Brigitte salió de la clase de alemán firmemente decidida a abandonar sus estudios. Por una parte porque no veía utilidad alguna para sí en la lengua de Goethe (su madre la había obligado a estudiarla), por otra parte porque estaba totalmente en desacuerdo con el alemán. Aquel idioma la irritaba por su falta de lógica. Hoy se había enfadado de verdad: la preposición ohne (sin) va con la cuarta declinación, la preposición mit (con) con la tercera declinación. ¿Por qué? Ambas preposiciones significan el aspecto positivo y negativo de la misma relación y por lo tanto deberían ir con la misma declinación. Esa objeción se la hizo a su profesor, un joven alemán que no supo qué decirle y enseguida se sintió culpable. Era un joven simpático, delicado, que sufría por ser miembro de una nación que había estado gobernada por Hitler. Dispuesto a ver en su patria todos los defectos, admitió de inmediato que no había ninguna justificación aceptable para que las preposiciones mit y ohne fueran con dos declinaciones distintas.
—No es lógico, ya lo sé, pero ese es el uso que se ha ido imponiendo a lo largo de los siglos —decía como si quisiera pedir a la joven francesa que se compadeciera de un idioma maldecido por la historia.
—Estoy contenta de que lo reconozca. No es lógico. Pero un idioma tiene que ser lógico —dijo Brigitte.
El joven alemán asentía:
—Desgraciadamente, nos falta Descartes. Esa es una insuficiencia imperdonable en nuestra historia. Alemania no tiene una tradición de razón y claridad, está llena de nieblas metafísicas y de música wagneriana y todos sabemos quién fue el mayor admirador de Wagner: ¡Hitler!
A Brigitte no le interesaban ni Wagner ni Hitler y continuaba con su idea:
—Un idioma que no es lógico pueden aprenderlo los niños, porque los niños no piensan. Pero nunca puede aprenderlo un extranjero adulto. Por eso para mí el alemán no es un idioma internacional.
—Tiene toda la razón —dijo el alemán y añadió en voz baja—: ¡Al menos ve lo absurdo que era el deseo alemán de dominar el mundo!
Satisfecha consigo misma, Brigitte cogió su coche y fue a comprar una botella de vino a Fauchon. Quiso aparcar, pero no era posible: la fila de coches ocupaba sin una sola rendija las aceras en un kilómetro a la redonda; cuando llevaba ya un cuarto de hora dando vueltas sintió un asombro indignado al ver que no había sitio: subió el coche a la acera y allí lo dejó. Bajó y se dirigió a la tienda. Desde lejos se dio cuenta de que pasaba algo raro. Al acercarse comprendió lo que era:
Alrededor y dentro de la famosa tienda de alimentación, donde cualquier producto es diez veces más caro que en ningún otro sitio, de modo que allí sólo van a comprar aquellos a quienes produce mayor satisfacción pagar que comer, se amontonaba un centenar de personas mal vestidas, de parados; era una curiosa manifestación: los parados no habían venido a romper nada ni a amenazar a nadie ni a corear consignas; sólo querían inquietar a los ricos, quitarles con su presencia las ganas de comprar vino y caviar. Y en efecto, todos los vendedores y compradores esbozaban de pronto unas sonrisas indecisas y no era posible ni comprar ni vender.
Brigitte consiguió entrar. Los parados no le eran antipáticos y tampoco tenía nada contra las señoras con abrigos de piel. Pidió con energía una botella de Bordeaux. Su energía sorprendió a la dependienta, que de pronto comprendió que la presencia de unos parados que en nada la amenazaban no debía impedirle atender a una joven clienta. Brigitte pagó la botella y regresó al coche junto al cual esperaban dos policías que pretendían ponerle una multa.
Empezó a insultarles y, cuando le dijeron que el coche estaba mal aparcado e impedía a la gente pasar por la acera, señaló la fila de coches que estaban pegados unos a otros:
—¿Pueden decirme dónde tenía que aparcar? Si está permitido comprar coches habrá que garantizarle a la gente que va a tener dónde dejarlos, ¿no? ¡Hay que ser lógicos! —les gritó.
