Todos ansiamos transgredir las convenciones, los tabús eróticos, y acceder embriagados al reino de lo Prohibido. Y somos todos tan poco valientes… Tener una amante mayor o un amante más joven puede recomendarse como el medio más sencillo y accesible de transgredir la Prohibición. Laura tenía por primera vez en la vida un amante más joven que ella, Bernard tenía por primera vez una amante mayor que él y los dos lo vivían como un excitante pecado compartido.
La afirmación que había hecho Laura en presencia de Paul, según la cual con Bernard había rejuvenecido diez años, era cierta: la invadió una ola de nueva energía. ¡Pero no por eso se sentía más joven que él! Al contrario, disfrutaba con un deleite hasta entonces desconocido de tener un amante más joven, que se consideraba más débil que ella y temía que su experimentada amante lo comparara con sus antecesores. En el erotismo es como en el baile: siempre hay uno que lleva al otro. Laura por primera vez en la vida llevaba a un hombre y llevar era para ella igual de embriagador que para Bernard dejarse llevar.
Lo que una mujer mayor le da a un hombre más joven es ante todo la seguridad de que su amor transcurre lejos de la trampa del matrimonio, porque nadie puede pensar seriamente que un hombre joven, ante el cual se abre la perspectiva de una vida de éxitos, se casará con una mujer ocho años mayor que él. En este sentido Bernard veía a Laura igual que Paul a la señora a la que posteriormente elevó a la condición de joya de su vida: suponía que su amante contaba con que en algún momento cedería voluntariamente su sitio a una mujer más joven a quien Bernard pudiera presentar a sus padres sin ponerlos en un aprieto. Confiado en la sabiduría maternal de ella, soñaba incluso con que un día sería su testigo de boda y mantendría perfectamente en secreto ante la novia que había sido (y seguiría siendo, ¿por qué no?) su amante.
Llevaban juntos dos felices años. Entonces Bernard fue nombrado asno total y se volvió reservado. Laura no sabía nada del diploma (Paul mantuvo su palabra) y, como no tenía la costumbre de preguntarle por su trabajo, tampoco sabía nada de los demás problemas con los que se había encontrado en la radio (la desgracia, como se sabe, nunca llega sola), de modo que atribuía sus silencios a que había dejado de quererla. Ya lo había sorprendido varias veces sin prestar atención a lo que le decía y estaba segura de que en esos momentos pensaba en otra mujer. ¡Ay, en el amor basta con tan poco para que uno se desespere!
Un día él llegó nuevamente a casa de ella sumergido en sus negros pensamientos. Ella fue a cambiarse de ropa a la habitación contigua y él se quedó solo en el salón con la gran gata siamesa. No sentía hacia la gata una especial simpatía pero sabía que su amante no toleraba que nadie se metiese con ella. Se sentó en el sillón, se entregó a sus negros pensamientos y estiró mecánicamente la mano hacia el animal, creyéndose obligado a acariciarlo. Pero la gata lanzó un bufido y le mordió la mano. La mordedura se sumó repentinamente a toda la cadena de fracasos que en las últimas semanas le perseguían y le humillaban, de modo que sintió una rabia furiosa, saltó del sillón y la persiguió. La gata dio un salto hacia un rincón, arqueó el lomo y se puso a dar terribles bufidos.
Dio media vuelta y vio a Laura. Estaba en el umbral y era evidente que había observado toda la escena. Dijo:
—No, no puedes castigarla. Estaba en su derecho.
La miró sorprendido. La mordedura le dolía y esperaba de su amante si no una alianza contra el animal, sí al menos la manifestación de un elemental sentido de justicia. Tenía ganas de acercarse a la gata y darle una patada tan fuerte que quedase aplastada contra el techo del salón. Se contuvo haciendo un esfuerzo supremo.
Laura añadió, subrayando cada palabra:
—Ella exige que el que la acaricia se concentre de verdad en lo que está haciendo. Yo tampoco soporto que alguien esté conmigo y piense en otra cosa.
