Pedimos una copa de vino, tomamos el primer trago y Avenarius dijo:
—Sabes perfectamente que todo lo que hago forma parte de la lucha contra Diábolo.
—Claro que lo sé —respondí—. Por eso pregunto qué sentido tiene atacar precisamente a Bernard Bertrand.
—No entiendes nada —dijo Avenarius, como si estuviese cansado de que yo no entendiera lo que ya me había explicado tantas veces—. No existe una forma eficaz ni sensata de luchar contra Diábolo. Marx lo intentó, todos los revolucionarios lo intentaron y al final Diábolo se apoderó siempre de cualquier organización que tuviera el objetivo inicial de destruirlo. Todo mi pasado de revolucionario terminó en un desengaño y para mí hoy sólo hay una cuestión importante: ¿qué puede hacer un hombre que ha comprendido que una lucha organizada, eficaz y sensata contra Diábolo no es posible? Sólo tiene dos posibilidades: o renuncia y deja de ser quien era o continúa cultivando dentro de sí la necesidad interior de rebelión y de vez en cuando la manifiesta. No para cambiar el mundo, como en otro tiempo correcta e inútilmente deseó Marx, sino porque lo obliga a ello un imperativo moral íntimo. Pienso últimamente en ti. Para ti también es importante que no manifiestes tu rebelión sólo escribiendo novelas, que no pueden darte una satisfacción verdadera, sino que actúes. ¡Hoy quiero que por fin te unas a mí!
—Sin embargo sigo sin saber —dije— por qué te llevó la necesidad moral interior a atacar a un pobre redactor de un programa de radio. ¿Qué motivos objetivos te impulsaron a ello? ¿Por qué se convirtió para ti precisamente él en símbolo del asno?
—¡Te prohíbo que emplees la estúpida palabra símbolo! —elevó la voz Avenarius—. ¡Ese es el pensamiento de las organizaciones terroristas! ¡Ese es el pensamiento de los políticos, que hoy no son más que malabaristas que manejan símbolos! Yo desprecio por igual a los que cuelgan banderas de las ventanas y a los que las queman en las plazas. Bernard no es para mí un símbolo. ¡No hay para mí nada más concreto que él! ¡Lo oigo hablar todas las mañanas! ¡Con sus palabras empiezo el día! ¡Su voz afeminadamente afectada, estúpidamente graciosa, me enerva! ¡No soporto nada de lo que dice! ¿Motivos objetivos? ¡No sé lo que son! ¡Lo nombré asno total basándome en mi más extravagante, más malintencionada, más caprichosa libertad personal!
—Eso es lo que quería oír —dije—. No actuaste como Dios de la necesidad sino como Dios de la casualidad.
—Se trate de la casualidad o de la necesidad, estoy contento de ser para ti un Dios —dijo, nuevamente con su voz baja normal, el profesor Avenarius—. Pero no entiendo por qué te extraña tanto mi elección. Una persona que bromea estúpidamente con los oyentes y hace campaña contra la eutanasia es sin lugar a dudas un asno total y no soy capaz de imaginar que a eso se le pueda hacer una sola objeción.
Al oír las últimas palabras de Avenarius me quedé paralizado:
—¡Confundes a Bernard Bertrand con Bertrand Bertrand!
—¡Me refiero a Bernard Bertrand, el que habla por la radio y lucha contra los suicidios y la cerveza!
Me llevé las manos a la cabeza:
—¡Son dos personas distintas! ¡Padre e hijo! ¿Cómo has podido unir en una sola persona al redactor de la radio y al diputado? Tu error es un perfecto ejemplo de lo que hace un momento hemos denominado casualidad morbosa.
Avenarius se quedó confuso durante un momento. Pero pronto se recuperó y dijo:
—Me temo que todavía no conoces bien ni siquiera tu propia teoría de la casualidad. Mi error nada tiene de morboso. Se parece evidentemente, por el contrario, a lo que has llamado casualidad poética. El padre y el hijo se han convertido en un solo asno con dos cabezas. ¡Un animal tan magnífico no lo inventó ni siquiera la mitología griega!
Terminamos el vino, fuimos a cambiarnos al vestuario y desde allí llamamos a un restaurante para que nos reservaran mesa.