2

Eran las dos y media y ya tendría que haberse puesto en camino, porque no le gustaba conducir de noche. Pero no era capaz de decidirse a girar la llave de contacto. Como un amante que no hubiera tenido tiempo de decirle todo lo que habría querido, el paisaje que la rodeaba le impedía marcharse. Bajó del coche. Estaba rodeada de montañas: las de la izquierda eran claras, de colores intensos, y por encima del horizonte verdoso que marcaban, brillaban los glaciares blancos; las montañas de la derecha estaban cubiertas de una neblina amarillenta que las convertía en simples siluetas. Eran dos iluminaciones completamente diferentes; dos mundos diferentes. Giró la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y decidió ir a dar un último paseo. Y tomó el camino que, subiendo suavemente, conducía por los prados hacia los bosques altos.

Hacía ya unos veinticinco años que había ido con Paul a los Alpes en la gran moto. Paul amaba el mar, y las montañas le eran ajenas. Ella quería ganarlo para su mundo; quería que lo maravillase la visión de los árboles y los prados. La moto estaba junto al borde de la carretera y Paul decía:

—El prado no es más que un campo de sufrimientos. A cada instante en medio de ese hermoso verdor muere alguna criatura, las hormigas se comen vivas a las lombrices, los pájaros están al acecho en lo alto, viendo si pasa una comadreja o un ratón. ¿Ves ese gato negro que está inmóvil en medio de la hierba? No hace más que esperar a que se le presente la oportunidad de matar. Me resulta antipático ese respeto ingenuo por la naturaleza. ¿Crees que el ciervo siente menos terror en las fauces del tigre del que sentirías tú? La gente ha inventado que el animal no tiene la misma capacidad de sufrimiento que el hombre, porque de otro modo no podría soportar la idea de que está rodeada por una naturaleza que es un horror y nada más que un horror.

Paul disfrutaba pensando que poco a poco el hombre va cubriendo toda la tierra de cemento. Se sentía como si estuviese viendo emparedar viva a una cruel asesina. Agnes comprendía demasiado su actitud como para reprocharle su falta de amor por la naturaleza, motivada, si es posible decirlo así, por su sentido de humanidad y justicia.

Pero puede que se tratara más bien de una vulgar lucha de celos de un hombre por una mujer, a la que quería separar definitivamente de su padre. Porque quien enseñó a Agnes a amar la naturaleza fue su padre. Con él recorrió kilómetros y kilómetros de caminos y admiró el silencio de los bosques.

En una ocasión unos amigos la llevaron a recorrer la naturaleza norteamericana. Era el reino interminable e inaccesible de los árboles atravesado por largas carreteras. El silencio de aquellos bosques le sonaba igual de enemistoso y extraño que el ruido de Nueva York. En el bosque que Agnes ama, los caminos se ramifican en caminos menores y en senderos aún menores; por los senderos pasan los guardabosques. En los caminos hay bancos desde los que se ve un paisaje lleno de ovejas y vacas pastando. Eso es Europa, eso es el corazón de Europa, eso son los Alpes.