La ambigüedad

A Brigitte le había gustado desde su infancia sentarse en el regazo de su papá, pero creo que cuando tenía dieciocho años le gustaba aún más. A Agnes aquello no le llamaba la atención. Brigitte con frecuencia se metía en la cama de sus padres (por ejemplo por la noche, cuando miraban la televisión) y entre los tres había una intimidad física mayor que la que en otros tiempos hubo entre Agnes y sus padres. Sin embargo no se le escapaba la ambigüedad de aquella escena: una chica mayor, con unos pechos y un trasero grandes, se sienta en el regazo de un hombre guapo aún lleno de fuerzas, toca con esos pechos agresivos sus hombros y su cara y le dice «papá».

Una vez se reunió en su casa un alegre grupo de gente y Agnes invitó también a su hermana. Cuando todos estaban de muy buen humor, Brigitte se sentó en el regazo de su padre y Laura dijo: «¡Yo también quiero!». Brigitte le dejó una rodilla libre y las dos se sentaron así en las rodillas de Paul.

Esta situación nos recuerda una vez más a Bettina, porque fue ella y nadie más que ella quien elevó lo de sentarse en el regazo a clásico modelo de ambigüedad erótica. He dicho que atravesó todo el campo de batalla erótico de su vida protegida por el escudo de la infancia. Llevó ese escudo ante sí hasta los cincuenta años para cambiarlo luego por el escudo de madre y acoger ella misma a jóvenes en su regazo. Y volvía a ser una situación estupendamente ambigua: está prohibido sospechar de las intenciones eróticas de una madre con respecto a su hijo y precisamente por eso la posición de un joven sentado (aunque sea en sentido figurado) en el regazo de una mujer madura está llena de significaciones eróticas, que son tanto más sugestivas cuanto más nebulosas.

Me permitiré afirmar que sin el arte de la ambigüedad no hay verdadero erotismo y que cuanto más fuerte es la ambigüedad más poderosa es la excitación. ¡Quién no retiene de su infancia en la memoria el espléndido recuerdo de haber jugado a médicos! La niña yace acostada en el suelo y el niño la desnuda con el pretexto de que es médico. La niña obedece porque quien la examina no es un chiquillo curioso sino un señor serio que está preocupado por su salud. El contenido erótico de esta situación es tan inmenso como misterioso y a ambos se les hace un nudo en la garganta. Y se les hace un nudo aún mayor en la garganta porque el niño no puede ni por un momento dejar de ser médico y cuando le quite a la niña las braguitas tendrá que hablarle de usted.

El recuerdo de ese bendito momento de la infancia me trae un recuerdo aún más hermoso de una ciudad checa de provincias a la que en 1969 regresó desde París una joven. Había ido a Francia a estudiar en 1967 y al cabo de dos años se encontró con su país ocupado por el ejército soviético y a la gente con miedo de todo y con ganas de ir al menos en espíritu a cualquier otra parte, a algún sitio donde hubiera libertad, donde estuviera Europa. La joven checa, que había estado durante dos años asistiendo precisamente a los seminarios a los que tenía que asistir cualquiera que quisiera estar en el centro de la vida intelectual, se había enterado de que antes de pasar por la etapa edípica atravesamos todos en nuestra primera infancia eso que un famoso psicoanalista llamó estadio del espejo, lo cual quiere decir que antes de que cualquiera de nosotros tenga conciencia del cuerpo de la madre y el padre, tiene conciencia de su propio cuerpo. La joven checa llegó a la conclusión de que muchas de sus compatriotas se habían saltado precisamente este estadio. Provista de la aureola de París y de sus famosos seminarios, reunió a su alrededor a un grupo de mujeres jóvenes. Les explicó la teoría, que ninguna de ellas entendió, y organizó unos ejercicios que eran tan sencillos como complicada la teoría: todas se desnudaban y se miraban primero a sí mismas en un gran espejo, después se examinaban unas a otras prolongada y atentamente, y finalmente unas entregaban a otras un pequeño espejo de mano para que pudieran ver lo que hasta entonces no habían visto de sí mismas. La directora del grupo no dejaba mientras tanto ni por un momento de hablar en su idioma teórico, cuya fascinante incomprensibilidad debía arrastrarlas a todas muy lejos de la ocupación rusa, muy lejos de su provincia y además les otorgaba una especie de misteriosa, innombrada, innombrable excitación, de la que se abstenían de hablar. Es probable que la directora del grupo, además de ser discípula del gran Lacan, fuera también lesbiana, pero no creo que hubiera en el grupo muchas lesbianas convencidas. Y reconozco que de todas ellas la que más espacio ocupaba en mis ensoñaciones era una chica completamente ingenua para la cual durante las sesiones no existía nada en el mundo más que el oscuro idioma de un Lacan mal traducido al checo. Ah, las reuniones científicas de aquellas mujeres desnudas en un piso de una ciudad checa de provincias cuyas calles vigilaba una patrulla militar rusa, ¡cuánto más excitantes eran que las orgías en las que todos intentan hacer lo que hay que hacer, lo que está acordado y lo que sólo tiene un sentido, un pobre sentido y ningún otro! Pero abandonemos rápidamente la pequeña ciudad checa y volvamos a las rodillas de Paul: en una de ellas está sentada Laura y en la otra imaginemos esta vez, por motivos experimentales, no a Brigitte, sino a su madre.

