Goethe invitaba a Bettina (en una de las cartas que no están fechadas) a que «saliera fuera de sí misma». Hoy diríamos que le reprochaba su egocentrismo. Pero ¿tenía derecho a hacerlo? ¿Quién había peleado por los montañeses sublevados en el Tirol, por el nombre de Petöfi, luego de su muerte, por la vida de Mieroslawski? ¿Él o ella? ¿Quién pensaba siempre en los demás? ¿Quién estaba dispuesto a sacrificarse?
Bettina. De eso no hay duda. Pero eso no le quita razón al reproche de Goethe. Porque Bettina nunca salió fuera de su propio yo. Dondequiera que fuese, su yo flameaba tras ella como una bandera. Lo que la inspiraba a luchar por los montañeses del Tirol no eran los montañeses, sino la encantadora imagen de Bettina luchando por los montañeses del Tirol. Lo que la impulsaba a su amor por Goethe no era Goethe, sino la seductora imagen de Bettina-niña enamorada de un viejo poeta.
Recordemos su gesto que denominé gesto de ansia de inmortalidad: apoyó primero los dedos en el hueco del pecho, como si hubiera querido señalar hacia el centro mismo de eso que se llama yo. Luego lanzó las manos hacia delante, como si hubiera querido enviar a aquel yo hacia algún lugar lejano, hacia el horizonte, hacia la inmensidad. El gesto de ansia de inmortalidad sólo conoce dos sitios en el espacio: yo aquí y el horizonte allá a lo lejos; sólo dos conceptos: el absoluto que es el yo y el absoluto del mundo. Ese gesto nada tiene que ver con el amor, porque el otro hombre, el prójimo, quienquiera que se encuentre entre esos dos polos extremos (yo y el mundo), queda de antemano eliminado del juego, apartado, inadvertido.
El muchacho de veinte años que se apunta al partido comunista o va con un fusil a la montaña a luchar con la guerrilla está fascinado por su propia imagen de revolucionario, mediante la cual se diferencia de otros, mediante la cual se convierte en sí mismo. En el origen de su lucha hay un amor excitado e insatisfecho por su yo, al que desea dar rasgos expresivos para enviarlo luego (mediante el gesto de ansia de inmortalidad que hemos descrito) al gran escenario de la historia, en el que están fijos miles de ojos; y nosotros sabemos, como lo demuestra el ejemplo de Míshkin y Nastasia Filíppovna, que bajo el efecto de miradas intensas el alma crece, se hincha, es cada vez mayor, y finalmente se eleva hacia el cielo como una magnífica aeronave iluminada. Lo que hace que la gente levante el puño, lo que le pone fusiles en la mano, lo que la impulsa a la lucha común por causas justas e injustas, no es la razón, sino el alma hipertrofiada. Ella es la gasolina sin la cual el motor de la historia no giraría y sin la cual Europa estaría tumbada en la hierba viendo pasar perezosamente las nubes en el cielo.
Christiane no padecía hipertrofia del alma y no ansiaba mostrarse en el gran escenario de la historia. Sospecho que le gustaba más acostarse sobre la hierba con los ojos fijos en el cielo por el que navegan las nubes. (Sospecho incluso que era capaz de ser feliz en semejantes momentos, lo que constituye un espectáculo francamente desagradable para una persona con el alma hipertrofiada, quien, ardiendo permanentemente en el fuego de su yo, nunca es feliz). Romain Rolland, amigo del progreso y de la lágrima, no dudó por ello ni un instante cuando tuvo que elegir entre ella y Bettina.