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Es significativo que Rilke, al igual que admiraba a Bettina, admirara también a Rusia, en la que durante un tiempo creyó ver su patria espiritual. Porque Rusia es la tierra de la sentimentalidad cristiana par excellence. Se libró tanto del racionalismo de la filosofía escolástica medieval como del Renacimiento. La Edad Moderna, basada en el pensamiento crítico cartesiano, llegó allí con un retraso de cien o doscientos años. El homo sentimentalis no encontró por eso allí el contrapeso suficiente y se convirtió en su propia hipérbole, a la que se denomina usualmente alma eslava.

Rusia y Francia son los dos polos de Europa, que se atraerán eternamente. Francia es un país viejo, cansado, en el que de los sentimientos sólo han quedado las formas. Los franceses le escribirán a usted, al final de una carta: «Tenga la amabilidad, querido señor, de aceptar la expresión de mis sentimientos más distinguidos». Cuando recibí por primera vez una carta como esa, firmada por una secretaria de la editorial Gallimard, vivía aún en Praga. Salté hasta el techo de felicidad: ¡en París hay una mujer que está enamorada de mí! ¡Ha logrado colocar al final de una carta oficial una declaración de amor! ¡No sólo experimenta sentimientos por mí, sino que señala expresamente que son distinguidos! ¡Nunca en la vida me había dicho semejante cosa una checa!

Fue muchos años después cuando me explicaron en París que existe todo un abanico semántico de fórmulas para terminar las cartas; gracias a él, los franceses pueden sopesar con la precisión de un farmacéutico las más sutiles gradaciones de sentimientos que —sin sentirlos— quieren transmitir al destinatario; entre ellas, los «sentimientos distinguidos» expresan el grado más bajo de la amabilidad oficial, lindante casi con el desprecio.

¡Oh, Francia! ¡Eres la tierra de la Forma, al igual que Rusia es la tierra del Sentimiento! Por eso el francés, eternamente frustrado por no sentir una llama que le arda en el pecho, mira con envidia y nostalgia hacia la tierra de Dostoievski, donde los hombres ofrecen a los hombres sus labios para el beso, preparados a cortarle el cuello a quien se niegue a besárselos. (Por lo demás, si se lo cortan, habrá que perdonarles inmediatamente, porque en lugar de ellos actuó su amor herido y este, como sabemos ya por Bettina, los hace inocentes. En París un asesino sentimental encontrará al menos ciento veinte abogados dispuestos a enviar a Moscú un tren especial para defenderlo. No les impulsará compasión alguna (un sentimiento excesivamente exótico y escasamente practicado en su tierra), sino principios abstractos, que son su única pasión. Pero eso no lo comprenderá el asesino ruso y cuando lo liberen se lanzará hacia su defensor francés para abrazarlo y besarlo en la boca. El francés se echará horrorizado hacia atrás, el ruso se ofenderá, le clavará un cuchillo y toda la historia volverá a repetirse como en la cantinela de la flauta de Bartolo).