Cuando vio a su hermana por primera vez después de su regreso de la Martinica, en lugar de cogerla en sus brazos como a un náufrago que acaba de escapar de la muerte, Agnes se quedó sorprendentemente fría. No veía a la hermana, sólo veía las gafas negras, aquella máscara trágica que pretendería dictar el tono de la siguiente escena. Como si no viera la máscara, dijo:
—Laura, has adelgazado muchísimo.
Sólo después se acercó a ella y, como se hace en Francia entre conocidos, la besó suavemente en ambas mejillas.
Si tenemos en cuenta que eran las primeras palabras tras aquellos días dramáticos, debemos reconocer que no fueron las adecuadas. No se referían ni a la vida, ni a la muerte, ni al amor, sino a la digestión. Pero eso, a fin de cuentas, no hubiera sido tan grave porque a Laura le gustaba hablar de su cuerpo y lo consideraba una metáfora de sus sentimientos. Lo peor era que la frase no había sido dicha ni con preocupación ni con melancólica admiración por el sufrimiento que había producido el adelgazamiento, sino con evidente y fatigada desgana.
No hay duda de que Laura registró con precisión el tono de la voz de su hermana y comprendió su sentido. Pero ella también puso cara de no comprender y afirmó con voz llena de sufrimiento:
—¡Sí! He adelgazado siete kilos.
Agnes tenía ganas de decir: «¡Ya está bien! ¡Ya está bien! ¡Esto ya ha durado demasiado! ¡Ya es suficiente!», pero se contuvo y no dijo nada.
Laura levantó un brazo:
—Fíjate, este no es mi brazo, es un palillo. No hay una sola falda que me pueda poner. Todas se me caen. Y me sangra la nariz. —Y como si quisiera demostrar lo que acababa de decir, inclinó la cabeza y espiró y aspiró larga y ruidosamente por la nariz.
Agnes miró aquel cuerpo enflaquecido con incontenible desagrado y se le ocurrió la siguiente idea: ¿adónde han ido a parar los siete kilos que perdió Laura? ¿Se diluyeron como energía consumida en algún lugar del firmamento? ¿O se marcharon con sus excrementos por la alcantarilla? ¿Adónde han ido a parar esos siete kilos del insustituible cuerpo de Laura?
Mientras tanto Laura se quitó las gafas negras y las dejó sobre la repisa de la chimenea en la que estaba apoyada. Dirigió hacia su hermana sus párpados hinchados como los había dirigido un momento antes hacia Paul.
Cuando se quitó las gafas, fue como si se desnudara el rostro. Como si se desvistiera. Pero no como cuando una mujer se desnuda ante su amante, sino más bien como ante un médico, descargando en él toda la responsabilidad sobre su cuerpo.
Agnes ya no fue capaz de detener la frase que daba vueltas en su cabeza y la dijo en voz alta:
—Ya está bien. Basta. Ya estamos todos al límite de nuestras fuerzas. Te separarás de Bernard como millones de mujeres se han separado de millones de hombres, sin amenazas de suicidio.
Podríamos pensar que después de varias semanas de conversaciones interminables en las que Agnes le juraba amor fraterno, esta explosión tendría que haber sorprendido a Laura, pero lo curioso es que no la sorprendió; Laura reaccionó ante las palabras de Agnes como si estuviera desde hacía mucho tiempo preparada para oírlas. Dijo con absoluta calma:
—Te voy a decir lo que pienso. Tú no sabes lo que es el amor, nunca lo has sabido y nunca lo sabrás. El amor nunca ha sido tu punto fuerte.
Laura sabía cuál era el lado más vulnerable de su hermana y Agnes sintió miedo; comprendió que ahora Laura sólo hablaba porque la oía Paul. De pronto quedaba claro que ya no se trataba en absoluto de Bernard: todo aquel drama del suicidio no tenía nada que ver con él; con toda probabilidad Bernard nunca se enteraría de eso; aquel drama había sido sólo para Paul y Agnes. Y pensó también que, cuando alguien empieza a luchar, pone en movimiento una fuerza que no se detiene en su primer objetivo y que tras el primer objetivo, que para Laura era Bernard, había otros.
Ya no era posible evitar la lucha. Agnes dijo:
—Si has perdido por él siete kilos, es una prueba material de amor que no puede negarse. Pero hay algo que sigo sin entender. Cuando amo a alguien sólo quiero el bien para él. Cuando odio a alguien, le deseo el mal. Y tú en los últimos meses has estado torturando a Bernard y nos has estado torturando también a nosotros. ¿Qué tiene eso que ver con el amor? Nada.
Imaginemos ahora el salón como el escenario de un teatro: en el extremo derecho está la chimenea; en el lado opuesto la biblioteca cierra la escena. En medio, al fondo, hay un sofá, una mesa baja y dos sillones. Paul está de pie en medio de la habitación, Laura está junto a la chimenea y mira fijamente a Agnes, que se halla a dos pasos de distancia de ella. Los ojos hinchados de Laura acusan a su hermana de crueldad, incomprensión y frialdad. Mientras Agnes habla, Laura retrocede ante ella de espaldas hacia el centro de la habitación, donde está Paul, como si con ese movimiento de retroceso pusiera de manifiesto su sorprendido temor ante el injusto ataque de la hermana.
