El cuerpo

—Laura, estás adelgazando —dijo Agnes preocupada mientras comía con su hermana en un restaurante.

—Nada me gusta. Lo vomito todo —dijo Laura y bebió un sorbo de agua mineral que había pedido para acompañar la comida en lugar del vino habitual—. Es muy fuerte —dijo.

—¿El agua mineral?

—Habría que ponerle un poco de agua.

—Laura… —Agnes iba a llamarle la atención a su hermana pero en lugar de eso dijo—: No te lo debes tomar tan a pecho.

—Está todo perdido, Agnes.

—¿Y qué es lo que ha cambiado entre vosotros?

—Todo. A pesar de que hacemos el amor como nunca. Como dos locos.

—¿Y entonces qué ha cambiado si hacéis el amor como locos?

—Son los únicos momentos en que tengo la seguridad de que está conmigo. Pero en cuanto terminamos de hacer el amor ya está con sus pensamientos en otra parte. Aunque hiciéramos el amor cien veces más que ahora, esto se acabó. Porque lo principal no es hacer el amor. No se trata de hacer el amor. Se trata de que piense en mí. He tenido muchos amantes y ninguno de ellos sabe hoy de mí y yo no sé de ellos y me pregunto para qué he vivido durante todos esos años si no he dejado en nadie ni una huella. ¿Qué ha quedado de mi vida? ¡Nada, Agnes, nada! Pero estos dos últimos años fui feliz de verdad porque sabía que Bernard pensaba en mí, que ocupaba su cabeza, que vivía en él. Porque esa es la única vida real para mí: vivir en el pensamiento de otro. Si no, estoy muerta en vida.

—¿Y cuando estás sola en casa y escuchas tus discos, tu Mahler, eso no te basta para tener al menos una pequeña felicidad básica por la que valga la pena vivir?

—Agnes, tú sabes que es una tontería lo que dices. Mahler no significa nada para mí, absolutamente nada, estoy sola. Mahler me satisface sólo si estoy con Bernard o si sé que piensa en mí. Si estoy sin él no tengo fuerzas ni para hacer la cama. No tengo ganas ni de lavarme ni de cambiarme de ropa.

—¡Laura! ¡Bernard no es el único hombre sobre la tierra!

—¡Sí que lo es! —dijo Laura—. ¿Por qué quieres que me engañe a mí misma? Bernard es mi última oportunidad. No tengo veinte años ni treinta. Más allá de Bernard sólo está el desierto. —Bebió un sorbo de agua mineral y volvió a decir—: Está muy fuerte. —Después llamó al camarero para que le llevase agua del grifo—. Dentro de un mes se va a pasar dos meses a la Martinica —prosiguió—. Ya estuve allí dos veces con él. Esta vez me anticipó que irá sin mí. Cuando me lo dijo estuve dos días sin poder comer. Pero ya sé lo que voy a hacer. —El camarero llevo una garrafa de la cual Laura, ante su mirada atónita, añadió agua al vaso de agua mineral y después repitió—: Sí, ya sé lo que voy a hacer.

Se calló como si con ese silencio invitase a su hermana a hacerle una pregunta. Agnes lo comprendió e intencionadamente no le preguntó nada. Pero como el silencio era demasiado prolongado, se rindió:

—¿Qué quieres hacer?

Laura respondió que en las últimas semanas había estado en la consulta de cinco médicos, que se había quejado de que no podía dormir y que todos ellos le habían recetado barbitúricos.

Desde que Laura había empezado a añadir a las quejas habituales referencias al suicidio, Agnes estaba agobiada y cansada. Ya había tratado muchas veces de rebatirle a su hermana con argumentos lógicos y sentimentales sus intenciones; le había hablado del amor que sentía por ella («No puedes hacerme algo así a mí»), pero aquello no tenía efecto alguno: Laura volvía a hablar de suicidio como si no oyese las palabras de Agnes.

—Me iré a la Martinica una semana antes que él —continuaba—. Tengo la llave. La casa está vacía. Lo haré de modo que me encuentre allí. Y que nunca más pueda olvidarme.

Agnes sabía que Laura era capaz de hacer insensateces y la frase «lo haré de modo que me encuentre allí» le daba miedo: se imaginaba el cuerpo inmóvil de Laura en medio del salón de la residencia tropical y se asustaba al comprobar que aquella imagen era bastante verosímil, pensable, que combinaba con la manera de ser de Laura.

