El profesor Avenarius bajó por la Avenue du Maine, dejó a un lado la estación de Montparnasse y, como no tenía prisa, decidió dar un paseo por los almacenes Lafayette. En el departamento de señoras lo miraban por todas partes los maniquíes femeninos vestidos a la última moda. A Avenarius le gustaba su compañía. Las que más le gustaban eran las figuras inmóviles de mujeres como paralizadas en algún movimiento alocado, sus bocas abiertas de par en par no expresaban risa (la comisura de los labios no se abría a lo ancho) sino susto. El profesor Avenarius se imaginaba que todas aquellas mujeres paralizadas habían visto en aquel preciso momento su miembro magníficamente enhiesto, que no sólo era enorme, sino que se diferenciaba de los demás miembros porque terminaba en una pequeña cabeza de diablo con cuernos. Además de las que manifestaban su admirativo terror, había también otros maniquíes cuyas bocas no estaban abiertas sino sólo entreabiertas, con los labios fruncidos; parecían un pequeño círculo rojo y grueso con un pequeño agujero en medio, por el que en cualquier momento pudieran sacar la lengua e invitar al profesor Avenarius a darles un beso sensual. Y había además un tercer grupo de maniquíes, cuyos labios dibujaban en el rostro de cera una sonrisa soñadora. Por sus ojos semicerrados se hacía evidente que estaban en aquel preciso momento saboreando el silencioso y prolongado placer del coito.
La magnífica sexualidad que los maniquíes expandían por la atmósfera como ondas de radiación atómica, no encontraba respuesta en nadie; entre las mercancías expuestas paseaban personas cansadas, grises, aburridas, irritadas y totalmente asexuadas; sólo el profesor Avenarius se paseaba feliz por allí, con la sensación de orquestar una gigantesca cama redonda.
Pero todas las cosas hermosas tienen un fin: el profesor Avenarius salió de los almacenes y llegó a una escalera por la que bajó al pasaje del metro, con la intención de evitar la riada de coches que cruzaba arriba por el bulevar. Pasaba con frecuencia por allí y nada de lo que veía le asombraba. En el pasillo subterráneo estaba el personal de costumbre. Deambulaban por allí dos clochards, uno de los cuales llevaba en la mano una botella de vino tinto y sólo de cuando en cuando se dirigía con pereza a alguno de los transeúntes para pedirle, con una sonrisa desarmante, una contribución para comprar vino. En el suelo junto a la pared estaba sentado un joven con el rostro apoyado en las palmas de las manos; delante de él estaba escrito con tiza en el suelo que acababa de salir de la cárcel, no podía encontrar trabajo y tenía hambre. Y para completar el grupo (en la pared opuesta a la del joven que acababa de salir de la cárcel) estaba de pie un hombre cansado; junto a una de sus piernas había en el suelo un sombrero en cuyo fondo brillaban unas cuantas monedas; junto a la otra pierna había una trompeta.
Era todo completamente normal, sólo una cosa llamaba la atención del profesor Avenarius por inusual. Justo entre el joven que había salido de la cárcel y los dos clochards borrachos estaba de pie, no junto a la pared, sino en medio del pasillo, una mujer bastante guapa, de menos de cuarenta años, que llevaba en la mano una hucha roja y que con una sonrisa radiante llena de seducción femenina extendía a los viandantes; en la hucha había un letrero: ayude a los leprosos. Su elegante vestido contrastaba con el ambiente y su entusiasmo iluminaba la penumbra del pasillo como un farol. Su presencia parecía haber estropeado el buen humor de los mendigos, que estaban acostumbrados a pasar allí a diario su jornada de trabajo, y la trompeta apoyada en el suelo junto a la pierna del músico era sin duda expresión de su rendición ante una competencia desleal.
Cuando alguna mirada se fijaba en los ojos de la señora, pronunciaba en voz baja, para que los viandantes más que oír leyeran aquellas palabras en sus labios: «¡Leprosos!». El profesor Avenarius también quería leer aquellas palabras en sus labios, pero la mujer al verle dijo sólo «le», y «prosos» ya no lo dijo porque le reconoció. Avenarius también la reconoció y no fue capaz de explicarse cómo había ido a parar a aquel sitio. Corrió escaleras arriba y se encontró al otro lado del bulevar.
Allí comprendió que su esfuerzo por pasar por debajo de los coches había sido inútil, porque la circulación se había paralizado: desde La Coupole en dirección a la Rue de Rennes avanzaban por la calzada masas de gente. Todos tenían caras cetrinas, de modo que el profesor Avenarius pensó que serían jóvenes árabes que protestaban contra el racismo. Avanzó indiferente un par de metros más y abrió la puerta de un café; el dueño le dijo:
—Estuvo por aquí el señor Kundera. Tenía que ir a otro sitio. Le pide disculpas porque llegará un poco tarde. Dejó para usted un libro para que se entretenga mientras tanto. —Y le dio mi novela La vida está en otra parte en una edición económica llamada Folio.
Avenarius se metió el libro en el bolsillo sin prestarle la menor atención porque en ese momento volvió a acordarse de la mujer con la hucha roja y sintió deseos de verla de nuevo.
—Vuelvo dentro de un momento —dijo y salió.
