El primer amor de Bettina fue su hermano Clemens, quien más tarde se convirtió en un gran poeta romántico; después estuvo enamorada, como sabemos, de Goethe, adoró a Beethoven, amó a su marido Achim von Arnim, que también fue un gran poeta, después se volvió loca por el príncipe Hermann von Pückler-Muskau, quien aunque no fuera un gran poeta, escribía libros (por lo demás fue a él a quien le dedicó Epistolario de Goethe con un niña), después, cuando tenía ya cincuenta años, tuvo sentimientos materno-eróticos por dos jovencitos, Philipp Nathusius y Julius Döring, quienes no escribían libros pero intercambiaban cartas con ella (esa correspondencia también la publicó en parte), admiró a Karl Marx, al que una vez obligó a dar un largo paseo nocturno con ella cuando este se encontraba de visita en casa de su prometida Jane (Marx no tenía ganas de ir a pasear, tenía ganas de estar con Jane y no con Bettina; pero ni siquiera él, que fue capaz de poner el mundo patas arriba, pudo resistirse a una mujer que había tuteado a Goethe); tuvo debilidad por Franz Liszt, pero sólo fugazmente, porque le molestó que Liszt no fuera capaz de ocuparse más que de su propia fama; se esforzó apasionadamente por ayudar al pintor Karl Blecher, enfermo mental (a su mujer la despreciaba como en otros tiempos había despreciado a la señora Goethe), mantuvo correspondencia con el heredero del trono de Sajonia y Weimar, Carlos Alejandro; escribió para el emperador de Prusia, Federico Guillermo, El libro para el rey, en el que explica cuáles son las obligaciones del monarca hacia sus súbditos, y poco después El libro de los pobres, en el que denunciaba la horrible miseria en que vivía el pueblo; volvió a dirigirse al emperador para pedirle la liberación de Wilhelm Schloefel, acusado de una conspiración comunista, e inmediatamente después intervino en favor de Ludwik Mieroslawski, uno de los líderes de la revolución polaca, que esperaba en la prisión prusiana la pena de muerte. Nunca conoció personalmente al último hombre a quien adoró: fue Janos Petöfi, poeta húngaro que murió a los veinticuatro años en las filas del ejército rebelde. Descubrió así para el mundo no sólo a un gran poeta (ella le llamaba Sonnengott, el Dios Sol), sino también su patria, cuya existencia Europa casi desconocía. Si recordamos que los intelectuales húngaros que en 1956 se rebelaron contra el Imperio ruso y provocaron la primera gran revolución antiestalinista se dieron a conocer como «Círculo Petöfi», comprobamos que con sus amores Bettina está presente en toda una larga etapa de la historia europea, que va desde el siglo XVIII hasta la mitad de nuestro siglo. Valerosa, terca Bettina: el hada de la historia, la sacerdotisa de la historia. Y digo con propiedad sacerdotisa porque para Bettina la historia era (todos sus amigos empleaban la misma metáfora) «la encarnación de Dios».
A veces algunos de sus amigos le echaron en cara que no pensaba suficientemente en su familia, en su situación financiera, que se sacrificaba demasiado por los demás y no sabía hacer cuentas.
«¡Lo que me decís no me interesa! ¡No soy un contable! ¡Mirad lo que soy yo!», y en ese momento apoyaba los dedos de ambas manos sobre el pecho de tal modo que los dos dedos corazón tocaban un punto preciso situado entre los pechos. Luego inclinaba levemente la cabeza, ocultaba su rostro en una sonrisa y lanzaba ambos brazos a la vez violenta y armoniosamente hacia delante. Durante el movimiento los codos de ambos brazos se tocaban y sólo al final los brazos se separaban y las palmas de las manos se abrían hacia delante.
No, no se equivocan. Es el mismo movimiento que hizo Laura en el capítulo anterior cuando afirmó que quería hacer «algo». Volvamos a aquella situación:
Cuando Agnes dijo «Laura, no debes hacer tonterías. Nadie vale tanto como para sufrir por él. ¡Piensa en mí y en que te quiero!», Laura había respondido: «Pero quiero hacer algo. ¡Tengo que hacer algo!».
