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En el preciso momento en que el profesor Avenarius se ponía un calcetín, Agnes se acordó de esta frase: «Una mujer prefiere siempre a su hijo antes que a su marido». Se la había dicho en tono íntimo (en circunstancias de las que ya se había olvidado) su madre a Agnes, quien por entonces debía de tener doce o trece años. El sentido de la frase sólo se aclara cuando reflexionamos un rato sobre ella: decir que queremos a A más que a B no es una comparación entre dos grados de amor, sino que significa que B no es amado. Porque cuando amamos a alguien no lo podemos comparar. La persona amada no es comparable. Aunque amemos a A y a B, no podemos compararlos, porque al compararlos ya dejamos de amar a uno de ellos. Y si decimos en público que preferimos a uno de ellos y no al otro, nunca se trata de declarar ante los demás nuestro amor por A (porque en tal caso bastaría con decir simplemente «¡Amo a A!»), sino de poner con discreción pero con claridad en evidencia que B nos es por completo indiferente.

Claro que la pequeña Agnes no era capaz de semejante análisis. La madre seguro que contaba con eso; tenía necesidad de hacer una confidencia pero al mismo tiempo no quería que se entendiera del todo. Pero la niña, aunque no era capaz de entenderlo todo, sintió sin embargo que la frase no hablaba en provecho del padre. ¡Y ella lo amaba tanto! Por eso no se sintió halagada al ver que se le daba preferencia, sino entristecida porque se hería a quien ella amaba.

La frase se grabó en su mente; trataba de imaginar de la manera más concreta posible lo que significa querer a uno más y a otro menos; antes de dormirse yacía arropada con una manta y veía ante los ojos esta escena: el padre está de pie y coge con cada mano a una hija. Frente a él está preparado un pelotón de fusilamiento que sólo espera una orden: ¡apunten! ¡fuego! La madre va a pedirle clemencia al general enemigo y él le da la oportunidad de salvar a dos de los tres condenados. De modo que justo antes de que el comandante dé la orden de disparar, la madre corre hacia ellos, le arranca al padre las hijas de las manos y se las lleva con una prisa enloquecida. Agnes es arrastrada por la madre y tiene la cabeza vuelta hacia atrás, hacia el padre; la tiene vuelta hacia atrás con tal terquedad, con tal obstinación, que le da un calambre en el cuello; ve al padre que las mira alejarse con tristeza y sin la menor protesta: se resigna a aceptar la decisión de la madre porque sabe que el amor maternal siempre es mayor que el amor matrimonial y que le toca a él ir a la muerte.

A veces imaginaba que el general enemigo le daba a la madre la oportunidad de salvar sólo a uno de los condenados. No dudaba ni por un instante de que la madre salvaría a Laura. Se imaginaba cómo se quedaban solos, ella y el padre, cara a cara ante el pelotón de fusilamiento. Se cogían de la mano. A Agnes en ese momento no le importaba en absoluto lo que pasaba con la madre y la hermana, no las seguía con la mirada pero sabía que se alejaban con rapidez ¡y que ninguna de ellas volvía la vista atrás! Agnes estaba envuelta en la manta de su cainita, tenía lágrimas ardientes en los ojos y se sentía indeciblemente feliz de tener al padre cogido de la mano, de estar junto a él y de que fueran a morir juntos.