Lo del respeto de Romain Rolland por las mujeres es un poco raro. ¡Él, que admiraba a Bettina sólo por ser mujer («Era mujer, y ya sólo por eso la amamos»), no encontró admiración alguna para Christiane, que sin duda también era mujer! Bettina era a su juicio «alocada y sabia» (folle et sage), era «alocadamente temperamental y sonriente», con un corazón «tierno y alocado», y alocada la llama muchas más veces. Y nosotros sabemos que para el homo sentimentalis las palabras loco, alocado, locura (que en francés suenan aún más poéticamente que en otros idiomas: fou, folle, folie) se refieren a la exaltación del sentimiento libre de censura («los delirios activos de la pasión», diría Eluard) y son por lo tanto pronunciadas con emocionada admiración. Sobre Christiane, por el contrario, el admirador de las mujeres y el proletariado nunca habla sin añadir a su nombre, en contradicción con todas las reglas de la galantería, los adjetivos «celosa», «gorda», «sonrojada y sebosa», «entrometida» (importune), «fisgona» y otras muchas veces «gorda».
Es curioso que el amigo de las mujeres y el proletariado, defensor de la igualdad y la fraternidad, nunca se haya emocionado por el hecho de que Christiane fuera una antigua obrera y por el extraordinario valor manifestado por Goethe al convivir primero con ella públicamente como amante y al hacerla luego ante todos su esposa. Tuvo que soportar no sólo la malediciencia de los salones de Weimar, sino también el rechazo de sus amigos intelectuales, Herder y Schiller, que le ponían mala cara. No me extraña que el Weimar de los aristócratas se haya alegrado cuando Bettina la llamó «salchicha gorda». Pero me extraña que haya podido alegrarse de ello el amigo de las mujeres y la clase obrera. ¿Cómo es posible que una joven patricia, que malintencionadamente exhibe su cultura ante una mujer sencilla, le resulte tan simpática? ¿Y cómo es que Christiane, a la que le gustaba beber y bailar, que no cuidaba su línea y engordaba alegremente, nunca hubiera tenido derecho al divino adjetivo de «alocada» y fuera ante los ojos del amigo del proletariado sólo una «entrometida»?
¿Cómo no se le ocurrió al amigo del proletariado construir con la escena de las gafas una alegoría en la que una sencilla mujer del pueblo castiga con todo derecho a una joven intelectual arrogante y en la que Goethe, después de defender a su mujer, avanza con la cabeza erguida (¡y sin sombrero!) contra un ejército de aristócratas y sus vergonzosos prejuicios?
Naturalmente, esta alegoría no sería menos estúpida que la anterior. Pero el interrogante permanece: ¿por qué el amigo del proletariado y las mujeres eligió una estúpida alegoría y no la otra? ¿Por qué prefirió a Bettina y no a Christiane?
Esta pregunta apunta hacia el núcleo del problema. El próximo capítulo responderá a esta pregunta.