Amar a alguien significaba para Laura hacerle ofrenda de su cuerpo, regalárselo como había regalado a su hermana el piano blanco; colocárselo en medio de su casa: aquí estoy, aquí están mis cincuenta y siete kilos, mi carne, mis huesos, son para ti y los dejo en tu casa. Semejante regalo era para ella un gesto erótico, porque el cuerpo no era para ella sexual sólo en los momentos excepcionales de excitación sino, como ya dije, desde el comienzo, a priori, ininterrumpidamente y por todas partes, con su superficie y su interior, en el sueño y en la vigilia y hasta en la muerte.

Para Agnes lo erótico se limitaba al instante de excitación durante el cual el cuerpo se volvía deseable y hermoso. Sólo aquel instante justificaba y redimía el cuerpo; cuando aquella iluminación artificial se acababa, el cuerpo volvía a convertirse en un mero mecanismo sucio al que estaba obligada a mantener. Por eso Agnes nunca hubiera podido decir «lo haré de modo que me encuentre allí». Le daría horror que aquel a quien amara la viera como un simple cuerpo desprovisto de sexo, sin encanto, con una mueca agarrotada en el rostro y en una postura que ya no podría controlar. Sentiría pudor. El pudor le impediría convertirse voluntariamente en cadáver.

Pero Agnes sabía que Laura era distinta: dejar yacer su cuerpo muerto en el salón de la casa del amante era algo que se desprendía de su relación con el cuerpo, de su manera de amar. Por eso le dio miedo. Se inclinó hacia la mesa y cogió a su hermana de la mano.

—Tú me entiendes —decía ahora Laura en voz baja—. Tú tienes a Paul. Al mejor hombre que puedas desear. Yo tengo a Bernard. Si Bernard me abandona ya no tengo a nadie y ya no voy a tener a nadie. Y tú sabes que yo no me conformo con poco. Yo no me voy a quedar mirando la miseria de mi propia vida. Yo tengo una idea demasiado elevada de la vida. Yo lo quiero todo de la vida, si no, me marcho. Tú me entiendes. Tú eres mi hermana.

Se produjo un momento de silencio durante el cual Agnes buscó precipitadamente las palabras con las que responderle. Estaba cansada. Hace ya tantas semanas que se repiten los mismos diálogos y lo único que se demuestra una y otra vez es la ineficacia de todo lo que Agnes le dice. En ese momento de cansancio e impotencia sonaron de pronto unas palabras totalmente improbables:

—El viejo Bertrand Bertrand ha vuelto a despotricar en el Parlamento contra el aumento de suicidios. La casa de la Martinica es propiedad suya. ¡Imagínate qué alegría le voy a dar! —dijo Laura y se rio.

Aunque aquella risa era nerviosa y forzada, llegó hasta Agnes como un aliado inesperado. Empezó a reírse ella también y la risa pronto perdió su originaria artificialidad y de pronto fue una risa verdadera, una risa de alivio, las dos hermanas tenían los ojos llenos de lágrimas y sentían que se querían y que Laura ya no se quitaría la vida. Las dos hablaban de prisa, no se soltaban las manos y lo que decían eran palabras de amor fraterno, tras las cuales brillaba la casa en el jardín suizo y el gesto del brazo lanzado hacia arriba como un balón de colores, como una invitación al viaje, como una promesa que hablaba de un futuro imprevisto, una promesa que no se había cumplido pero que había permanecido en ellas como un hermoso eco.

Cuando pasó el momento de vértigo, Agnes dijo:

—Laura, no debes hacer tonterías. Nadie vale tanto como para sufrir por él. Piensa en mí y en que te quiero. Y Laura dijo:

—Pero me gustaría hacer algo. Tengo que hacer algo.

—¿Algo? ¿Algo, qué?

Laura miró a su hermana profundamente, a los ojos, y se encogió de hombros como si reconociera que el claro significado de la palabra «algo» se le escapaba por el momento. Y después inclinó levemente la cabeza, ocultó el rostro en una sonrisa vaga, un poco melancólica, apoyó la punta de los dedos en el hueco de su pecho y al decir de nuevo la palabra «algo» lanzó los brazos hacia delante.

Agnes se había tranquilizado: no podía imaginar nada concreto que respondiese a aquel «algo», pero el gesto de Laura no dejaba lugar a dudas: aquel «algo» apuntaba hacia hermosas alturas y nada tenía que ver con un cuerpo muerto yaciente, allá abajo, en la tierra, en el suelo de un salón tropical.

Unos días más tarde Laura visitó la sociedad Francia-África, de la cual el padre de Bernard era presidente y se presentó voluntaria para recolectar por la calle dinero para los leprosos.