Desde que tomó el avión habían pasado dos días. A las seis de la mañana sonó el teléfono. Era Laura. Les comunicaba a su hermana y a su cuñado que en la Martinica era precisamente medianoche. Su voz era artificialmente alegre, de lo cual Agnes dedujo inmediatamente que las cosas iban mal.
No se equivocaba: cuando Bernard vio a Laura en el camino bordeado de palmeras que conducía a la casa en la que vivía, se puso pálido de rabia y le dijo con severidad: «Te pedí que no vinieses». Ella empezó a explicarle algo pero él no dijo ni palabra, metió en un maletín un par de cosas, subió al coche y se marchó. Se quedó sola, se puso a dar vueltas por la casa y en un armario encontró su bañador rojo, que había dejado la última vez que había estado allí.
—Sólo me esperaba eso. Sólo el bañador —dijo y pasó de la risa al llanto. Y siguió llorando—: Ha sido asqueroso. Vomité. Y después decidí quedarme. Todo terminará en esta casa. Cuando Bernard vuelva me encontrará aquí con este bañador.
La voz de Laura resonaba en la habitación; la oían los dos, pero sólo uno tenía el teléfono y se lo pasaban de mano en mano.
—Por favor —le decía Agnes—, tranquilízate, lo principal es que te tranquilices. Trata de calmarte y de ser sensata.
Laura volvió a echarse a reír:
—Imagínate que antes de salir de viaje conseguí veinte cajas de barbitúricos pero me las dejé todas en París de lo nerviosa que estaba.
—Eso es bueno, eso es bueno —dijo Agnes y sintió efectivamente en ese momento una especie de alivio.
—Pero aquí encontré un revólver en un cajón —continuó Laura y volvió a reírse—: ¡Bernard debe de tener miedo a morir! ¡Tiene miedo de que lo ataquen los negros! Es una señal.
—¿Qué señal?
—Que haya dejado un revólver para mí.
—¿Estás loca? ¡No dejó nada para ti! ¡No tenía la menor idea de que ibas a ir!
—Por supuesto que no lo dejó a propósito. Pero compró un revólver que no usará nadie más que yo. Así que lo dejó para mí.
Una sensación de desesperada impotencia volvió a apoderarse de Agnes. Dijo:
—Haz el favor de dejar ese revólver donde estaba.
—Yo no sé manejarlo. Pero Paul… Paul ¿me oyes?
Paul cogió el auricular:
—¡Sí!
—Paul, qué contenta estoy de oír tu voz.
—Yo también, Laura, pero haz el favor…
—Ya sé, Paul, pero es que no puedo más… —y empezó a gemir.
Hubo un momento de silencio. Después habló Laura:
—Tengo aquí delante ese revólver. No le puedo quitar los ojos de encima.
—Entonces vuelve a ponerlo donde estaba —dijo Paul.
—Paul, tú estuviste en el servicio militar.
—Sí.
—¡Tu eres oficial!
—Alférez.
—Eso quiere decir que sabes disparar un revólver. —Paul dudaba. Pero tuvo que decir que sí—. ¿Cómo se sabe si un revólver está cargado?
—Si dispara es que está cargado.
—¿Si aprieto el gatillo dispara?
—Puede disparar.
—¿Cómo que puede?
—Si está quitado el seguro, dispara.
—¿Y cómo se sabe si está quitado el seguro?
—¡No te vas a poner a explicarle cómo tiene que hacer para pegarse un tiro! —gritó Agnes y le quitó el teléfono de la mano a Paul.
Laura continuó:
—Yo sólo quiero saber cómo se maneja. Debería saber cómo se maneja un revólver. ¿Qué quiere decir que esté quitado el seguro? ¿Cómo se quita el seguro?
—Ya está bien —dijo Agnes—. Ni una palabra más sobre el revólver. Lo vuelves a poner donde estaba. Ya está bien de bromas.
De pronto Laura puso una voz totalmente diferente, seria:
—¡Agnes! ¡No estoy bromeando! —Y empezó a llorar otra vez.
La conversación fue interminable, Agnes y Paul volvieron a repetir las mismas frases, le aseguraron a Laura que la querían, le pidieron que se quedase con ellos, que no los abandonase, hasta que por fin les prometió que volvería a poner el revólver en el cajón y se iría a dormir.
Cuando colgaron el teléfono estaban tan agotados que pasaron mucho tiempo incapaces de pronunciar una sola palabra.
Después Agnes dijo:
—¿Por qué lo hace? ¿Por qué lo hace?
Y Paul dijo:
—Es culpa mía. Yo le dije que fuera.
—Hubiera ido de todos modos.
Paul negaba con la cabeza:
—No hubiera ido. Ya se había hecho a la idea de quedarse. He hecho la mayor estupidez de mi vida.
Agnes no quería que Paul se sintiera culpable. No era por compasión, sino más bien por celos: no quería que se sintiese tan responsable de lo que ella hacía, que sus pensamientos estuviesen tan ligados a ella. Por eso dijo:
—¿Y cómo puedes estar tan seguro de que ha encontrado un revólver?