Mientras observaba, un momento antes, cómo Bernard acariciaba a la gata, que reaccionaba enemistosamente a su ausente distracción, había sentido una violenta solidaridad con ella: hace ya varias semanas que Bernard se comporta exactamente de la misma manera con respecto a ella: la acaricia y piensa mientras tanto en otra cosa; pone cara de que está con ella, pero ella sabe que no oye lo que le dice.
Cuando vio a la gata morder a Bernard, le pareció que el animal, al que consideraba su segundo yo simbólico, místico, quiso darle aliento, enseñarle cómo tenía que actuar, darle ejemplo. Hay momentos en los que es necesario enseñar las uñas, se dijo, y decidió que, durante la cena íntima en el restaurante al que irían dentro de un momento, encontraría finalmente el valor para actuar con decisión.
Me adelantaré a los acontecimientos y lo diré lisa y llanamente: es difícil imaginar mayor estupidez que su decisión. Lo que quería hacer iba directamente encaminado contra todos sus intereses. Debo subrayar que durante esos dos años, desde que se habían conocido, Bernard era feliz con ella, quizá mucho más feliz de lo que Laura podía sospechar. Era para él un escape de la vida que desde la infancia le había preparado su padre, el sonoro Bertrand Bertrand. Por fin podía vivir libremente, de acuerdo con sus deseos, tener un rincón escondido en el que no iba a meter la cabeza ningún miembro de su familia, un rincón en el que se vivía de una manera completamente distinta a la que él estaba acostumbrado; adoraba la manera de ser bohemia de Laura, el piano al que a veces se sentaba, los conciertos a los que lo llevaba, sus estados de ánimo y sus extravagancias. Con ella se sentía lejos de la gente rica y aburrida entre la cual se movía su padre. Claro que la felicidad de ellos dependía de una única condición: no podían casarse. Si fueran marido y mujer todo cambiaría de pronto: su relación estaría repentinamente expuesta a todas las intervenciones de su familia; su amor perdería no sólo el encanto, sino también el sentido. Y Laura perdería todo el poder que hasta ahora tenía sobre Bernard.
¿Cómo podía haber tomado una decisión tan estúpida, que iba contra todos sus intereses? ¿Es que conocía tan mal a su amante? ¿Tan poco lo comprendía?
Sí, aunque suene extraño, no lo conocía y no lo comprendía. Estaba incluso orgullosa de que lo único que le interesaba de Bernard fuera su amor. Nunca le había preguntado por su padre. No sabía nada de su familia. Cuando él hablaba alguna vez de ella, se aburría ostensiblemente y afirmaba que no quería perder en charlas inútiles el tiempo que podía dedicarle a Bernard. Y aún más extraño es que en las negras semanas del diploma, cuando él se volvió reservado y se disculpaba explicando que estaba preocupado, siempre le decía: «Sí, yo sé lo que es tener preocupaciones», pero nunca le había hecho la más sencilla de las preguntas imaginables: «¿Qué preocupaciones tienes? ¿Qué sucede en concreto? ¡Explícame ahora lo que te preocupa!».
Es curioso: estaba locamente enamorada de él pero no se interesaba por él. Podría incluso decir: estaba locamente enamorada de él y precisamente por eso no se interesaba por él. Si le reprocháramos su falta de interés y la acusáramos de no conocer a su amante, no nos entendería. Y es que Laura no sabía lo que es conocer a alguien. ¡Era en ese sentido como una doncella que cree que va a tener un hijo si besa durante mucho tiempo a su amado! Pensaba en los últimos tiempos en Bernard casi sin parar. Se imaginaba su cuerpo, su cara, tenía la sensación de que estaba permanentemente con él, de que estaba llena de él. Por eso estaba segura de que lo conocía de memoria, de que nadie lo había conocido nunca como ella lo conocía. El sentimiento amoroso nos da a todos una falsa ilusión de conocimiento.
Después de esta explicación quizá podamos finalmente creer que, mientras tomaban el postre, le dijera (como disculpa podría citar que habían bebido una botella de vino y dos copas de coñac, pero estoy seguro de que lo hubiera dicho aun sin estar bebida):
—¡Bernard, cásate conmigo!