Hemingway y Goethe se alejan por los caminos del otro mundo y ustedes me preguntan qué idea es esta de juntar ahora precisamente a estos dos. ¡Si no hay la menor relación entre uno y otro, si no tienen nada en común! ¿Y qué? ¿Con quién creen que Goethe querría pasar el tiempo en el otro mundo? ¿Con Herder? ¿Con Holderlin? ¿Con Bettina? ¿Con Eckermann? Acuérdense de Agnes. ¡Cuánto horror le producía la idea de tener que volver a oír en el otro mundo el rumor de las voces femeninas que cada sábado oye en la sauna! No ansia estar después de muerta ni con Paul ni con Brigitte. ¿Por qué Goethe iba a querer ver a Herder? Les diré incluso, aunque sea casi una blasfemia, que ni siquiera quiere ver a Schiller. Nunca lo hubiera reconocido en vida, porque es un triste balance no tener en la vida ni un solo gran amigo. Schiller fue para él sin duda el más querido de todos. Pero el más querido sólo significa que fue el más querido de todos los que, sinceramente, no fueron muy queridos. Eran sus coetáneos, no los había elegido él. Ni siquiera a Schiller. Cuando un día advirtió que los tendría toda la vida a su alrededor, la angustia le atenazó la garganta. Nada podía hacer, tenía que resignarse. ¿Pero tenía algún motivo para estar con ellos después de muerto?
Por eso es una manifestación del más sincero amor el que haya yo soñado a su lado a alguien que pudiera interesarle (¡por si lo han olvidado les recuerdo que durante su vida Goethe estuvo fascinado por América!) y que no le recordara a aquella banda de románticos de rostros pálidos que hacia el final de su vida se habían apoderado por completo de Alemania.
—¿Sabe usted, Johannes? —dijo Hemingway—. Es para mí una gran felicidad poder estar con usted. La gente tiembla de respeto ante usted, de modo que todas mis esposas y hasta la vieja Gertrude Stein evitan mi presencia. —Después empezó a reírse—: ¡Si es que no se debe a que esté hecho un increíble adefesio!
Para que estas palabras de Hemingway sean comprensibles debo explicar que los inmortales pueden adoptar en sus paseos por el otro mundo el aspecto de su vida terrenal que más les gustara. Y Goethe eligió el aspecto que tenía en la intimidad en los últimos años; era tal que, a excepción de las personas más próximas, nadie lo reconocía: llevaba en la frente una plaquita verde transparente atada a un cordel alrededor de la cabeza, porque le ardían los ojos; en los pies, pantuflas; y alrededor del cuello, una gruesa bufanda de colores, porque tenía miedo de constiparse.
Cuando oyó que estaba hecho un increíble adefesio se echó a reír feliz, como si Hemingway acabara de hacerle un gran elogio. Luego se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:
—Me puse así hecho un adefesio sobre todo por causa de Bettina. Por donde va habla de su gran amor por mí. Así que quiero que la gente vea el objeto de ese amor. En cuanto me vea de lejos, saldrá corriendo. Y yo sé que ella patalea de rabia al verme pasear con este aspecto: sin dientes, calvo y con esta ridícula cosa tapándome los ojos.