Las hermanas

La emisora de radio que escucho pertenece al Estado, por eso no hay anuncios y entre noticia y noticia ponen las últimas canciones de éxito. La emisora de al lado es privada, así que la música es reemplazada por los anuncios, pero estos se parecen a las canciones hasta tal punto que nunca sé qué emisora estoy oyendo, y lo sé menos aún porque me duermo una y otra vez. Entre sueños me entero de que desde el final de la guerra ha habido en Europa dos millones de muertos en las carreteras, en Francia todos los años un promedio de diez mil muertos y trescientos mil heridos, todo un ejército de gente sin piernas, sin manos, sin orejas, sin ojos. El diputado Bertrand Bertrand (este nombre es hermoso como una nana), indignado por el terrible balance había hecho algo estupendo, pero para entonces ya me había dormido del todo y no lo supe hasta media hora después, cuando repitieron la noticia: el diputado Bertrand Bertrand, cuyo nombre es hermoso como una nana, había presentado en el Parlamento un proyecto para que se prohibiera la publicidad de la cerveza. En la cámara de diputados se produjo con ese motivo un tormentoso debate, muchos diputados se pronunciaron en contra del proyecto, apoyados por los representantes de la radio y la televisión, porque con la prohibición de los anuncios de cerveza perderían mucho dinero. Después se oye la voz de Bertrand Bertrand: habla de la lucha contra la muerte, de la lucha por la vida. La palabra «lucha» se repite durante la breve intervención unas cinco veces y eso me recuerda inmediatamente mi antigua patria, Praga, las banderas, los carteles, la lucha por la felicidad, la lucha por la justicia, la lucha por el futuro, la lucha por la paz; la lucha por la paz hasta la destrucción de todos por todos, añadía el sabio pueblo checo. Pero ya duermo otra vez (cada vez que alguien pronuncia el nombre de Bertrand Bertrand caigo en un dulce sueño) y cuando despierto oigo un comentario sobre jardinería, de modo que rápidamente muevo el botón hasta la emisora más próxima. Allí se habla del diputado Bertrand Bertrand y de la prohibición de los anuncios de cerveza. Lentamente comienzo a entender las conexiones lógicas: la gente muere en los coches como en un campo de batalla, pero no es posible prohibir los coches porque son el orgullo del hombre moderno; cierto porcentaje de accidentes se debe a que los conductores están borrachos, pero no es posible prohibir el vino porque es desde siempre la gloria de Francia; cierto porcentaje de borracheras es provocado por la cerveza, pero tampoco es posible prohibir la cerveza porque eso entraría en contradicción con los tratados internacionales sobre el libre comercio; cierto porcentaje de quienes beben cerveza son impulsados a ello por la publicidad y ahí está el talón de Aquiles del enemigo, ¡ahí es donde ha decidido dar el puñetazo el valiente diputado! Viva Bertrand Bertrand, me digo, y dado que esas palabras tienen en mí el efecto de una nana, vuelvo inmediatamente a dormirme y no me despierto hasta oír una seductora voz aterciopelada, sí, la reconozco, es Bernard, el locutor, y como si todos los acontecimientos se refiriesen hoy sólo a accidentes de tráfico, da la siguiente noticia: una mujer joven se había sentado la pasada noche en la carretera de espaldas al sentido de la circulación de los vehículos. Tres coches, uno tras otro, habían logrado esquivarla en el último momento y habían acabado deshechos en la cuneta, con muertos y heridos. La suicida, al comprender su fracaso, había abandonado el lugar de la catástrofe sin dejar huellas y sólo las coincidencias en las declaraciones de los heridos dan testimonio de su existencia. Esta noticia me parece horrenda y no puedo volver a dormirme. No me queda más remedio que levantarme, desayunar y sentarme a la mesa de trabajo. Pero durante mucho tiempo no soy capaz de concentrarme, veo a esa joven, sentada de noche en la carretera, encogida, con la frente apretada contra las rodillas, y oigo los gritos que se elevan desde la cuneta. Tengo que alejar violentamente esta imagen para poder continuar con la novela que, si aún lo recuerdan, comenzó cuando yo esperaba en la piscina al profesor Avenarius y veía mientras tanto a una señora desconocida levantar el brazo para despedirse del instructor. Vimos ese gesto de nuevo cuando Agnes se despidió junto a su casa del tímido compañero de colegio. Siguió empleando luego aquel gesto cada vez que algún chico la acompañaba hasta la puerta del jardín después de una cita. Su hermanita Laura, escondida detrás de un arbusto, esperaba a que Agnes regresara; quería ver el beso y observar a la hermana mientras se acercaba sola a la puerta de la casa. Esperaba a que Agnes mirase hacia atrás y levantase el brazo en el aire. En aquel movimiento estaba para ella oculta, como por un hechizo, la nebulosa imagen del amor, del que nada sabía pero que iba a quedar para siempre ligado dentro de ella a la visión de su encantadora y tierna hermana.