Laura experimenta la agradable sensación de tocar con el trasero los muslos del hombre al que secretamente desea; esa sensación es aún más excitante porque se le ha sentado en las rodillas no como amante sino como cuñada, con la plena autorización de su esposa. Laura es una drogadicta de la ambigüedad.

Agnes no encuentra en esa situación nada excitante, pero no es capaz de silenciar una frase ridícula que le da vueltas permanentemente en la cabeza: «¡Paul tiene en cada una de sus rodillas un ojo de culo de mujer! ¡Paul tiene en cada una de sus rodillas un ojo de culo de mujer!». Agnes es una esclarecida observadora de la ambigüedad.

¿Y Paul? Habla en voz alta y bromea y levanta alternativamente una y otra pierna para que ninguna de las dos mujeres dude ni por un instante de que es un padrazo bueno y alegre, dispuesto a convertirse en cualquier momento para sus hijitas en un caballo de carreras. Paul es el bobo de la ambigüedad.

En la época de sus sufrimientos amorosos, Laura le pedía consejo con frecuencia y se citaban en distintos cafés. Señalamos que sobre el suicidio no se habló ni una palabra. Laura le había pedido a su hermana que no hablara nunca de sus morbosos planes y ella no los contó a Paul. La imagen demasiado brutal de la muerte no dañaba por lo tanto el sutil tejido de la bella tristeza que los recubría y ellos estaban sentados frente a frente y a ratos se tocaban. Paul le apretaba la mano o el hombro como a alguien a quien se quiere dar confianza en sí mismo y fuerza, porque Laura amaba a Bernard y una persona enamorada merece ayuda.

Me gustaría decir que en esos momentos la miraba a los ojos, pero no sería exacto, porque Laura había empezado entonces a usar gafas negras; Paul sabía que era para que no la viera con los ojos llorosos. Las gafas negras adquirieron de pronto muchos significados: por una parte le otorgaban a Laura un toque de severa elegancia e inaccesibilidad; pero al mismo tiempo hacían referencia a algo muy corporal y sensual: un ojo bañado por una lágrima, ojo que de pronto era orificio del cuerpo, una de esas nueve hermosas puertas del cuerpo femenino de las que habla en su famoso poema Apollinaire, un húmedo orificio oculto por una hoja de parra de cristal negro. Varias veces la imagen de la lágrima tras las gafas fue tan intensa y la lágrima imaginada tan ardiente que al convertirse en vapor los envolvió a los dos y les privó de claridad de juicio y visión.

Paul veía aquel vapor. ¿Pero entendía lo que significaba? Creo que no. Imagínense esta situación: una niña pequeña va a ver a un niño pequeño. Empieza a desnudarse y le dice: «Doctor, tiene que mirarme». Y el niño pequeño dice: «¡Pero niña! ¡Si es que yo no soy médico!».

Precisamente así es como actuaba Paul.