Ninguno de los restaurantes de la autopista le gustó, siguió de largo y su hambre y su cansancio aumentaron. Era ya muy tarde cuando frenó frente a una especie de motel.
En el comedor sólo había una madre con un niño de seis años que a ratos se sentaba, a ratos corría por el salón y chillaba constantemente.
Encargó la cena más sencilla y se puso a observar a un muñeco que estaba de pie en medio de la mesa. Era una pequeña figura de caucho, publicidad de algún producto. El muñeco tenía el cuerpo grande y las piernas cortas, en la cara una nariz monstruosa, verde, que le llegaba hasta la barriga. Bastante gracioso, se dijo, cogió la figura y la examinó largo rato.
Pensó en lo que sucedería si alguien le diese vida a la figura. Provista de alma, la figura sentiría probablemente un gran dolor si alguien le retorciese la nariz de goma verde como hacía ahora Agnes. Pronto nacería en ella el miedo a la gente, porque todo el mundo tendría ganas de jugar con su ridícula nariz y su vida no sería más que miedo y sufrimiento.
¿Sentiría acaso la figura un respeto sagrado hacia su Creador? ¿Le agradecería que le hubiera dado la vida? ¿Le brindaría oraciones? En alguna ocasión alguien pondría ante ella un espejo y a partir de entonces delante de la gente desearía taparse la cara con las manos porque sentiría un terrible pudor. Pero no podría tapársela porque su Creador la habría hecho de tal modo que no pudiera mover las manos.
Es curioso, se dijo Agnes, pensar que el muñeco sentiría pudor. ¿Acaso es responsable de tener la nariz verde? ¿No sería más probable que se encogiera de hombros con indiferencia? No, no se encogería de hombros. Sentiría pudor. Cuando el hombre descubre por primera vez su «yo» corporal, lo primero y principal que siente no es indiferencia ni rabia, sino pudor: un pudor básico que ya lo acompañará toda la vida, más fuerte o más débil y desgastado por el tiempo.
Cuando tenía dieciséis años fue de visita a casa de unos conocidos de sus padres; en plena noche le vino la menstruación y manchó de sangre la sábana. Cuando lo comprobó por la mañana temprano, se aterrorizó. Se deslizó en secreto al cuarto de baño a buscar jabón y frotó después la sábana con un trapo mojado; la mancha no sólo se agrandó, sino que ensució también el colchón; sentía un pudor mortal.
¿Por qué sentía semejante pudor? ¿Acaso no sangran todas las mujeres cada mes? ¿Acaso había inventado ella los órganos sexuales femeninos? ¿Acaso eran responsabilidad suya? No lo eran. Pero la responsabilidad no tiene que ver con el pudor. Si hubiera derramado un frasco de tinta, pongamos por caso, y les hubiera estropeado a las personas en cuya casa estaba de visita la alfombra y el mantel, se habría sentido incómoda y molesta, pero no hubiera sentido pudor. La base del pudor no es un error nuestro, sino el oprobio, la humillación que sentimos por tener que ser lo que somos sin haberlo elegido y la insoportable sensación de que esa humillación se ve desde todas partes.
No es posible extrañarse de que el muñeco de la larga nariz verde sienta pudor por su cara. Pero ¿qué decir entonces del padre de Agnes? ¡Él sí era hermoso!
Sí, lo era. Pero ¿qué significa la belleza desde un punto de vista matemático? La belleza significa que el ejemplar se parece lo más posible al prototipo original. Imaginemos que en el ordenador se introdujeran las medidas máximas y mínimas de todas las partes del cuerpo: la nariz entre tres y siete centímetros de largo, la frente entre tres y ocho centímetros de alto, etcétera. Un hombre feo tiene la frente de ocho centímetros de alto y la nariz de sólo tres centímetros de largo. Fealdad: poético capricho de la casualidad. En el caso de un hombre hermoso, el juego de las casualidades eligió el promedio de todas las dimensiones. Belleza: apoética medianía. En la belleza, aún más que en la fealdad, se manifiesta la impropiedad, la impersonalidad del rostro. El hombre hermoso ve en su rostro el plan técnico original que proyectó el diseñador del prototipo y difícilmente puede creer que lo que ve sea un «yo» original suyo. Por eso siente pudor igual que el muñeco vivo de la larga nariz verde.
Cuando su padre se estaba muriendo, ella estaba sentada al borde de su cama. Antes de entrar en la última fase de la agonía, le dijo: «Ya no me mires», y esas fueron las últimas palabras que oyó de su boca, su último mensaje.
Le obedeció; inclinó la cabeza hacia el suelo, cerró los ojos, pero le cogió la mano y no se la soltó; dejó que lentamente y sin ser visto se fuese al mundo en el que ya no hay rostros.