Desde que murió el padre dejándole el dinero en un banco suizo, iba dos o tres veces al año a los Alpes, siempre al mismo hotel, e intentaba imaginar que se quedaba en aquellos parajes para siempre: ¿podría vivir sin Paul y sin Brigitte? ¿Cómo podía saberlo? La soledad de los tres días que acostumbraba a pasar en el hotel, esa «prueba de soledad», le enseñaba poco. La palabra «¡marcharse!» le sonaba en la cabeza como la más hermosa tentación. Pero si de verdad se marchaba, ¿no lo lamentaría enseguida? Es verdad que ansiaba la soledad, pero quería también a su marido y a su hija y se sentía preocupada por ellos. Tendría que tener noticias de ellos, necesitaría saber si estaban bien. ¿Pero cómo estar sola, separada de ellos y al mismo tiempo saberlo todo sobre ellos? ¿Y cómo organizaría su nueva vida? ¿Iba a buscarse un nuevo empleo? No sería fácil. ¿No haría nada? Sí, eso le apetecía, pero ¿no se sentiría de pronto como una jubilada? Cuando pensaba en todo aquello, su plan de «marcharse» le parecía cada vez más artificial, forzado, irrealizable, parecido a una simple utopía con la que se engaña quien en el fondo de su alma sabe que es impotente y que no hará nada.
Y luego de pronto llegó de fuera el desenlace, completamente inesperado y al mismo tiempo del todo corriente. Su empresa fundaba una filial en Berna y como todos sabían que hablaba el alemán igual que el francés le preguntaron si quería dirigir las investigaciones allí. Sabían que estaba casada y por eso no contaban demasiado con que aceptara; los sorprendió: dijo «sí» sin pensarlo un segundo; y se sorprendió también a sí misma: aquel «sí» que había pronunciado sin vacilar demostraba que su deseo no era una comedia coqueta que representaba para sí misma sin creérsela, sino algo real y serio.
Aquel deseo se aferró con ansia a la oportunidad de dejar de ser un mero sueño romántico y se convirtió en parte de algo totalmente prosaico: la carrera profesional. Agnes, al aceptar la oferta, actuaba como cualquier otra mujer ambiciosa, de modo que los verdaderos motivos personales de su decisión nadie podía descubrirlos ni sospecharlos. Y a ella de pronto se le aclaró todo; ya no era necesario hacer intentos y pruebas y tratar de imaginar «como sería si fuese…». Lo que deseaba estaba de pronto allí y ella misma se sentía sorprendida de aceptarlo con inequívoca e inalterada alegría.
Era una alegría tan intensa que despertó en ella una sensación de vergüenza y culpabilidad. No tuvo el valor de comunicarle a Paul su decisión. Por eso volvió por última vez a su hotel de los Alpes. (La próxima vez ya tendría allí su casa: en las afueras de Berna o en las montañas, desde donde se desplazaría a su trabajo). En aquellos dos días quería pensar cómo comunicarles la noticia a Paul y Brigitte para que creyeran que era una mujer ambiciosa y emancipada, absorbida por el trabajo profesional y el éxito, pese a que antes nunca lo había sido.