Por los carteles que asomaban por encima de las cabezas de los manifestantes comprendió finalmente que los que recorrían el bulevar no eran árabes, sino turcos y que no protestaban contra el racismo francés sino contra la bulgarización de la minoría turca en Bulgaria. Los manifestantes levantaban los puños, pero un tanto cansados, porque el inmenso desinterés de los parisinos que pasaban junto a ellos los llevaba al borde de la desesperación. Pero ahora vieron la poderosa, amenazante barriga del hombre que iba por el borde de la acera en la misma dirección que ellos, levantaba el puño y gritaba: «A bas les Russes! A bas les Bulgares! ¡Abajo los rusos, abajo los búlgaros!», de modo que recuperaron su energía y el ruido de las consignas volvió a elevarse por encima del bulevar.
Junto a las escaleras del metro, por las que había subido un momento antes, vio a dos mujeres feas que repartían octavillas. Quería saber algo de la lucha de los turcos:
—¿Son ustedes turcas? —le preguntó a una de ellas.
—¡No, por Dios! —negó como si las hubiera acusado de algo horrendo—. ¡Nosotras no tenemos nada que ver con esta manifestación! Nosotras estamos aquí para protestar contra el racismo.
El profesor Avenarius cogió una octavilla de cada una de las mujeres y se topó con la sonrisa de un joven elegantemente apoyado en la barandilla del metro. Con una especie de alegre gesto provocativo él también le dio una octavilla.
—¿En contra de qué es esto? —preguntó Avenarius.
—Es en favor de la libertad de los canacos en Nueva Caledonia.
El profesor Avenarius bajó por lo tanto con tres octavillas al pasillo del metro y ya de lejos notó que la atmósfera en las catacumbas había cambiado; había desaparecido el aburrido cansancio, algo estaba pasando: llegaba hasta él la voz alegre de la trompeta, aplausos, risas. Y entonces lo vio todo: la joven señora seguía allí pero rodeada por los dos clochards: uno le cogía la mano que tenía libre, el otro le sostenía suavemente el brazo con cuya mano aferraba la hucha. El que la cogía de la mano daba pasos de baile, tres hacia atrás, tres hacia adelante. El que sostenía su brazo estiraba hacia los caminantes el sombrero del músico y gritaba: «Pour les lépreux! ¡Para los leprosos! Pour l’Afrique!» y a su lado estaba el trompetista y tocaba, tocaba, oh, tocaba mejor que nunca en la vida y a su alrededor se agolpaba la gente, sonreía, le echaban al clochard monedas y billetes en el sombrero y él daba las gracias: «Merci! Ah, que la France est génereuse! ¡Sin Francia los leprosos reventarían como animales! Ah, que la France est génereuse!».
La señora no sabía qué hacer; a ratos trataba de soltarse, pero cuando oía otra vez el aplauso de los espectadores, daba pequeños pasos hacia adelante y hacia atrás. Uno de los clochards intentó girarla hacia él y bailar con ella agarrado. Ella sintió el olor a alcohol de su boca y empezó a defenderse confundida, con angustia y miedo en el rostro.
El joven que había salido de la cárcel se levantó de pronto y empezó a mover el brazo como si quisiera avisar de algo a los dos clochards. Se acercaban dos policías. Cuando el profesor Avenarius los divisó, él mismo se puso a bailar. Se movía de un lado para otro con su enorme barriga, describía movimientos circulares con los brazos doblados, le sonreía a todo el mundo y exhalaba a su alrededor una inefable atmósfera de paz y despreocupación. Mientras pasaban los policías le sonreía a la señora de la hucha como si estuviera compinchado con ella y aplaudía al ritmo de la trompeta hasta con las piernas. Los policías echaron una mirada indiferente y prosiguieron su ronda.
Satisfecho con su éxito, Avenarius dio a sus pasos aún más amplitud, con insospechada agilidad giraba sobre sí mismo, corría hacia delante y hacia atrás, elevaba las piernas y hacía con los brazos gestos que imitaban a una bailarina de cancán al levantarse la falda. Aquello le sirvió de inspiración al clochard que tenía cogida a la señora del brazo; se agachó y le tomó el borde de la falda con dos dedos. Ella pretendió impedirlo pero no podía quitarle los ojos de encima al hombre gordo que la alentaba sonriendo; cuando intentó devolverle la sonrisa un clochard le levantó la falda hasta la cintura: aparecieron las piernas desnudas y unas bragas verdes (estupendamente elegidas para que combinaran con la falda rosa). Intentó impedirlo otra vez pero no podía: tenía en una mano la hucha (ya nadie le echaba ni un céntimo pero se aferraba a ella con firmeza, como si dentro estuviese encerrado todo su honor, el sentido de su vida, quizá su propia alma) mientras que el otro brazo estaba inmovilizado por la mano del clochard. Si le hubieran atado los dos brazos y la hubieran violado no habría sido peor. El clochard levantaba el borde de la falda, gritaba: «¡Para los leprosos! ¡Para África!» y a ella le corrían por el rostro lágrimas de humillación. No quería sin embargo que se notase esa humillación (una humillación admitida es una humillación doble), así que intentó sonreír como si todo sucediese con su anuencia y por el bien de África y levantó ella misma voluntariamente su pierna bonita aunque un tanto corta.
Después le llegó hasta la nariz el horrible hedor del clochard, el hedor de su boca y de sus ropas, que no se había quitado en varios años, de modo que se le habían pegado a la piel (si le ocurriera alguna desgracia, todo un equipo de cirujanos tendría que raspárselas durante una hora antes de poder llevarlo a la mesa de operaciones); en ese momento ya no fue capaz de seguir soportando: se desprendió de él violentamente y apretando la hucha roja contra el pecho corrió hacia el profesor Avenarius. Este abrió los brazos y la acogió en su regazo. Temblaba apretada contra su cuerpo y sollozaba. La consoló rápidamente, la cogió de la mano y la sacó del metro.