Al decir aquellas palabras tenía la vaga idea de acostarse con otro hombre. Ya había pensado otras veces en ello y no había contradicción alguna entre aquello y su deseo de quitarse la vida. Eran dos reacciones extremas y totalmente legítimas en una mujer humillada. Sus indefinidos sueños sobre la infidelidad fueron brutalmente interrumpidos por el infausto empeño de Agnes por tener las cosas claras: «¿Algo? ¿Algo, qué?».
Laura se dio cuenta de que hubiera sido ridículo admitir sus deseos de infidelidad inmediatamente después de haber hablado de suicidio. Por eso no supo qué decir y sólo volvió a repetir la palabra «algo». Y como la mirada de Agnes exigía una respuesta más concreta, intentó darle sentido a aquella palabra indefinida al menos con un gesto: se llevó las manos al pecho y las lanzó hacia delante.
¿Cómo se le ocurrió hacer aquel gesto? Es difícil decirlo. Nunca lo había hecho antes. Algún desconocido se lo habrá apuntado, como a un actor que ha olvidado su papel. Aunque aquel gesto no expresaba nada concreto, sin embargo apuntaba a que «hacer algo» significa sacrificarse, darse al mundo, enviar su alma en dirección a los azules horizontes como una paloma blanca.
La idea de ir a colocarse en el pasillo del metro con una hucha le hubiera parecido poco antes completamente ajena a ella y seguramente nunca se le habría ocurrido si no hubiera colocado los dedos en el pecho y no hubiera lanzado los brazos hacia delante. Era como si aquel gesto tuviera voluntad propia: él la llevaba y ella ya sólo lo seguía.
Los gestos de Laura y de Bettina son idénticos y hay cierta relación entre el deseo de Laura de ayudar a los lejanos negros y el esfuerzo de Bettina por salvar a un polaco condenado a muerte. Sin embargo la comparación parece fuera de lugar. ¡No soy capaz de imaginar a Bettina von Arnim en el pasillo del metro mendigando con una hucha! ¡A Bettina no le interesaban los actos caritativos! Bettina no era una de esas mujeres ricas que por falta de algo mejor que hacer organizan colectas para los pobres. Era mala con los criados hasta el punto de que su marido Arnim tuvo que llamarle la atención («¡Un criado también tiene alma!», le advierte en una carta). Lo que la impulsaba a ayudar a los demás no era la pasión de la beneficencia, sino el ansia de entrar en contacto directo, personal, con Dios, a quien creía encarnado en la historia. Todos sus amores por hombres famosos (¡otros no le interesaban!) no eran más que un trampolín sobre el que caía con todo su cuerpo para verse lanzada hasta muy alto, hasta allí donde reside ese Dios encarnado en la historia.
Sí, todo eso es cierto. ¡Pero cuidado! Tampoco Laura era una de esas damas sensibleras que presiden sociedades de beneficencia. No tenía costumbre de dar dinero a los mendigos. Cuando pasaba junto a ellos, aunque estuvieran apenas a dos o tres metros, no los veía. Padecía de presbicia espiritual. Por eso le eran más próximos los negros a los que se les caía el cuerpo a trozos, porque estaban a cuatro mil kilómetros de distancia. Se hallaban precisamente en aquel punto del horizonte hacia el cual había enviado con un armonioso movimiento de sus brazos su alma dolorida.
¡Pero entre un polaco condenado a muerte y unos negros enfermos hay pese a todo una diferencia! Lo que en el caso de Bettina era intervenir en la historia se convirtió para Laura en un mero acto de caridad. Pero eso no es culpa de Laura. La historia mundial, con sus revoluciones, utopías, esperanzas y desesperaciones, abandonó Europa y sólo quedó tras ella la nostalgia. Precisamente por eso los franceses internacionalizaron los actos de caridad. No estaban guiados (como por ejemplo los norteamericanos) por el amor cristiano al prójimo, sino por la nostalgia de la historia perdida, por el deseo de recuperarla y estar presente en ella aunque sólo fuera bajo la forma de una hucha roja con monedas para los negros leprosos.
Llamemos al gesto de Bettina y Laura gesto de ansia de inmortalidad. Bettina, que aspira a una gran inmortalidad, quiere decir: me niego a morir con el presente y sus preocupaciones, quiero trascenderme a mí misma, ser parte de la historia, porque la historia es la memoria eterna. Laura, aunque aspira sólo a la pequeña inmortalidad, quiere lo mismo: trascenderse a sí misma y al momento desgraciado en que vive, hacer «algo» para que la recuerden todos los que la han conocido.