Cuando Agnes sorprendió a su hermana tomando prestado su gesto para saludar a sus amigas, no le gustó y, como ya sabemos, desde entonces se despidió de sus amantes con parquedad y sin manifestaciones externas. En esta breve historia de un gesto podemos reconocer el mecanismo al que estaban sometidas las relaciones de las dos hermanas: la más joven imitaba a la mayor, alargaba el brazo hacia ella, pero Agnes siempre se le escapaba en el último momento.

Después de la reválida, Agnes fue a París a la universidad. Laura le reprochaba que hubiera abandonado los lugares que tanto habían querido, pero ella también se fue a París después de la reválida. Agnes se dedicó a las matemáticas. Cuando terminó sus estudios todos le pronosticaban una gran carrera científica, pero Agnes, en lugar de continuar con la investigación, se casó con Paul, aceptó un trabajo bien remunerado pero trivial, en el que no podía conquistar fama alguna. Laura lo lamentó y cuando empezó a estudiar en el Conservatorio de París se hizo el propósito de reparar el fracaso de la hermana y hacerse famosa en su lugar.

Un día Agnes le presentó a Paul. En cuanto Laura lo vio, en el primer instante, oyó que alguien invisible le decía: «¡He aquí un hombre! Un hombre de verdad. El único hombre. No existe ningún otro». ¿Quién era ese ser invisible que se lo decía? ¿Era quizá la propia Agnes? Sí. Era ella la que le enseñaba a su hermana menor el camino, pero también al mismo tiempo la que inmediatamente se adueñaba de él sólo para sí.

Agnes y Paul eran amables con Laura y se ocupaban de ella de tal modo que se encontraba en París como en su propia casa, igual que tiempo atrás en su ciudad natal. La felicidad de seguir estando en el seno de la familia quedaba matizada por la conciencia melancólica de que el único hombre al que podía amar era al mismo tiempo el único al que nunca podría y al que nunca debería pretender. Cuando convivía con el matrimonio se alternaban en ella la felicidad y los ataques de tristeza. Permanecía en silencio, su mirada se perdía en el vacío, y Agnes en esos momentos le tomaba la mano y le decía: «¿Qué te pasa, Laura? ¿Qué te pasa, hermanita?». A veces en la misma situación y por el mismo motivo la tomaba de la mano Paul y los tres se sumergían en un delicioso baño en el que se mezclaban muchos sentimientos diferentes: fraternales y amorosos, compasivos y sensuales.

Después se casó. Brigitte, la hija de Agnes, tenía diez años y Laura decidió que iba a regalarle un primito o una primita. Le pidió a su marido que le hiciera un hijo, lo cual fue fácil de conseguir, pero tuvo un triste resultado: Laura abortó y los médicos le comunicaron que si quería tener otro hijo no podría evitar graves intervenciones médicas.