Pagó y se encaminó al coche. El niño al que había visto chillar en el restaurante corrió hacia ella. Dobló las rodillas y estiró los brazos como si sostuviera una pistola automática. Imitaba el sonido de los disparos: «¡Pam, pam, pam!» y la mataba con balas imaginarias.
Se detuvo ante él y dijo con voz serena:
—¿Eres idiota, o qué?
El chico dejó de disparar y la miró con grandes ojos infantiles.
—Sí, pareces idiota —repitió ella.
Al niño se le encogió la cara en un gesto de llanto:
—¡Se lo voy a decir a mamá!
—¡Corre! ¡Corre a acusarme! —dijo Agnes, subió al coche y lo puso rápidamente en marcha.
Estaba contenta de no haberse encontrado con la madre. Se imaginaba cómo le gritaría y agitaría a la vez excitada la cabeza de un lado a otro, levantando los hombros y las cejas para defender al niño ofendido. Naturalmente, los derechos del niño están por encima de todos los demás. ¿Cuál fue en realidad el motivo por el que su madre eligió a Laura y no a Agnes cuando el general enemigo le permitió salvar de los tres miembros de la familia sólo a uno? La respuesta estaba completamente clara: prefirió a Laura porque era la más joven. En la jerarquía de las edades está en primer lugar el recién nacido, después el niño, después el joven, y sólo después el hombre maduro. El viejo está completamente a nivel del suelo, abajo del todo en esa pirámide de valores.
¿Y el muerto? El muerto está bajo tierra. Es decir por debajo del viejo. Al viejo por el momento se le reconocen todos los derechos humanos. El muerto, en cambio, los pierde desde el primer instante de la muerte. Ya no hay ley que lo defienda de la calumnia, su intimidad ha dejado de ser intimidad; ni las cartas que le escribieron sus amores, ni los recuerdos que le dejó en herencia su madre, nada, nada, nada le pertenece ya.
En los últimos años anteriores a su muerte el padre destruyó gradualmente todo lo que podía quedar de él: no dejó trajes en el armario, manuscritos, notas de sus clases, cartas. Borró sus huellas sin que nadie lo sospechara. Sólo lo sorprendieron con lo de las fotografías. Pero no le impidieron destruirlas. No quedó ni una.
Laura había protestado por ese motivo. Luchaba por los derechos de los vivos contra las injustificadas pretensiones de los muertos. Porque el rostro que mañana desaparecerá en la tierra o en el fuego no pertenece al futuro muerto, sino única y exclusivamente a los vivos, que están hambrientos y tienen necesidad de comerse a los muertos, sus cartas, su dinero, sus fotografías, sus viejos amores, sus secretos.
Pero su padre había escapado de todo aquello, se decía Agnes.
Pensaba en él y sonreía. Y de pronto se le ocurrió que su padre había sido su único amor. Sí, estaba completamente claro: el padre había sido su único amor.
En ese momento pasaron de nuevo junto a ella a enorme velocidad unas grandes motos; a la luz de los faros se veían las figuras inclinadas sobre el manillar y cargadas de la agresividad con que se estremecía la noche. Aquel era precisamente el mundo del que quería huir, huir ya para siempre, y por eso decidió que en el primer cruce saldría de la autopista para tomar otra carretera menos transitada.