mundo que se le había ido de las manos, se volvió real, de colores, cegador, ruidoso.

Estaba en medio de la carretera y se sentía de pronto grande, poderosa, fuerte; el mundo, aquel mundo perdido que se negaba a oírla, volvía a ella con el grito y aquello era tan hermoso y tan tremendo que ella también sintió ganas de gritar, pero no pudo, su voz estaba ahogada en su garganta y no era capaz de reavivarla.

Se encontró en medio de la cegadora luz de un tercer coche. Quiso saltar hacia un lado, pero no supo hacia cuál; oyó el chirrido de unos frenos, el coche pasó a su lado y sonó el ruido de un choque. En ese momento el grito que tenía en la garganta por fin se despertó. Desde la cuneta, siempre desde el mismo sitio, no había dejado de oírse el alarido de dolor y ella ahora le respondía.

Después se volvió y escapó. Escapó gritando, fascinada porque su débil voz era capaz de emitir semejante grito. Allí donde la carretera se unía a la autopista había un teléfono en un poste. Lo descolgó:

—¡Oiga! ¡Oiga!

Por fin al otro lado se oyó una voz.

—¡Ha ocurrido una desgracia! —La voz le pedía que dijera el sitio, pero ella no sabía dónde estaba, así que colgó y corrió de vuelta hacia la ciudad de la que había salido por la tarde.