Cuando estaba apenas a dos pasos de Paul se detuvo y dijo:
—Tú no tienes idea de lo que es el amor.
Agnes avanzó y ocupó el lugar de su hermana junto a la chimenea. Dijo:
—Yo entiendo lo que es el amor. En el amor lo más importante es el otro, aquel a quien amamos. De él se trata y de nada más. Y yo me pregunto qué significa el amor para alguien que sólo es capaz de verse a sí mismo. En otras palabras, qué puede entender por amor una mujer egocéntrica.
—Preguntarse lo que es el amor no tiene sentido, querida hermana —dijo Laura—. El amor lo has vivido o no lo has vivido. El amor es lo que es y no hay más que decir sobre él. Son las alas que me laten en el pecho y que me llevan a hacer cosas que a ti te parecen insensatas. Y eso es precisamente lo que nunca te ha pasado. Dijiste que yo no sé más que verme a mí misma. Pero a ti te veo y te veo hasta el fondo del alma. Cuando me jurabas en estos días pasados tu amor, sabía perfectamente que esa palabra en tu boca no tiene significado. No era más que una estratagema. Una argumentación para calmarme. Para impedir que perturbase tu tranquilidad. Yo te conozco, hermana: vives toda la vida del lado opuesto al amor. Completamente del lado opuesto. Más allá de la frontera del amor.
Las dos mujeres hablaban de amor y se mordían de odio. Y el hombre que estaba con ellas estaba desesperado. Tuvo ganas de decir algo que disminuyese aquella tensión insoportable:
—Los tres estamos cansados. Excitados. Tendríamos que irnos los tres a algún sitio y olvidarnos de Bernard —dijo.
Pero Bernard hacía tiempo que había sido olvidado y la intervención de Paul sólo sirvió para que el enfrentamiento oral de las hermanas fuera reemplazado por un silencio en el que no había ni un gramo de compasión, ni un recuerdo reconciliador, ni la más débil conciencia de lazos de sangre o de solidaridad familiar.
No perdamos de vista el conjunto de la escena: a la derecha, apoyada en la chimenea, estaba Agnes; en medio de la habitación, de cara a su hermana, estaba Laura y dos pasos a la izquierda de esta, Paul. Y Paul hizo entonces con la mano un gesto de desesperación al ver que era incapaz de impedir el odio que tan absurdamente había estallado entre las mujeres a las que quería. Como si quisiera alejarse lo más posible de ellas en señal de protesta, dio media vuelta y se dirigió hacia la biblioteca. Apoyó en ella la espalda, volvió su cabeza hacia la ventana y se esforzó por no verlas.
Agnes vio las gafas negras apoyadas en la repisa de la chimenea y las cogió sin pensar. Las miró con odio, como si tuviera en la mano dos negras lágrimas de su hermana. Sentía rechazo hacia todo lo que provenía del cuerpo de la hermana y aquellas grandes lágrimas negras le parecían una de sus exudaciones.
Laura miró a Agnes y vio sus gafas en la mano de ella. De pronto le hacían falta aquellas gafas. Necesitaba un escudo, un velo con el que cubrirse la cara ante el odio de la hermana. Pero al mismo tiempo no podía decidirse a dar cuatro pasos, llegar hasta donde estaba la hermana-enemiga y quitárselas de la mano. Tenía miedo de ella. Y así se entregó, con una especie de pasión masoquista, a la vulnerable desnudez de su rostro, en el que estaban impresas todas las huellas de su sufrimiento. Sabía perfectamente que Agnes no soportaba su cuerpo, sus frases sobre el cuerpo, sobre los siete kilos que había perdido, lo sabía por intuición y por sensibilidad, y quizá precisamente por eso, por terquedad, quería en aquel momento ser lo más posible cuerpo, cuerpo abandonado, dejado a un lado. Quería colocar aquel cuerpo en medio del salón y dejarlo allí. Dejarlo yacer inmóvil y pesado. Y si no lo aceptaban, obligarlos a que uno por las piernas, el otro por las manos, cogieran aquel cuerpo, su cuerpo, y lo sacaran de la casa como se sacan a la calle en secreto por la noche los viejos colchones inservibles.
Agnes estaba junto a la chimenea y tenía en la mano las gafas negras. Laura estaba en medio de la habitación y se alejaba cada vez más de su hermana, dando pequeños pasos hacia atrás. Luego dio un último paso hacia atrás y su cuerpo se apoyó por la espalda en el de Paul, quedó junto, muy junto a él, porque más allá de Paul ya sólo estaba la biblioteca y él no tenía adonde retroceder. Laura llevó los brazos hacia atrás y apretó firmemente con las manos los muslos de Paul. Llevó también la cabeza hacia atrás, de modo que su nuca tocó el pecho de Paul.
Agnes está a un lado de la habitación, con las gafas en la mano, y al otro lado, frente a ella y lejos de ella, como una escultura inmóvil, está Laura pegada al cuerpo de Paul. Están los dos inmóviles, como de piedra. Nadie dice nada. Sólo al cabo de un rato Agnes separa el índice del pulgar. Las gafas negras, aquel símbolo de la tristeza de la hermana, aquella lágrima metamorfoseada, caen al suelo de piedra que rodea la chimenea y se rompen.