Al principio Paul no entendió:
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que a lo mejor no hay ningún revólver.
—¡Agnes! ¡No está haciendo comedia! ¡Eso se nota!
Agnes trató de formular sus sospechas con mayor cautela:
—Es posible que haya un revólver. Pero también es posible que se haya llevado los barbitúricos y que hable del revólver para confundirnos. Y tampoco se puede excluir que no tenga ni los barbitúricos ni el revólver y que nos quiera hacer sufrir.
—Agnes —dijo Paul—, eres mala con ella.
El reproche de Paul volvió a ponerla en estado de alerta: sin darse cuenta, últimamente Paul se siente más próximo a Laura que a Agnes, piensa en ella, se ocupa de ella, se preocupa por ella, se emociona con ella y Agnes de repente se ve obligada a pensar que Paul la compara con su hermana y que en esa comparación ella resulta ser la que tiene menos sentimientos. Intentó defenderse:
—No soy mala. Sólo quiero decirte que Laura hace todo lo posible por llamar la atención. Es natural, porque sufre. Todos tienen tendencia a reírse de su amor desgraciado y a encogerse de hombros. Con un revólver en la mano nadie puede reírse.
—Y ¿qué pasa si el deseo de llamar la atención la lleva a quitarse la vida? ¿Acaso no es posible?
—Es posible —dijo Agnes y volvió a hacerse entre ellos un largo silencio lleno de angustia. Agnes agregó después—: Yo también soy capaz de imaginarme que una persona desee quitarse la vida. Que ya no sea capaz de soportar el dolor. Y la maldad de la gente. Que quiera desaparecer de la vista de la gente y desaparezca. Todo el mundo tiene derecho a matarse. Es parte de su libertad. No tengo nada en contra de un suicidio que sea una manera de desaparecer. —Tenía ganas de callarse pero la furiosa desaprobación hacia lo que hacía su hermana hizo que siguiera—: Pero este no es su caso. Ella no quiere desaparecer. Ella piensa en el suicidio porque ve en él una manera de quedarse. De quedarse con él. De quedarse con nosotros. De grabársenos para siempre en la memoria. De apoyarse con todo su cuerpo en nuestra vida. De aplastarnos.
—Eres injusta —dijo Paul—. Ella sufre.
—Ya lo sé —dijo Agnes y se echó a llorar. Se imaginaba a su hermana muerta y todo lo que había dicho le parecía mezquino, bajo e imperdonable—. ¿Y si lo único que quería era engañarnos con sus promesas? —dijo y empezó a marcar el número de la Martinica; el teléfono sonaba sin dar respuesta y a ellos volvían a aparecerles gotas de sudor en la frente; sabían que no iban a ser capaces de colgar y que oirían interminablemente la señal de llamada que significaba la muerte de Laura. Por fin sonó su voz y era casi de disgusto. Le preguntaron dónde había estado: «En la habitación de al lado». Hablaban los dos por el mismo teléfono. Hablaban de su angustia, de que necesitaban oírla una vez más para tranquilizarse. Le repitieron que la querían y que esperaban con impaciencia su regreso.
Fueron al trabajo con retraso y no pensaron en todo el día más que en ella. Por la noche volvieron a llamarla y la conversación volvió a durar una hora y volvieron a hablarle de su amor por ella y de las ganas que tenían de verla.
Unos días más tarde llamó a su puerta. Paul estaba solo en casa. Ella estaba en el umbral y llevaba gafas negras. Se abrazó a él. Fueron al salón, se sentaron en los sillones frente a frente, pero ella estaba tan intranquila que al cabo de un rato volvió a levantarse y empezó a dar vueltas por la habitación. Hablaba sin parar. Después él también se levantó del sillón y también se puso a dar vueltas por la habitación y a hablar sin parar.
Hablaba con desprecio de su antiguo alumno, protegido y amigo. Naturalmente aquello podía explicarse por el deseo de hacerle más fácil a Laura la separación. Pero él mismo estaba sorprendido de ver que todo lo que decía era en serio y sincero: Bernard es el hijo mimado de unos padres ricos; un hombre arrogante y pagado de sí mismo. Laura, apoyada en la chimenea, miraba a Paul. Y Paul de pronto se dio cuenta de que no llevaba las gafas puestas. Las tenía en la mano y fijaba en él sus ojos, hinchados de llorar, húmedos. Paul comprendió que hacía un rato que Laura ya no escuchaba.
Se calló. Sobre la habitación cayó un silencio que con una especie de fuerza misteriosa lo impulsó a acercarse a ella. Laura dijo:
—Paul, ¿por qué nosotros no nos hemos encontrado antes? Antes que todos los demás…
Aquellas palabras se extendieron entre ellos como una niebla. Paul entró en aquella niebla y alargó la mano como alguien que no ve y anda a tientas; la mano tocó a Laura. Laura suspiró y dejó que la mano de Paul se apoyara en su piel. Después dio un paso a un lado y volvió a ponerse las gafas. Aquel gesto hizo que la niebla se levantara y ellos volvieran a estar frente a frente como cuñado y cuñada.
Un momento después entró en la habitación Agnes, que acababa de llegar del trabajo.