«Es una noticia magnífica», dijo Paul cuando Laura le contó lo de su amor, e invitó a las dos hermanas a cenar. Se alegraba mucho de que dos personas a las que quería se amasen y pidió para cenar dos botellas de un vino especialmente caro.
—Te relacionarás con una de las familias más importantes de Francia —le dijo a Laura—. ¿Tú sabes quién es el padre de Bernard?
Laura dijo:
—¡Por supuesto! ¡El diputado!
Y Paul dijo:
—¡No sabes nada! El diputado Bertrand Bertrand es hijo del diputado Arthur Bertrand. Este estaba muy orgulloso de su apellido y quería que gracias a su hijo se hiciese aún más famoso. Pensó durante mucho tiempo qué nombre ponerle y se le ocurrió la genial idea de bautizarlo Bertrand. ¡A nadie le podría pasar inadvertido un nombre doble como ese, nadie podría olvidarlo! Basta con pronunciar Bertrand Bertrand para que suene como una ovación, como una aclamación: ¡Bertrand Bertrand! ¡Bertrand Bertrand! ¡Bertrand Bertrand!
Mientras decía estas palabras Paul levantó la copa como si corease el nombre del amado líder y bebiese a su salud. Después bebió de verdad.
—Es un vino estupendo —dijo y continuó—: Todos nosotros estamos misteriosamente influidos por nuestro nombre y Bertrand Bertrand, que lo oía corear varias veces al día, vivió toda su vida como aprisionado por la imaginaria fama de aquellas cuatro sonoras sílabas. Cuando fracasó en la reválida, lo llevó mucho peor que otros compañeros suyos. Era como si aquel nombre doble también duplicase automáticamente su sentido de la responsabilidad. En su proverbial modestia, era capaz de sobrellevar la ignominia que había caído sobre él; pero no podía admitir la ignominia que afectaba su nombre. Le juró a su nombre, ya a los veinte años, que dedicaría toda su vida a luchar por el bien. Pronto comprobó, sin embargo, que no es tan fácil distinguir lo que es bueno de lo que es malo. Su padre, por ejemplo, votó junto con la mayoría del Parlamento a favor del Tratado de Munich. Quería defender la paz porque la paz es sin duda alguna un bien. Pero luego le echaron en cara que el Tratado de Munich había abierto las puertas a la guerra, que era sin duda alguna un mal indudable. El hijo quería evitar los errores del padre y se aferraba sólo a los principios básicos más seguros. Nunca se pronunciaba sobre los palestinos, Israel, la revolución de Octubre, Castro, ni siquiera sobre el terrorismo, porque sabía que existe un límite más allá del cual un asesinato ya no es un asesinato, sino un acto de heroísmo y que él nunca sería capaz de distinguirlo. Por eso hablaba aún con mayor pasión contra Hitler, el nazismo, las cámaras de gas y en cierto modo lamentaba que Hitler hubiera desaparecido bajo los escombros de la Cancillería, porque el bien y el mal se habían vuelto desde entonces insoportablemente relativos. Por eso trataba de centrarse en el bien, en su aspecto más directo, aún no deformado por la política. Su consigna era: «El bien es la vida». Y así fue como se convirtió en el sentido de su vida la lucha contra el aborto, contra la eutanasia y contra los suicidios.
Laura protestaba riendo:
—¡Haces que parezca un idiota!
—Fíjate —le dijo Paul a Agnes—. Laura ya defiende a la familia de su amante. ¡Eso es muy digno de elogio, igual que este vino por cuya elección deberíais aplaudirme! Hace poco, en un programa sobre la eutanasia, Bertrand Bertrand hizo que lo filmaran junto al lecho de un enfermo que no podía moverse, tenía la lengua cortada, era ciego y sufría dolores constantes. Estaba inclinado hacia él y la cámara mostraba cómo le daba al enfermo esperanzas de vivir. Cuando pronunció por tercera vez la palabra esperanza aquel enfermo de repente se puso furioso y empezó a emitir una especie de sonido horrible, parecido al que emite un animal, un toro, un caballo, un elefante o los tres juntos y Bertrand Bertrand sintió miedo y no fue capaz de seguir hablando, apenas trataba con enorme esfuerzo de mantener la sonrisa en la cara y la cámara filmó durante largo rato la sonrisa inmóvil del diputado temblando de miedo y, junto a él, en la misma toma, la cara del enfermo aullando. Pero no quería hablar de esto. Sólo quería decir que con su hijo no acertó cuando le eligió el nombre. Primero quería que se llamara como él, pero después reconoció que sería grotesco que hubiera en el mundo dos Bertrand Bertrand, porque la gente no iba a saber si eran dos personas o cuatro. Pero no quería renunciar a la felicidad de oír en el nombre de pila del hijo el eco del suyo propio y así fue como se le ocurrió bautizar a su hijo Bernard. Sólo que Bernard Bertrand no suena como una ovación y una aclamación, sino como un error de pronunciación o más aún como un ejercicio fonético para actores o locutores de radio que quieren hablar rápido y sin cometer errores. Tal como he dicho, nuestros nombres nos influyen misteriosamente y el nombre de Bernard lo predestinó ya desde la cuna para que alguna vez hablase desde las ondas del éter.
