Es posible que Agnes hubiera olvidado la escena del fusilamiento si un día las hermanas no hubiesen reñido después de sorprender al padre junto a un montón de fotografías rotas. Miró entonces a Laura, que gritaba, y recordó que era la misma Laura que la había dejado sola con el padre ante el pelotón de fusilamiento y se había marchado sin volver la vista atrás. Comprendió de pronto que el conflicto era más profundo de lo que intuía y precisamente por eso nunca volvió a tocar el tema de la pelea acerca de las fotografías rotas, como si tuviera miedo de nombrar lo que debe permanecer innombrado, de despertar lo que debe seguir durmiendo.
Aquella vez, cuando la hermana se marchó llorando furiosa y ella se quedó sola con el padre, sintió por primera vez una sensación de cansancio al comprobar con sorpresa (las comprobaciones que más nos sorprenden son siempre las más triviales) que iba a tener toda la vida la misma hermana. Podría cambiar de amigos, cambiar de amantes, podría, si quisiera, divorciarse de Paul, pero no podría cambiar de hermana. Laura es una constante de su vida, lo cual resulta para Agnes aún más agotador porque la relación entre ellas se parece desde la infancia a una carrera: Agnes corre por delante y su hermana tras ella.
A veces se sentía como en un cuento de hadas que conocía desde la infancia: la princesa huye a caballo de un malvado perseguidor; lleva en la mano un cepillo, un peine y una cinta. Tira el cepillo hacia atrás y entre ella y el perseguidor crece un espeso bosque. Así gana tiempo, pero el perseguidor pronto vuelve a estar a la vista y ella tira hacia atrás el peine, convertido de pronto en puntiagudas rocas. Y cuando el perseguidor vuelve a estar a escasa distancia, deja caer la cinta, que se extiende tras ella como un ancho río.
Más tarde ya no le quedó a Agnes sino un ultimó objeto: las gafas negras. Las tiró al suelo y del perseguidor la separó una zona cubierta por agudas astillas.
Pero ahora ya no tiene nada en la mano y sabe que Laura es más fuerte que ella. Es más fuerte porque convirtió su debilidad en arma y en superioridad moral: es víctima de una injusticia, la ha abandonado su amante, sufre, intenta suicidarse, mientras Agnes, felizmente casada, le tira a su hermana las gafas al suelo, la humilla y le prohíbe entrar en casa. Sí, desde el episodio de las gafas rotas hace ya nueve meses que no se ven. Y Agnes sabe que Paul, aunque no se lo diga, no está de acuerdo con ella. Siente lástima por Laura. La carrera se acerca a su final. Agnes siente la respiración de la hermana a escasa distancia de ella y sabe que va a perder.
La sensación de cansancio es cada vez mayor. Ya no tiene la menor gana de seguir corriendo. No es una corredora. Nunca quiso participar en la carrera. No eligió a su hermana. No pretendió ser su modelo ni su contrincante. La hermana es en su vida una casualidad igual que la forma que tienen las orejas de Agnes. No eligió ni a su hermana ni la forma de sus orejas y tiene que arrastrar toda la vida el sinsentido de la casualidad.
Cuando era pequeña el padre le enseñó a jugar al ajedrez. Le había llamado la atención un movimiento que recibe el nombre de enroque: el jugador cambia en una sola jugada la posición de dos figuras: pone la torre junto al rey y desplaza al rey hacia la esquina, al lado del sitio que ocupaba la torre. Aquel movimiento le había gustado: el enemigo concentra todo su esfuerzo en amenazar al rey y este de pronto desaparece ante sus ojos; se va a vivir a otra parte. Soñaba toda su vida con ese movimiento y soñaba con él tanto más cuanto más cansada estaba.