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Nos encontrábamos en una avenida parisina llena de ruido y luces y nos dirigíamos hacia el Mercedes de Avenarius, que estaba aparcado varias calles más adelante. Pensábamos de nuevo en la chica que se había sentado de noche en la carretera con la cabeza hundida en las palmas de las manos y esperaba a que la atropellara un coche. Dije:

—Trataba de explicarte que en cada uno de nosotros está escrita la razón de nuestros actos, eso a lo que los alemanes llaman Grund; un código que contiene la esencia de nuestro destino; ese código tiene a mi juicio el cariz de una metáfora. Sin una imagen poética no puedes comprender a la chica de la que hablamos. Por ejemplo: va por la vida como por un valle; a cada rato encuentra a alguien y le dirige la palabra; pero la gente la mira sin comprender y sigue su camino, porque su voz es tan débil que nadie la oye. Así es como me la imagino y estoy convencido de que ella también se ve así: como una mujer que va por un valle entre gente que no la oye. Hay otra imagen: está en la sala de espera abarrotada de un dentista; en la sala entra un nuevo paciente, se dirige al sillón en el que está sentada ella y se le sienta en el regazo; no lo hace a propósito, sino porque vio el sillón vacío; ella protesta, mueve los brazos, grita: «¡Señor! ¿No me ve? ¡Este sillón está ocupado! ¡Aquí estoy sentada yo!», pero el hombre no la oye, se sienta cómodamente encima de ella y charla alegremente con otros pacientes. Estas son dos imágenes que me permiten entenderla. Su deseo de suicidarse no fue provocado por algo que llegó desde fuera. Estaba plantado en la tierra de su ser, creció lentamente y floreció como una flor negra.

—Lo acepto —dijo Avenarius—. Pero tienes que explicar de algún modo que haya decidido quitarse la vida ese día y no otro cualquiera.

—¿Y cómo explicas que una flor florezca un día determinado y no otro? Llega su hora. El deseo de autodestrucción creció lentamente y un buen día ya no fue capaz de resistirlo. Las humillaciones que sufría eran, supongo, bastante pequeñas: la gente no respondía a su saludo, nadie le sonreía, mientras hacía cola en correos una señora gorda la empujó y se puso delante de ella, estaba empleada en unos grandes almacenes y el jefe la acusó de atender mal a los clientes. Mil veces quiso rebelarse y gritar, pero nunca se decidió porque tenía una voz débil que en los momentos de enfado se le trababa. Era más débil que todos los demás y estaba permanentemente ofendida. Cuando sobre una persona cae un mal, la persona lo lanza lejos de sí, hacia otro. A eso se le llama conflicto, disputa o venganza. Pero una persona débil no tiene fuerza para deshacerse del mal que cae sobre ella, su propia debilidad la ofende y la humilla y se encuentra totalmente indefensa ante ella. No le queda otra posibilidad que la de destruir su debilidad junto consigo misma. Y así fue como nació su sueño sobre su propia muerte.

Avenarius miró a su alrededor intentando localizar su Mercedes y comprobó que lo buscaba en una calle equivocada. Nos dimos la vuelta y volvimos sobre nuestros pasos. Yo continué:

—La muerte que deseaba no tenía aspecto de desapañan sino de desecho. Pretendía desecharse a sí misma. No estaba satisfecha de un solo día de su vida, de una sola palabra que hubiera pronunciado. Cargaba consigo misma por la vida como con algo monstruoso, algo que odiaba y de lo que no era posible librarse. Por eso deseaba tanto desecharse a sí misma, tal como se desecha un papel arrugado, como se desecha una manzana podrida. Deseaba desecharse como si la que desecha y la desechada fueran dos personas distintas. Se imaginaba tirándose por la ventana. Pero la idea era de risa, porque vivía en un primer piso y la tienda en la que trabajaba estaba en una planta baja y no tenía ventana alguna. Y ella deseaba morir de modo que la golpease un puño y se oyera un sonido, como cuando aplastas los élitros de un abejorro. Era casi un deseo físico de ser aplastada, como cuando tienes la necesidad de apretar fuertemente con la palma de la mano el sitio que te duele.

Llegamos hasta el lujoso Mercedes de Avenarius y nos detuvimos. Avenarius dijo:

—Tal como la describes, uno estaría a punto de sentir simpatía por ella.

—Sé lo que quieres decir: o sea, si no habría estado decidida a enviar a la muerte a otros, además de a sí misma. Pero eso también está expresado en las dos imágenes con las que te la he presentado. Cuando le hablaba a alguien, nadie la oía. El mundo se le iba de las manos. Cuando digo mundo me refiero a esa parte de lo existente que responde a nuestra llamada (aunque sólo sea con un eco apenas audible) y cuya llamada nosotros mismos oímos. Para ella el mundo se volvía mudo y dejaba de ser su mundo. Estaba completamente encerrada en sí misma y en su sufrimiento. ¿Podía sacarla de su cerrazón al menos la visión del sufrimiento de otros? No. Porque el sufrimiento de los otros ocurría en un mundo que se le había ido de las manos, que ya no era suyo. El que el planeta Marte no sea más que un único sufrimiento donde hasta las piedras gritan de dolor, no puede conmovernos porque Marte no forma parte de nuestro mundo. Una persona que se encuentra fuera del mundo no es sensible al dolor del mundo. El único acontecimiento que por un momento la arrancó de su sufrimiento fue la enfermedad y la muerte de su perrito. La vecina estaba indignada: no siente compasión por la gente pero llora por un perro. Lloraba por el perro porque el perro era parte de su mundo, y no del de la vecina; el perro respondía a su llamada, la gente no.

Nos quedamos en silencio pensando en la pobre chica y después Avenarius abrió la puerta del coche y me hizo una señal con la cabeza:

—¡Ven! ¡Vamos a casa! ¡Te prestaré unas zapatillas y un cuchillo!

Sabía que si yo no iba a pinchar neumáticos con él, no encontraría jamás a nadie y se quedaría en su excentricidad abandonado como en el exilio. Tenía mil ganas de ir con él pero sentía pereza, intuía a lo lejos el sueño que se acercaba a mí y correr después de medianoche por las calles me parecía un sacrificio inimaginable.

—Me voy a casa. Iré dando un paseo —dije y le di la mano.

Se marchó. Yo miraba su Mercedes con sensación de remordimiento por haber traicionado a un amigo. Después me puse a caminar en dirección a casa y los pensamientos volvieron al cabo de un rato a la chica en la que el deseo de autodestrucción había crecido como una flor negra.

Me dije: Y un día, al salir del trabajo, no fue a su casa, sino que salió de la ciudad. No veía nada a su alrededor, no sabía si era verano, otoño o invierno, si caminaba por la orilla del mar o junto al muro de una fábrica; hacía ya mucho que no vivía en el mundo; su único mundo era su alma.