Paul decía todas estas tonterías sólo porque no se atrevía a expresar en voz alta lo más importante, que daba vueltas en su cabeza: ¡los ocho años de diferencia entre Laura y Bernard le entusiasmaban! Paul tenía un magnífico recuerdo de una mujer quince años mayor que él, a la que había conocido íntimamente cuando tenía veinticinco años. Tenía ganas de hablar de aquello, tenía ganas de explicarle a Laura que el amor por una mujer mayor forma parte de la vida de todo hombre y que es de ella de quien guardamos el recuerdo más hermoso. «Una mujer mayor que nosotros es una joya en la vida de los hombres», tenía ganas de exclamar y volver a levantar la copa. Pero se abstenía de hacer aquel gesto apresurado y se limitaba a recordar en silencio a su antigua amante que le había confiado la llave de su piso, al que podía ir cuando quería y en el que podía hacer lo que quería, lo cual le venía estupendamente bien porque se había enfadado con su padre y deseaba estar el menor tiempo posible en casa. Nunca le había planteado exigencia alguna con respecto a sus noches; cuando tenía tiempo libre estaba con ella y cuando no tenía tiempo no le debía explicación alguna. Nunca le había forzado a salir con ella y cuando alguien lo veía en su compañía ponía cara de parienta enamorada, dispuesta a hacer cualquier cosa por su hermoso sobrino. Cuando él se casó le envió un valioso regalo de bodas que para Agnes fue siempre un misterio.
Pero no era del todo posible decirle a Laura: estoy feliz de que mi amigo ame a una mujer mayor y experimentada que se va a comportar con él como una tía enamorada con un sobrino hermoso. No le era posible decírselo, sobre todo, porque la propia Laura había empezado a hablar:
—Lo mejor de todo es que a su lado me siento diez años más joven. Gracias a él he tachado diez o quince años malos y me siento como si ayer mismo hubiera llegado de Suiza a París y me lo hubiera encontrado.
Aquella confesión impedía a Paul recordar en voz alta a la joya de su vida, así que se limitaba a recordar en silencio, a saborear el vino sin percibir ya lo que Laura decía. Más tarde, para volver a tomar parte en la conversación, dijo:
—¿Qué te cuenta Bernard de su padre?
—Nada —dijo Laura—. Te puedo asegurar que su padre no es tema de nuestras conversaciones. Sé que es una familia importante. Pero tú ya sabes lo que pienso de las familias importantes.
—¿Y no sientes curiosidad?
—No —sonrió alegremente Laura.
—Deberías sentirla. Bertrand Bertrand es el mayor problema de Bernard Bertrand.
—No me da esa impresión —dijo Laura, convencida de que era ella la que se había convertido en el mayor problema de Bernard.
—¿Sabes que el viejo Bertrand quería que Bernard hiciera carrera en la política? —le preguntó Paul a Laura.
—No —dijo Laura y se encogió de hombros.
—En esa familia la carrera política se hereda como si fuera un terreno. Bertrand Bertrand contaba con que su hijo se presentara un día como candidato a diputado en su lugar. Pero Bernard tenía veinte años cuando oyó en las noticias de la radio la siguiente frase: «En la catástrofe aérea sobre el océano Atlántico murieron ciento treinta y nueve pasajeros, de los cuales siete eran niños y cuatro periodistas». Hace ya mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a que en noticias como esta se mencione a los niños como una parte excepcionalmente valiosa de la humanidad. Pero esta vez la locutora añadió también a los periodistas e iluminó de pronto a Bernard con la luz del conocimiento. Comprendió que el político es en la época actual una figura ridícula y decidió convertirse en periodista. La casualidad quiso que yo tuviera en aquella época un seminario en la facultad de derecho y que él asistiese. Así se llevó a cabo la traición a la carrera política y la traición al padre. ¡Esto sí te lo habrá contado Bernard!
—Sí —dijo Laura—. ¡Te adora!
En ese momento entró un negro con una cesta de flores. Laura le hizo señas. El negro mostró unos hermosos dientes blancos y Laura cogió de su cesto un ramillete de cinco claveles medio mustios; se lo dio a Paul:
—Toda mi felicidad te la debo a ti.
Paul metió la mano en el cesto y sacó otro ramillete de claveles.
—¡Hoy la agasajada eres tú, no yo! —Y le dio las flores a Laura.
—Sí, hoy la agasajada es Laura —dijo Agnes y sacó del cesto un tercer ramillete de claveles.
Laura tenía los ojos húmedos y decía: «Me siento tan bien, me siento tan bien con vosotros», y después se levantó. Apretaba contra su pecho los dos ramilletes, de pie junto al negro que se erguía como un rey. Todos los negros parecen reyes: este recordaba a Otelo en la época en que aún no tenía celos de Desdémona y Laura parecía Desdémona enamorada de su rey. Paul sabía lo que ahora iba a ocurrir. Cuando Laura estaba borracha siempre empezaba a cantar. El deseo de cantar subía desde algún lugar en las profundidades de su cuerpo hacia la garganta con tal intensidad que algunos clientes volvieron con curiosidad los ojos hacia ella.
—¡Laura —susurró Paul—, creo que en este restaurante no sabrán apreciar tu interpretación de Mahler!
Laura apretó contra cada uno de sus pechos un ramillete y le pareció estar en un escenario. Sentía bajo los dedos sus pechos, cuyas glándulas mamarias parecían repletas de notas. Pero los deseos de Paul habían sido siempre una orden para ella. Le obedeció y apenas suspiró: «Tengo unas ganas enormes de hacer algo…».
En ese momento el negro, guiado por el fino instinto de los reyes, cogió del fondo del cesto los dos últimos ramilletes de mustios claveles y con un distinguido gesto se los ofreció. Laura dijo:
—Agnes, Agnes mía, sin ti nunca hubiera venido a París, sin ti no hubiera conocido a Paul, sin Paul no hubiera conocido a Bernard. —Y colocó ante ella en la mesa los cuatro ramilletes.