Lo cuento sólo por el siguiente detalle: mientras les gritaba a los policías, Brigitte se acordó de los desconocidos manifestantes de la tienda Fauchon y sintió hacia ellos una intensa simpatía: se sentía unida a ellos en una lucha común. Eso le dio valor; elevó la voz, los policías (igual de inseguros que las señoras con abrigos de piel ante la mirada de los parados) repitieron, tontamente y sin convicción, está prohibido, no está permitido, disciplina, orden, y al final la dejaron ir sin ponerle la multa.
Durante la discusión Brigitte movía la cabeza con movimientos rápidos y breves y levantaba los hombros y las cejas. Cuando al llegar a casa le contó lo sucedido a su padre, su cabeza describía el mismo movimiento. Ya nos hemos encontrado con este gesto: expresa el indignado asombro ante el hecho de que alguien quiera negarnos nuestros derechos más elementales. Por eso llamaremos a este gesto un gesto de protesta contra la violación de los derechos humanos.
El concepto de derechos humanos tiene doscientos años de antigüedad pero alcanzó su mayor fama a partir de la segunda mitad de los años setenta de nuestro siglo. Alexander Soljenitsin había sido entonces desterrado de su país y su inusual figura provista de barba y grilletes hipnotizaba a los intelectuales occidentales, enfermos del deseo de un destino de grandeza que no lograban. Gracias a él se convencieron con cincuenta años de retraso de que en la Rusia comunista hay campos de concentración y hasta las personas progresistas estuvieron de pronto dispuestas a admitir que meter en la cárcel a alguien por sus ideas no es justo. Y encontraron para su nueva postura también una justificación magnífica: ¡los comunistas rusos habían violado los derechos humanos a pesar de que los había declarado solemnemente la mismísima revolución francesa!
Así, gracias a Solzhenitsin, los derechos humanos volvieron a encontrar un sitio en el vocabulario de nuestra época; no conozco a un solo político que no hable diez veces al día de la «lucha por los derechos humanos» o de la «falta de respeto por los derechos humanos». Pero como la gente en Occidente no tiene la amenaza de los campos de concentración y puede decir y escribir lo que quiera, la lucha por los derechos humanos, cuanto más ganaba en popularidad, más perdía en contenido concreto y se convertía en una especie de postura genérica de todos hacia todos, en una especie de energía que convierte todos los deseos humanos en derechos. El mundo se convirtió en un derecho del hombre y todo se convirtió en derecho: el ansia de amor en derecho al amor, el ansia de descanso en derecho al descanso, el ansia de amistad en derecho a la amistad, el ansia de circular a velocidad prohibida en derecho a circular a velocidad prohibida, el ansia de felicidad en derecho a la felicidad, el ansia de publicar un libro en derecho a publicar un libro, el ansia de gritar de noche en la plaza en derecho a gritar en la plaza. Los parados tienen derecho a ocupar una tienda cara, las señoras con abrigos de piel tienen derecho a comprar caviar, Brigitte tiene derecho a aparcar el coche en la acera y todos, los parados, las señoras de los abrigos de piel y Brigitte, forman parte de un mismo ejército de luchadores por los derechos humanos.
Paul estaba sentado en el sillón frente a su hija y observaba con amor su cabeza, que ella sacudía rápidamente de un lado a otro. Sabía que le gustaba a su hija y eso era para él más importante que gustarle a Agnes. Porque los ojos admirativos de la hija le daban lo que Agnes no podía darle: le demostraban que no se había alejado de la juventud, que seguía formando parte de los jóvenes. No habían pasado ni dos horas desde que Agnes, conmovida por su tos, le había acariciado la cabeza. ¡Cuanto más agradable le era la visión del movimiento de la cabeza de la hija que aquella caricia humillante! La presencia de la hija tenía para él el efecto de un acumulador de energía, del cual extraía fuerza.