No veía nada a su alrededor, no sabía si era verano, otoño o invierno, si caminaba por la orilla del mar o junto al muro de una fábrica y, si caminaba, caminaba sólo porque el alma, llena de intranquilidad, exige movimiento y no es capaz de permanecer en el mismo sitio, porque cuando no se mueve empieza a doler terriblemente. Es como cuando tiene uno un gran dolor de muelas: algo le obliga a pasear por la habitación de una pared a otra; no hay un motivo racional, porque el movimiento no puede hacer que el dolor disminuya, pero, sin que se sepa por qué, la muela dolorida pide ese movimiento.
Y así anduvo y se encontró en una gran autopista por la que zumbaba un coche tras otro, caminaba por el borde, desde un señalizador a otro, no sentía nada, miraba sólo su alma, en la que veía varias imágenes siempre iguales de la humillación. Era incapaz de despegar los ojos de ellas; sólo a veces, cuando pasaba a su lado una ruidosa moto y a ella le dolían los tímpanos debido al estruendo, se daba cuenta de que existía el mundo exterior; pero aquel mundo no tenía significado alguno, era un espacio vacío que sólo servía para que anduviera y trasladara su alma dolorida de un sitio a otro con la esperanza de que le doliera menos.
Hacía ya tiempo que había pensado en dejarse atropellar por un coche. Pero los coches que pasaban a enorme velocidad por la autopista le daban miedo, eran mil veces más fuertes que ella; era incapaz de imaginar de dónde sacaría valor para lanzarse bajo sus ruedas. Hubiera tenido que arrojarse sobre ellos, contra ellos y para eso no tenía fuerzas, igual que no las tenía cuando quería gritarle al jefe, que le reprochaba algo injustamente.
Había salido cuando anochecía y ahora era ya de noche. Le dolían las piernas y sabía que ya no tenía fuerzas para llegar muy lejos. En ese momento de cansancio vio en un gran cartel indicador iluminada la palabra Dijon.
De pronto olvidó su cansancio. Era como si aquella palabra le recordase algo. Intentó apresar el recuerdo que se escapaba: alguien era de Dijon o alguien le había contado algo alegre que había pasado allí. De pronto se convenció de que esa ciudad es agradable y de que allí hay gente diferente de la que hasta ahora ha conocido. Era como cuando en medio del desierto se oye la música de un baile. Era como cuando en medio de un cementerio surge una fuente de agua plateada.
¡Sí, irá a Dijon! Empezó a hacerles señas a los coches. Pero los coches pasaban a su lado, la deslumbraban con sus faros y no se detenían. Siempre se repetía la misma situación, de la que no le había sido concedido escapar: se dirige a alguien, le llama, le habla, y nadie la oye.
Llevaba ya media hora estirando el brazo en vano: los coches no paraban. La ciudad iluminada, la alegre ciudad de Dijon, la orquesta en medio del desierto, volvía a hundirse en la oscuridad. El mundo volvía a alejarse de ella y ella volvía a su alma alrededor de la cual sólo había, por todas partes, vacío.
Luego llegó al sitio desde donde salía de la autopista una carretera menor. Se detuvo: no, los coches de la autopista no sirven para nada: ni la aplastan ni la llevan a Dijon. Tomó la carretera que bajaba de la autopista dando vueltas.